Durante la primera década larga del siglo XXI las principales economías de América del Sur vivieron un paréntesis “populista”, según la caracterización inicialmente despectiva de sus adversarios. La esencia de estos procesos, en el marco de un ciclo de precios internacionales favorable, al menos hasta la crisis internacional de 2008-2009, fue el crecimiento económico acompañado por dinámicas más o menos intensas de distribución del ingreso en favor de los trabajadores, con expansión del consumo, reducción de la pobreza extrema y mejora generalizada de los indicadores sociales. 

Los casos paradigmáticos fueron Brasil bajo los gobiernos de Lula de Silva, la Venezuela de Hugo Chávez, el Ecuador de Rafael Correa, la Bolivia de Evo Morales y la Argentina kirchnerista. La característica común, con la excepción boliviana, fue que llegado un determinado punto los procesos de distribución progresiva se abortaron dando lugar a una verdadera Contrarreforma, la restauración más o menos violenta, más o menos legítima, del neoliberalismo, ciclo que había experimentado su auge tras la caída del muro de Berlín, bajo la advocación del Consenso de Washington y que terminó bastante mal en todos lados, especialmente en Argentina.

Con miras al futuro regreso de los gobiernos populares en la tercera década del siglo resulta de interés entender el carácter regional de las transformaciones y, en este marco, sus similitudes, diferencias y limitaciones comunes, tanto en el momento de la expansión populista como en el de la contrarreforma neoliberal.

El límite principal de los procesos expansivos fue la escasa diversificación de la inserción internacional de los países, es decir de la composición de sus canastas de comercio con el mundo, y de las estructuras productivas internas, componentes directamente relacionados. Esta falta de diversificación fue, desde lo económico, la clave que impidió continuar el crecimiento con distribución progresiva abriendo paso a la contrarreforma.

En el dificultoso mundo de la integración regional, se avanzó sobre la base de la acción y la sintonía entre gobernantes individuales, pero faltó la creación de instituciones más permanentes, como podría haber sido el Banco del Sur, apenas el punto de partida para una integración física más verdadera. Un mercado plenamente regional necesita obras de infraestructura común que faciliten los lazos comerciales. A la vez, los emprendimientos comunes ayudan a la construcción de relaciones más intensas y duraderas entre los países

Como suele suceder en economía, las enumeraciones son sencillas, pero los caminos políticos mucho más complejos. Nótese que para la protointegración de los primeros 2000 se necesitó de la coincidencia y sintonía entre líderes nacionales con mucha conciencia regional frente a una potencia hegemónica continental interesada en la división y subordinación de su “patio trasero”. La integración es un camino tan dificultoso y azaroso como los procesos de desarrollo mismos; se encuentra mucho más en la conciencia no consolidada de los pueblos que en la voluntad de sus clases dominantes, locales y globales al mismo tiempo, las que se supone deberían entender la necesidad de mercados comunes de mayor escala.

Recapitulando, la falta de diversificación productiva y comercial y los límites de la integración significaron un freno al crecimiento sobre el que se construyó la contrarreforma, que es continental y que se manifiesta en el apoyo entre sus gobiernos, por ejemplo, en el reconocimiento a la administración golpista de Brasil o en el acompañamiento al asedio imperial a Venezuela.

El caso de Brasil es paradigmático porque fue el punto de partida. La recesión autoinducida por la última administración de Dilma Rouseff frenó innecesariamente a la principal economía del subcontinente, arrastrando a las demás. Esta fue la base del descontento para los cambios de régimen, más allá de cualquier limitación o errores nacionales. La foto muestra, entonces, una Venezuela asediada, un Brasil golpista y una Argentina donde la transición hacia la contrarreforma se dio bajo la formalidad democrática, aunque su gobierno no tardó en prescindir del republicanismo enarbolado en tiempos de oposición. Ajuste y democracia es un par contradictorio, como lo demuestra la existencia de presos políticos y hasta un desaparecido en manos del aparato represivo del Estado, un panorama inimaginable hace apenas dos años.   

La segunda cuestión es cuáles son los componentes comunes de la Contrarreforma, expresión con la que sintetizaba al actual proceso sudamericano el recientemente fallecido Marco Aurelio García. Al igual que en todo cambio de régimen existe la aspiración de crear instituciones irreversibles. Como detalló el periodista Martín Granovsky, esto se observa claramente en Brasil cuando se establece constitucionalmente la prohibición de aumentar el gasto público, incluido el social, durante 20 años o cinco períodos presidenciales, o en Argentina, cuando se toma deuda a 100 años o 25 períodos presidenciales. 

Pero más allá de las aspiraciones de permanencia, la identidad común de la Contrarreforma es la resubordinación al poder financiero–imperial por la vía del endeudamiento y la libre circulación de capitales más la redistribución del ingreso en favor del capital. Este último punto se plasma en dos tipos de reformas: la flexibilización laboral, otra vez con Brasil como caso extremo, y el avance sobre los sistemas previsionales y, por extensión, sobre cualquier rezago de los estados benefactores. Los resultados son contundentes. En todos los países en los que avanzó la Contrarreforma aumentó el desempleo y se contrajo el poder adquisitivo del salario. Sí, la historia es una historia de lucha de clases.