CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA

Misterios del superpullman

 Por Juan Sasturain

De muchacho, el Dudoso Noriega, bañero emblemático de la playa Popular, fue primero caramelero y después acomodador en el Cine Atlantic. No fue un tránsito lógico. El paso de portación de bandeja a uso de la linterna –y a la inversa– no era un salto habitual en los pasillos compartidos. El caramelero y el acomodador circulaban por un territorio común sin tocarse, con itinerarios y ritmos propios, andariveles personales, hasta una ideología particular. Uno manejaba dinero acotado que debía rendir; el otro rajuñaba propinas y ostentaba tácita patente de corso. Uno trabajaba a la luz y con reglas claras y fijas; el otro –sobre todo en cines como el Atlantic en aquellos años cincuenta– operaba en las sombras. Y en y desde esas sombras, tenía poder.

Había una diferencia esencial entre el acomodador de las salas de estreno, con espectáculo por sesiones y ubicaciones numeradas, y el del cine continuado. El acomodador de los grandes cines –Opera, Ocean Rex, Ambassador, en aquella época– solía ser, como el boletero con quien trabajaba en tándem, una sucia rata especuladora: manejaba a discreción el acceso a las mejores ubicaciones, guardaba, escondía y administraba las butacas clave. Una ley no escrita del acomodo regía su conducta: iluminaba con su chorro de luz el camino al privilegio de fila dieciocho al medio o condenaba a la humillación del fondo a la derecha contra la pared, siempre con la garra extendida. Entre la obsecuencia y el chantaje, el acomodador del cine céntrico administraba butacas y cotizaba inútiles programas como un papa laico las valiosas indulgencias. Sabía arrancar gruesas propinas a novios apurados de bolsillo esquivo, privilegiar al generoso, coimear al tardero.

En los cines de continuado, el acomodador era otra cosa. Degradado, ya no acomodaba porque no había nada que acomodar. Los días de cine de acción, programa salvaje, desde las dos de la tarde hasta más allá de la medianoche campeaba la ley de una selva sin regio Tarzán. Un público joven, masculino, anárquico y ruidoso que no lo necesitaba se movía a oscuras en la sala densa de olores y rumores, tierra de nadie. Y el trabajo del acomodador viraba naturalmente a la celaduría. Convertido en guardián del orden, esa masa confusa y mutante que gritaba, pataleaba o escupía en las sombras lo reconocía su enemigo natural: el acomodador era el chancho del continuado con olor a huevo y hormonas desatadas. La linterna ya no era guía amistosa para encontrar el lugar propio sino el ominoso reflector –tardío– que buscaba un culpable.

Los días martes de tres románticas para familias o los jueves de cine argentino, la función del acomodador se modificaba. Entre inocuas distribuciones de un público mayoritariamente femenino, su menester solía derivar hacia la alcahuetería al posibilitar traslados y encuentro en las sombras de parejas que no se manifestaban a la luz y –como no tardaría Noriega en descubrir– daba lugar y ocasión para otro grado de transas más densas. Es sabido que el cine continuado de entresemana fue siempre –en épocas de menos liberalidad de costumbres que las actuales– un ámbito privilegiado para “ir a rascar”. En ciertos casos se llegaba más lejos.

Y ahí cabe recordar que el acomodador de continuado disponía del uso reglamentario –pero en el fondo discrecional– de las contraseñas, viejo invento hoy perdido que permitía salir del cine y regresar más tarde, lo que daba la obvia posibilidad –en medio del tráfago del intervalo– de substituir los espectadores sin pasar por boletería: bastaba con que los cartoncitos ajados volvieran por otra puerta en la mano de otra cara. Y ahí, se dependía de la vista gorda o de la vocación botona del chancho. El mismo Noriega tuvo oportunidad de observar maniobras a las que sólo el tiempo y las circunstancias darían –para él– adecuado significado. Ya el Cogote Marcote, a quien suplía, le había advertido que no todos los acomodadores eran iguales. El caramelero tenía que hacer su caminito sin mirar a los costados, mantener el promedio de Trineo y Sugus, empujar los helados y respetar los tiempos y espacios del acomodador, que funcionaba de algún modo como bastonero del turno.

Así, el Dudoso trabajó los martes y miércoles durante largos meses, los de aprendizaje, con el pelado Ceballos, un acomodador de la vieja guardia que sólo le manoteaba algunos turrones y solía dejarle la linterna “en custodia” cuando se iba al fondo a “escarbar el misterio” –palabras de Ceballos, padre de familia ejemplar de tres nenas– con una morocha que no solía presentar a la luz y que colaba cada martes. Pero también estaba Parodi. Los jueves acomodaba Parodi y ese día las reglas eran otras y estrictas: ni se le ocurriera subir al superpullman. Pronto aprendió Noriega que con éste –un simple laburante más, en apariencia– no se jodía. Norberto Parodi, un flaco cincuentón callado y picado de viruela, usaba un grueso anillo de oro en el meñique y zapatos Sistema Delgado: “Solamente con estos timbos aguanto este laburo: tengo los pies muy delicados”, solía explicar las pocas veces que concedía atención a sus rasposos compañeros. Además, Parodi tenía coche. Un bruñido Buick gris perla de segunda mano que dejaba a la vuelta para que la pendejada que salía a fumar en el intervalo, con su costumbre de apoyarse en los autos, no se lo rayara.

Parodi, uno de los pocos que tenía carnet del sindicato, hacía años que laburaba en el Atlantic, pero era evidente que no vivía sólo del sueldo y las propinas. “Yo sigo en esto porque no me falta nada para jubilarme. Además, me aburro en el negocio” solía admitir con desgano, aunque nadie le creía. El negocio, al que también solía llamar “el dancin”, era un piringundín de camioneros en Avenida Jara al fondo al que dedicaba su atención y calculadas energías los fines de semana. Noriega no tardó en enterarse: Parodi, prolijo engominado, vivía de las minas. Qué hacía entonces semejante personaje enterrado tarde y noche de los jueves en el Atlantic. Las reglas tácitas que regían esos días el movimiento dentro del cine deberían haber sido suficientemente reveladoras, pero el inexperto Noriega necesitó pasar por una experiencia que pudo ser traumática para desayunarse de una vez por todas.

El pibe hizo bien los deberes durante semanas, pero a la noche de un jueves que llovía, con el cine lleno porque daban Apenas un delincuente con Jorge Salcedo, La dama de las camelias y una de las mellizas Legrand, entre la segunda y la tercera película, el Dudoso, acaso entusiasmado con la venta porque la gente no salía a la calle y consumía adentro, volvió de cargar por segunda vez el cajoncito y sin darse cuenta, apurado porque se acababa el último intervalo, se mandó para arriba, repitió el gesto automático del resto de los días.

Lo primero que le extrañó fue que el superpullman estaba casi vacío. No del todo. Había media docena de tipos dispersos, desparramados en las últimas filas, pero ninguno le hizo señas. Comenzó a subir, y mientras decía Caramelos pastillas turrones... heeelados... –pausa– heeelados, sucedió. Fue todo muy rápido. Alcanzó a ver que algo se movía allá, junto a un tipo del fondo, y cuando reconoció una cabeza de mujer que se asomaba tras el respaldo de la butaca en la que el tipo apoyaba los pies y lo miraba entre extrañada y divertida se detuvo en seco, sin dejar la consigna: Caramelos, pastillas, turrones... heeelados –pausa– heelados... La mujer se rió y volvió a desaparecer entre las piernas del tipo.

–¿Qué hacés acá, pendejo?

Desde un escalón más abajo, Parodi lo miraba cara a cara, le agarraba el brazo como para arrancárselo.

–No me di cuenta.

–Rajá... –y lo sacudió–. ¡Rajá!

Noriega se apuró y fue peor: mientras las luces se apagaban, al querer bajar rápidamente tropezó con una arruga de la alfombra y se vino en banda. La bandeja se fue con él y los Sugus, los turrones, las pastillas Trineo y las bolsitas de garrapiñadas volaron varios escalones abajo en la oscuridad. Hubo risas ahogadas.

–Dejá todo y rajá, la concha de tu madre –lo puteó Parodi por lo bajo y sin encender la linterna.

El pibe pensó que las pastillas no, pero que los bombones helados se los iban a hacer pagar. Y mientras bajaba, lleno de odio y con las manos vacías, se cruzó con un par de vistosas, previsibles minas que subían apuradas al superpullman a hacer su laburo. Lo miraron divertidas, le hicieron morisquetas y una hasta le tocó el culo al pasar.

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