- ¡Llegó una carta…! Llegó una carta de lectores que ...! -gritaba el director general de la revista Alfonsina que se anunciaba en los 80 como el “Primer periódico para mujeres“. No podía terminar la frase.

-¿De un facho?

-¡Todo lo contrario!

La semana anterior habíamos empapelado la ciudad con el afiche de la tapa del segundo número cuyo título era “Amar a otra mujer” y los avisadores habían puesto el grito en el cielo desde el centro y desde la izquierda. Entonces el director había publicado una suerte de defensa donde decía algo así como “somos mayormente heterosexuales, tenemos hijos, cocinamos”, lo que Rafael Cippolini llama “la rentrée au placard”.

Aquella carta nos acusaba de habernos vuelto caretas, de tenar cola de paja en materia político-sexual. Me correspondía responder, yo era la directora de la revista. No contesté. Llamé directamente al número que el autor había dejado en la carta. Pareció estar esperando el llamado. Al día siguiente acudió a la cita con caireles de cristal colgando de las orejas y las uñas pintadas de verde. Era un tipo parecido a Helmut Berger y se llamaba Jorge Gumier Maier. Nos hicimos amigos. Muy amigos. Me presentó a Néstor Perlongher y nos hicimos amigos los tres. Nos dábamos dique plagiando al ideólogo Mario Mieli: “Mientras exista una mujer que rechace o tema la aproximación sexual por parte de otra mujer, mientras exista un hombre empeñado en asegurar y defender la virginidad de su culo, el reino de la libertad no será conquistado. Esta es la certidumbre con que el punto de vista homosexual ilumina el futuro". Era el delirio. Expresiones como "Falocracia sexual", "Es­tado hétero" o "Gaya revolución" no despegaban la ingenuidad de nuestros labios que utilizaban la palabra "deseo" con la misma fre­cuencia que las comas. Gumier Maier estaba en sus vísperas.

¡AH, TIEMPOS!

Érase una vez un pasillo. ¡Ah, tiempos! Omar Chabán actuaba en bolas pasándose por el cuerpo un pedazo de bofe o una afeitadora que zumbaba como una picana eléctrica; un texto llamado El cuis cuis de Emeterio Cerro –él juraba que tenía partes en francolusitano– sonaba como “plúrimo bolo tose, pérgola colosose, pámpano cojo rose”. Las Gambas al ajillo, vestidas de bebé, meaban en la tarima de un sótano diz que teatro. Batato Barea con sólo mover una reposera instalaba la metafísica; y la Maresca estaba viva, bien viva ¿Y cómo describir la noche en que Roberto Jacoby organizó un concurso de Body Art bajo la consigna “Sea famoso en quince segundos” y el orfebre tucumano Rolly Bombón intentó revolear el micrófono y fue sacado del escenario por un patovica? Y qué difícil era bajar a Gumier Maier del escenario cuando hacía de animador en un espectáculo llamado El Simposio, en el que, con una enrulada peluca de papel maché fabricada por él mismo, emitía discursos castrenses vestido como el soldadito de plomo de Hans Christian Andersen mientras la escritora Claudia Schvartz representaba a una conmovedora “papusa” que, con los ademanes de la Negra Bozán, descargaba sentencias de Nietzsche y luego sacaba un cepillo de dientes, se lavaba la boca y escupía en el escenario. Todo mezclado. Todo. Desde la primera fila se escuchaban mis carcajadas. Entonces sus obras eran planas, pero ya tenían esos característicos rulos que provocaban la felicidad.

Después Gumier Maier se bajó por fin del escenario y pasó de artista a curador y La Cochambre. Lo que el viento se llevó fue la exposición con la que Liliana Maresca inauguró la galería: una especie de playa después de una tormenta, con ruinas de un verano inolvidable bajo la forma de reposeras rotas, detritus marinos y cadáveres de carpas. Un alemán bright hizo de cada material plebeyo, una fiesta; contra la cuchillería y la talla de acuerdo a la onda del tajo en la jeta, los bordados de Clase de Labores; y contra el cuero trabajado en los cintos de gaucho machorro, los macramés maricones y llenos de vueltas como la concha de un nautilus. La galería del Centro Cultural Rojas puso en valor lo que ya existía pero se le negaba existir a viva voz fuera de la etiqueta de artesanía o actividades prácticas: los saberes domésticos sin límites de invención como el decorado de tortas, la pintura con brillantina, el arte de la papirola y el tejido en mimbre, el cotillón escolar y las etiquetas intervenidas de productos de bajo costo. Pero ¡ojo!: estaba también “la pintura” sólo que de otro tarro.

JORGE GUMIER MAIER JUNTO CON NÉSTOR PERLONGHER

MEMORIA EN TECNICOLOR

Los recortes de metal y chapa de la fábrica de su padre Gino, los colores pastel del interior de la peluquería de su tía Ester, los muebles artesanales que un tío abuelo decoraba con pájaros que primero pintaba con lápices de colores en hojas de papel canson, las combinaciones de las fórmicas de las mesitas, los almanaques y los azulejos de las pizzerías y heladerías que otros parientes hacían rendir para poder veranear en Mar del Plata, son los espacios de donde la retina de Gumier Maier recogió su estética copetinera de los años ’50.

Lo que la vulgata analítica llamaría recuerdos encubridores, en los de Gumier no tiene palabras que interpretar. Son pura forma. Salvo esa sílaba jugosa de saliva – “chi”- que todo niño goza antes de someterse a la ortopedia edípica que lo conmina a pronunciar “ma” y “pa”. Dos calles de mano única para imponer el sentido obligado del deseo. ¡Qué fort da para tener a la madre en la vuelta de un carretel!

Gumier encontró el “chi” más temprano de lo que el mismo reconoce, y antes de que se le hiciera agua la boca para decir “chongo”, “concha”, “pinchila”. “Todo lo que me salía era con ch: chiches, chucherías, chafalonías. Me sentía un chichipío que hace cositas. Y también me acordaba mucho de Omar (Schiliro) porque nunca había hecho una muestra con tanto color y movimiento: cada obra se dispara para un mundo, no digo totalmente distinto y autónomo, pero cada una tiene su personalidad. ‘Dejá esas rayas’ era la máxima de Omar, que también era Chichi, Chichita. Entonces pensé: ¿Chiches? Me parecía que todos los nombres enfatizaban algo infantil que no me interesaba. Y no le quería poner Chi chi porque era muy críptico. Entonces decidí consultar el I Ching, que siempre es la sabiduría. Y no con la idea de que me diera el título sino que me orientara. Me salió el hexagrama, que nunca me había salido. ¿Cómo se llamaba? Chi chi.”

Los chichi eran las obras del Gumier Maier escapadas a la tercera dimensión, también tenían rulos que despertaban la felicidad y llegaban a hacer reír.

LA FIGURACIÓN COMO RESERVA

“No sé si tengo que ver tanto con el movimiento Madi, como me han señalado. El Madi y el arte concreto nacieron en contra del arte representativo ilusionista, que era considerado burgués. Me acuerdo que todo lo que vi de los Madi –yo debía tener quince años, estaba en Bellas Artes– para mí era puro paisaje e ilusión. Lozza dice que lo de él es sólo forma y color, que su obra no remite a ninguna experiencia, ni imaginaria ni sensorial: es pura percepción. De ahí la palabra perceptismo. Pero yo a los quince años veía en sus obras pájaros, montañas, caminos. En el arte concreto siempre encontré paisajes.” Para Gumier Maier la pretendida figuración era estratégica, como una gran reserva ecológica, una cosa, un animal, cualquier ser no humano, al ser nombrados: “aquí hay un pajarito”, “esto es una flor”, “una señora”, quedan automáticamente protegidos de la desaparición.

ÚLTIMO RETRATO

Cuando Gumier Maier se fue a vivir al Tigre construyó tres cabañas que hacían juego con los muebles de Van Gogh. Me alquiló una durante un tiempo. Ante mis reclamos por la vajilla esquilmada, me señalaba los tesoros de las paredes: los cuadritos de Benito Laren, un Avello ubicado donde los católicos suelen poner un crucifijo, y con mayor devoción, una piña amarilla apoyada en una vitrina roja, de hojas verdísimas cuya oscura función podría ser la de guardar hielo pero también sangría helada. Me la mostraba con el entusiasmo contagioso de un marchand.

Dormía en la cama de una reina, cubierto por gatos que le bufaban cuando pretendía echarlos para acomodarse. Se parecía a aquella Bubulina de Zorba el griego, soberbia entre cabezales repujados y mullidos almohadones.

UNA IMAGEN

Dijeron que Gumier Maier había muerto y ese día yo creí ver en una foto de su Facebook algo que en realidad no sucedió: una materia blanca hecha de minúsculos puntitos arrojada entre las aguas del río Sarmiento – sus cenizas, pensé- arrojadas a las primeras horas día. Vi los colores del amanecer que cambiaban hasta completar su repertorio (blanco cala, amarillo patito, rosa Jackie, verde Nilo, naranja krishna). Entonces pensé: “Ahora sí devendrás mito Amancay, Piel de gato, Brunilda Bayer fluvial” y me acordé de un episodio del Teatro Patrio donde, blandiendo un bombo legüero cantabas: “Huesito, huesito, dónde está mi cuerpito”. Pudo haber sido un buen lema para los derechos humanos, pero debió ser considerado demasiado atrevido, porque no prosperó.

EL ADIÓS

Diez de diciembre, su muerte. Pocos días antes lo llamé por whatsapp donde estaba internado para contarle los avatares de mi propia internación, las bajas en mi cuerpo (parálisis en mi brazo derecho y semiparálisis en una pierna debido a un ACV) Me contestó: “Supercalifragilisticoespialidoso”. Un epigrama más enigmático que “El comprar es más americano que pensar” de Warhol. Y agregó que le habían amputado el dedo pulgar de la mano derecha, y que ya no podría dibujar. Le propuse fundar la organización artística “Las manos de Perón”. No contestó. Había llegado el momento de las cortesías adeudadas –“sos bella e imprescindible”, más por herencia prescriptiva que por juicio crítico, él que siempre me había elogiado con los adjetivos más perversos. ¿Haríamos “Las manos de Perón”? En nuestra amistad no existía ni la igualdad ni la reciprocidad. Demasiada suerte fue que nuestras almas pop se encontraran un rato en el tiempo como esos que hoy se saludan por sobre el barbijo golpeándose los puños dos tres veces como si pretendieran llamar a una puerta. “Ampliaremos”, se despidió. No lo hizo. No quiso o no pudo. H.L.V.S. (Hasta la Victoria Siempre) puso al pie.