CONTRATAPA

Apuntes sobre la Revolución de Mayo

 Por José Pablo Feinmann

¡Cuántos puntos de vista hemos trazado sobre la Revolución de Mayo! ¿Tendrá sentido seguir discutiendo? ¿Qué discutimos? Puedo decir qué discutía yo en 1975 cuando escribí Filosofía y Nación y fui duro y crítico con Moreno y los suyos. Durante esos días, la organización político-militar Montoneros se había trenzado en una guerra aparatista –al margen de todo apoyo de masas; al margen, también, de todo intento de recurrir a ellas– con los grupos terroristas de la derecha del peronismo, respaldada por el aparato del Estado que presidía Isabel Martínez de Perón bajo los mandatos de José López Rega. Las discusiones que sosteníamos eran de superficie. No sé si en la Orga se discutiría algo o se sometería todo a la conducción de Firmenich, Perdía y Vaca Narvaja. Años después, Perdía habría de reconocer que el “pasaje a la clandestinidad” fue el error más grande de la Orga. Fue uno de los tantos, pero determinó la militarización y el accionar violento, la criminalidad indiscriminada, el alejamiento total de las masas, de la población y, sobre todo, del sentimiento popular, que no era el de una guerra de muertes incesantes, muchas inexplicables, o de simples policías a los que –en su totalidad– se había condenado a morir donde se los encontrara. En esta coyuntura atroz se discutió la alternativa a la opción por los fierros, que, como siempre, fue la opción por la política. Pero no hay política en medio de las balas. Y tampoco hay masas ni población que se acerque a algo o que salga con cierta tranquilidad de su casa. Era, Montoneros, la vanguardia armada. No necesitaba del pueblo y el pueblo, para la vanguardia, siempre está al margen de la comprensión profunda de la historia. Puesto a escribir sobre la Revolución de Mayo no me fue difícil llegar a un trazado de historias con similitudes conceptuales, que ayudaran a la comprensión. Moreno y sus amigos eran la vanguardia ilustrada de Buenos Aires. No voy a comparar a Moreno y a Castelli con Firmenich y Perdía, pero la política se hace con los fierros o se hace con los pueblos. Moreno y Castelli no estaban extraviados y posiblemente fueran personajes trágicos, que le pedían a su tiempo algo que no podía entregarles. Grave error político. Un gran músico o un gran escritor puede –según suele decirse– “adelantarse a su tiempo”, pagará su gesto con la soledad y la incomprensión. Estos precios no los puede pagar un revolucionario. Salvo al costo de no hacer una revolución y quedar para la posteridad como un tipo bárbaro, lleno de buenas intenciones, pero fatalmente derrotado por mediocres que no volaban tan alto como él. ¿Pasó esto con Moreno?

Concedo, si quieren, que Moreno era un enemigo del Imperio Británico. Concedo que, en alta mar, según sugiere su hermano Manuel y afirman quienes hacen de Mariano un revolucionario, lo envenenó el capitán de la nave por órdenes del saavedrismo “reaccionario” o del mismísimo Imperio contra el que bravamente había luchado. Confieso que el Plan de operaciones es un gran texto político y que con gusto lo aplicaría hoy mismo en la Argentina. Imagínense: “Centralización de la economía en la esfera estatal, confiscaciones de las grandes fortunas, nacionalización de las minas, trabas a las importaciones suntuarias, control estatal sobre el crédito y las divisas, explotación por el Estado de la riqueza minera” (J. P. F., Filosofía y Nación, p. 36 de la edición de Legasa de 1986. El libro se publicó en 1982. Lo iba a publicar Amorrortu en 1976. Por supuesto no lo hizo). Y luego, en la parte económica del Plan, Moreno propone una de sus medidas más osadas: “Se verá que una cantidad de doscientos o trescientos millones de pesos, puestos en el centro del Estado para la fomentación de las artes, agricultura, navegación, etc., producirá en pocos años un continente laborioso, instruido y virtuoso, sin necesidad de buscar exteriormente nada de lo que necesite para la conservación de sus habitantes, no hablando de aquellas manufacturas que, siendo como un vicio corrompido, son de un lujo excesivo e inútil, que debe evitarse principalmente porque son extranjeras y se venden a más oro de lo que pesan”. Sería fascinante traerlo a Moreno al presente argentino. Decirle, por ejemplo, que, en 2008, un gobierno nacional, democrático, perteneciente al partido de masas más grande del país y de América latina, intentó meter levemente su mano en el bolsillo de los señores de la tierra, no confiscarles su propiedades, no controlar el crédito, no nacionalizar nada, sino meramente retenerles un 3 por ciento de la renta de la que gozan y estalló la patria indignada. Tanto, que el gobierno tambaleó y si se mantuvo aún nadie sabe bien por qué, acaso porque esos mismos que quieren tirarlo tienen, a la vez, terror de gobernar el país con la gente que cuentan entre bobos traidores y malandras pendencieros.

Moreno parecía no comprender acabadamente una regla de oro de las revoluciones: nadie hace una revolución sin una base revolucionaria. Si pretendía ser un jacobino tenía que preguntarse –ante todo– si contaba con una burguesía revolucionaria. Jacobino sin burguesía gira locamente en el aire. Tenía, en Buenos Aires, a los que buscaban comerciar libremente con Gran Bretaña (y ya lo hacían a través del contrabando). A los comerciantes españoles, cada vez menos representativos. Y a los ganaderos bonaerenses, que buscaban exportar y miraban a los países del desarrollo europeo. Esto es tan sencillo que nada les ha costado verlo a Mariátegui, Milcíades Peña o José Luis Busaniche. El país tenía que salir de la órbita española. Había que echar de América a ese imperio decadente, inútil. El Plan tiene muchas concesiones a los ingleses. Si quieren no las vemos. Pero, ¿con qué poder pensaba Moreno hacer lo que proponía ese Plan? Puede conmovernos como Guevara en Bolivia. Pero no llevarnos a decir que la de Mayo fue una Revolución. Castelli puede conmovernos a orillas del lago Tiahuanaco, lugar al que convoca a las comunidades indígenas de la provincia de La Paz, a poca distancia del Titicaca. Claro que rechazamos la broma fascista de Hugo Wast que les hace decir a los indios una burrada infame como respuesta al discurso del orador de Mayo: “¿Qué preferís? ¿El Gobierno de los déspotas o el de los pueblos? Decidme vosotros qué queréis”. Y los indios: “¡Aguardiente, señor!”. Pero aun rechazando la injuria, la tomadura de pelo racista, era cierto que los indios no entendían el idioma de Castelli ni éste el de ellos. Es como Inti Peredo aprendiendo quechua en medio de la selva boliviana. O hablándoles a los campesinos de la Revolución Cubana. Lo que lleva a Guevara a confesarse que los campesinos lo miran con una mezcla de incredulidad y temor.

Lo que hizo Moreno fue introducir en el Plata la Razón Iluminista. Esta razón se centra en Buenos Aires y se desplegará desde ahí. Desde este punto de vista (salvo el interregno “bárbaro” de Rosas) será la razón occidental, la razón del tecnocapitalismo, la razón instrumental, la que triunfará en el Plata como triunfa en todo el mundo colonial. El único sentido lateral que hubo en este país ante esa racionalidad conquistadora fue el de las masas federales. (¿Por qué no Artigas antes que Moreno? ¿Por qué regalárselo a los uruguayos, si hasta muchos de ellos dicen que fue el más grande de los caudillos argentinos? ¿Por qué no Artigas, que era un líder de pueblos, un enemigo de portugueses y británicos y partidario de repartir las tierras a los pobres?) Y las masas federales fueron aniquiladas por el poder de Buenos Aires. Poder que –según nada menos que Alberdi– fue el que vino a centralizar la Revolución de Mayo estableciendo un reemplazo del coloniaje, no su sustitución. A partir de Mayo, Buenos Aires fue la metrópoli; las Provincias, la colonia. Esa lucha duró todo el siglo XIX y concluyó en el ’80, con la conquista del desierto y la federalización de Buenos Aires. Luego de aniquilar a los negros, a los gauchos y a los indios, Buenos Aires festeja el centenario de su revolución en 1910. Ahora, el Otro absoluto es nuevo y vino de afuera: es la chusma ultramarina. La opulenta capital también sabrá castigarla siempre que intente tomar o desordenar la casa.

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