CONTRATAPA

Ser Pep

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Mi fiel Pocket Dictionary of American Slang me informa que Pep es una expresión que se puso de moda a principios del siglo XX y que equivale a “energía, espíritu, iniciativa, entusiasmo, salud, coraje y a estar siempre alerta”. De acuerdo, pero aquí Pep significa todo eso y es el diminutivo del nombre Josep y –antes que nada y por encima de todo– es la marca que identifica a Pep Guardiola: alguna vez jugador insignia del Fútbol Club Barcelona, más tarde vagabundo sin rumbo por equipos de Italia y Qatar y, ahora, de regreso, director técnico del Barça en su hora más dorada y adiós al añorar las míticas noches del Dream Team de Johan Cruyff y todo eso. Y no hay nada más raro que vivir, in situ, el momento en que una vieja e inolvidable leyenda pasa a retiro para que una joven leyenda que nadie olvidará salga al campo.

DOS Escribo esto el último domingo de la temporada más gloriosa –seguramente irrepetible– en la historia del Barça. No importa, quién le quita lo jugado. Pero hay algo de temor ante el final de algo que, posiblemente, jamás vuelva a suceder: tres copas y una bestial victoria sobre el eterno enemigo llamado Real Madrid. Y –dicen los especialistas– la culpa de todo esto la tiene Pep Guardiola. A mí –se sabe– el fútbol me interesa poco y nada. Pero Pep Guardiola me interesa mucho y me he leído todos y cada uno de los épicos perfiles (ya sé que a Pep le gusta leer y ver películas y vestirse bien y llevar a sus hijos al colegio) que han inundado diarios y revistas y noticieros en los últimos tiempos. La máquina de mitificar no ha tenido descanso y la inmensa partícula Pep ha estado presente en todas las conversaciones con amigos y conocidos. Y yo no he dejado de mirarlo atentamente: su gestualidad impredecible al costado del campo, las cosas tremendas que dice en sus conferencias de prensa con sintética dicción de serie negra, su sonrisa afilada que da más miedo que la de Ray Liotta y es casi tan inquietante como la de Christopher Walken. Guardiola, a su manera, es el equivalente futbolístico de Patrick Bateman: un catalan psycho hecho y derecho. Y mejor no meterse con él porque te suelta esa sonrisita y después, enseguida, a sus muchachos.

TRES Y alguien me cuenta que en Argentina se siguen los partidos del Barça como los de “el equipo de Messi”. Una vez más, esa enfermiza compulsión patria por sacar pechito y abducir los éxitos de otros. El firme pero torcido convencimiento de que un solo argentino basta para argentinizar el universo. Lo que, en este caso, es aún más absurdo e injusto: porque lo bueno del Barça –lo que a mí me divierte– es que es todo un equipo. Cada uno de sus jugadores tiene una personalidad y estilo propio y marcado y, de algún modo, recuerdan a aquellos Doce del patíbulo ahora a las órdenes del Sgt. Pep: ahí están ese look casi cavernícola de Puyol, la soberbia fascinante de Eto’o, esos aires de maniquí diabólico de Xavi, el aspecto de cualquier cosa menos de jugador de fútbol de Iniesta, los súbitos arranques de Henry y, sí, nuestro Forrest Gump: Messi, quien el miércoles pasado hizo un rarísimo gol de cabeza –ese extraño momento en que salta como un muñeco desarticulado y parece petrificarse en el aire– como si lo hubiera venido pensando desde hace diez años. Los periodistas se quejaban de que no la usara mucho frente al arco y Guardiola advirtió: “Os aconsejo que no lo pongáis a prueba. Algún día meterá un gol rematando de cabeza y os hará callar”. Y no se equivocó, Pep. O sí: porque no los hizo callar, los hizo gritar. De felicidad.

CUATRO Y después –con el aire de Barcelona oliendo a pólvora de los fuegos artificiales que incendiaron la noche de la victoria allá y de la bienvenida acá– alguien reveló que, antes de salir a jugar la final, Pep les mostró a sus jugadores un video que había mandado a hacer donde combinaba escenas de la película Gladiador con inserts de jugadas antológicas de sus centuriones. El video duraba unos siete minutos y al encenderse las luces, dicen, varios de los jugadores lloraban emocionados y después, enseguida, salieron a matar en el coliseo a un Manchester que todavía se está preguntando qué fue lo que pasó mientras Pep sonreía esa sonrisita y Berlusconi se quedaba dormido soñando con alguna de sus jóvenes esclavas. Y para la próxima tal vez Pep pueda utilizar tramos inspiradores de Angeles y demonios. La película es malísima –ya saben: el asesino es el mayordomo, perdón, el camerlengo–, pero Tom Hanks se la pasa corriendo y hablando todo el tiempo, como un futbolista, por una Roma milagrosamente libre de tráfico pero donde el Vaticano cada vez mete más la pata y se pisa la propia sotana. Y ya hay alguien pensando en que sólo Pepdictus I podrá solucionar todo el lío. Mientras tanto, la Iglesia española dice cosas como que si se permite el aborto no tiene sentido considerar delito al abuso sexual de menores. Dicen cosas raras los padres nuestros que están en la tierra. Y, de paso, te piden que marques la casilla correspondiente en tu declaración de la renta para llevarse un porcentaje de tus impuestos, por los siglos de los siglos, clinkcaja.

CINCO Y yo me pregunto en qué creerá Guardiola y me contesto: en darlo todo y en exigir que todo lo den. Eso es lo bueno del Barça cuando se lo compara con otros equipos y eso es lo bueno de los jugadores del Barça cuando se los compara (pensar en gente como Raúl, como Cristiano Ronaldo, como Beckham) con otros jugadores: no juegan para sí mismos sino que juegan entre ellos sabiendo que ahí al lado hay un tipo que mueve los brazos y les da órdenes y los mira fijo y, sí, les sonríe.

Esa sonrisa.

La sonrisa de quien te quiere pero, también, de quien sabe que puede darse el lujo de exigirte, porque primero se exigió todo a sí mismo.

Ahora –en la pantalla de mi televisor, el domingo que viene hay elecciones europeas, las encuestas revelan que a nadie parece importarle quién vaya a ganar esa final porque, piensan, al final no va a ganar nadie– sonríen Zapatero y Rajoy.

Y, la verdad, no tengo la menor idea de por qué sonríen.

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