Febrero es el mes más largo en Moscú, el peor momento del año: el invierno castiga con todo lo que tiene antes de empezar a retirarse. Así fue en 1953: parecía todavía febrero cuando, en los primeros días de marzo, la radio empezó a dar partes sobre la salud de Stalin. Días y días de cielo gris, nieve, vientos helados, y de pronto la vida se congeló de golpe la mañana del 7 de marzo: Stalin había muerto. En Moscú se cancelaron las clases y la jornada de trabajo, todos a casa, con orden de permanecer allí hasta nuevo aviso.

Treinta y seis horas antes del anuncio oficial, en Georgia, tierra natal del difunto, hombres del NKVD se llevaron a cientos de mujeres de sus casas. “No lloren, en cinco días a lo sumo estarán de vuelta”, decían antes de llevárselas. Las juntaron a todas en la sede local del partido, el salón rebalsaba de mujeres de distintas edades y aspecto, que se conocían entre sí: en Georgia, todas las mujeres que cantan bien van de lloronas a los velorios, es una tradición, se le llama el lamento georgiano. De ahí se conocían todas esas mujeres, fuesen viejas de pueblo o cantantes profesionales, obreras o profesoras de música, afiliadas al partido o cristianas en secreto. Un apparatchik les habla por un megáfono: “Hemos perdido a nuestro líder, el pueblo está inconsolable, las hemos convocado porque queremos que el Padre de los Pueblos sea llorado apropiadamente. Sabemos quién es cada una de ustedes. Sabemos qué ideas tienen, qué religión practican y en qué funerales han llorado”. 

Muchas de las mujeres se sorprenden, saben que el lamento georgiano no es precisamente canto gregoriano, no es música siquiera, es pura histeria, pero prefieren no decir nada. Las suben a un avión, primera vez para todas ellas. Algunas lloriquean, otras inflan el pecho orgullosas, otras tiemblan de miedo. Aterrizan de noche en Moscú, las llevan en camiones a un hotel fuera de la ciudad. Un par de oficiales georgianos las reciben y les impiden ir a sus habitaciones: no hay tiempo que perder. Uno de los oficiales es músico y será quien coordine el canto. Es un famoso director de orquesta. Las mujeres miran sin entender. Las tienen desde ese momento hasta la tarde siguiente ensayando. Ensayar es llorar y aullar, pero coordinadas. Imaginen esa escena: un director de orquesta profesional dirigiendo a un coro de doscientas mujeres que aúllan y lloran, horas y horas en el desangelado salón de un hotel vacío. Hasta que de pronto les anuncian que hay cambio de planes: no habrá lamento georgiano en el funeral del líder.

Vuelven a subirlas a los camiones y las llevan hasta un hangar en el aeropuerto. Las cosas no son como siempre; no hay órdenes unívocas, no hay vigilancia, no hay apuro siquiera. Un rumor corre entre las lloronas: las que quieran quedarse en Moscú pueden hacerlo, pero deberán pagarse el pasaje a Georgia después; dos días de tren, nada de avión para ellas. Tienen una hora para decidirse y hay un solo teléfono en el hangar. Las más arriesgadas hacen fila, logran ubicar a algún pariente y parten caminando por la nieve hacia la ciudad, porque no hay transportes.

Hoy se sabe lo que eran las calles del centro de Moscú ese día: horas antes de que se anunciara que se velaría a Stalin en el Kremlin, la gente empezó a acercarse espontáneamente hacia la Plaza Roja. Cuando murió Lenin en 1924, decenas de miles de rusos llenaron todos los trenes hacia la capital, y no querían que se repitiera el mismo caos en los funerales de Stalin. Pero la falta de coordinación caracterizó esas primeras horas. Antes del alba, todas las calles que desembocaban en el Kremlin estaban atestadas de gente. Hasta ese momento todo era parecido a los aniversarios de la Revolución, pero sin barricadas ni guardias ni largas filas. Pero poco a poco las calles laterales empezaron a bloquearse, por la gente que quería llegar a las avenidas. En cada cuadra había una interminable fila de trolebuses y otra de camiones detenidos, paragolpe contra paragolpe, angostando el paso de la multitud. Había mucha policía y soldados, a juzgar por esos camiones, pero era tal la cantidad de gente que no se los veía. 

No había el menor margen para moverse, la gente había pasado así la noche: inmóvil, silenciosa, sin agua ni comida, ni posibilidad de ir al baño. Con las primeras luces se supo dónde estaban todos aquellos soldados de los camiones: cuando salieron en formación de combate desde adentro del Kremlin hacia la Plaza Roja, con el objetivo de vaciarla primero, y luego asegurar el perímetro, haciendo retroceder a las multitudes como fuera. Los que no querían quedar aplastados por la presión se arrastraban debajo de los camiones y los trolebuses o trataban de escurrirse por las alcantarillas incluso. Algunos pocos lograban colarse en algún edificio que no tuviera las puertas cerradas, y escapaban por los patios traseros que unían un edificio con otro, o por los techos, contemplando el río de gente aplastada allá abajo. Para las cuatro de la tarde, cuando anocheció, todo el centro de Moscú, ese anillo de edificaciones de piedra blanca que rodeaba el Kremlin y la Plaza Roja, estaba desierto, salvo los centinelas de la Guardia Roja que patrullaban fantasmalmente las calles. 

El cadáver de Stalin fue enterrado en el mausoleo de Lenin el 9 de marzo (lo habían velado en la Sala de las Columnas del Kremlin, el mismo escenario donde había defenestrado uno a uno a los viejos bolcheviques: Kamenev, Sinoviev, Bujarin y el resto). Cuando el féretro descendió, sonaron las campanas de la Torre Spasskaya y una salva de disparos sonaba en contrapunto con cada campanada. El silbato de cada fábrica de Moscú acompañó la despedida y cada vehículo de la URSS se detuvo (tractores, trenes, tranvías, barcos, micros, camiones). Luego se hizo un silencio absoluto en toda la ciudad.

Cuando todo hubo terminado, corrió la voz entre los familiares de todos aquellos que no habían vuelto a casa en esos tres días que había que ir a la morgue de Lefortovo a tratar de reconocer al ser querido entre las filas de cadáveres que había hasta en los pasillos. Cada uno tenía escrito un número en tinta en la mano. Hay quien dice que fueron cuatrocientos; otros aseguran que superaban los tres mil, pero ni la radio ni los diarios soviéticos lo mencionaron. Tampoco anunciaron las otras muertes que ocurrieron en esos días, como la del compositor Sergei Prokófiev, que murió en su cama de un derrame cerebral. No se lo pudo velar ni mover su cuerpo hasta que terminaron los funerales de Stalin. No se conseguían flores para ningún otro entierro en Moscú en esos días. La principal revista musical soviética informó la muerte de Prokófiev en la página 116 de su número siguiente; las primeras 115 estaban dedicadas a la muerte de Stalin. Hasta el 7 de marzo, el nombre de Stalin aparecía hasta cien veces por página en cada edición de Pravda. Un mes después del funeral, su nombre había desaparecido de la prensa soviética. Ludmila Ulitskaya estaba ahí y lo recuerda en su libro La gran carpa verde.