Antes de todo, quiero aclarar que, pese a no ser argentino, viví en este país parte esencial de mis años jóvenes, de marzo de 1973 a julio de 1976. Que integré el grupo de la revista Crisis, he sido colaborador de La Opinión, y que hasta hoy tengo fraternos amigos, librero, mozo, peluquero y casa en Buenos Aires.

Pese al fútbol, Argentina es como una especie de segunda patria. Y que por eso acompaño cada paso de lo que pasa en Argentina con la misma tensa y angustiada atención con que acompaño lo que pasa en mi país, Brasil.

Quiero aclarar, además, que no conozco a Carlos Zannini. Jamás estuve con él, no sé cómo suena su voz. Pero acompaño su situación, y no sólo por este diario: por los demás también.

Y la conclusión a la que llego es una y única: cada minuto que pasa (no cada día, cada minuto), mi país se parece más a la Argentina. Y más Argentina se parece a mi país. Y eso, en el peor de los sentidos: nunca, desde las dictaduras, hemos sido tan parejos.

Como en Argentina, en Brasil se judicializa la política o se politiza la justicia. Al leer (reitero, en distintos medios) los procedimientos judiciales contra Carlos Zannini, confirmo, a estas altas alturas de mi vida, que somos, brasileños y argentinos, víctimas o rehenes, pues víctimas al fin y al cabo, de injusticias y aberraciones.

La Argentina de hoy me duele como me duele hoy Brasil. Pero –espero– sabremos aguantar en las trincheras, y esperar y buscar y provocar y encontrar la hora de la salida.

Termino reiterando que mi declaración no se debe a ninguna relación personal con alguien que jamás vi. Se debe a una cuestión básica de reivindicar y exigir una decencia que parece haber desaparecido: reivindicar, aquí como allá, el rescate de un sistema judicial digno y justo. Aquí, como allá.

Que se recupere la decencia de un sistema que se hizo viciado, despreciable.

O seremos todos, como lo es hoy Carlos Zannini, víctimas de un autoritarismo abyecto, de un Estado de excepción.