CONTRATAPA

Confido & Co.

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO En un tren muy rápido. Trescientos kilómetros por hora. Barcelona / Madrid y Madrid / Barcelona. Todo en el mismo día y la cuestión para mí muy importante es qué libro llevar para semejante viaje. En los aviones es más sencillo, porque para eso están las novelas de aeropuerto, que –como su nombre lo indica– suelen venderse y comprarse en los aeropuertos y resultan tan ligeras y livianas que varias horas después ya nos olvidamos de qué iban y hasta nos las dejamos en el avión de vuelta como ofrendas para deidades de segunda clase, de clase turista. Allí quedan, con el lomo quebrado de leerlas en posición incómoda. Allí yacen asesinos seriales, espías secretos, conjuras ancestrales, detectives nórdicos, vampiros conservadores, niños con pijama a rayas o lo que se use por los días y noches de esos vuelos que se tragan horas de nuestras vidas mientras avanzan o retroceden bailando el vals de los husos horarios. Y lo confieso: hubo un tiempo en que yo aprovechaba los malos viajes en avión para leer largos libros buenos. Ahora ya no. He perdido el don. O tal vez sean el paso de los años y la acumulación de millas y la fatiga de materiales en la nave de nuestros cuerpos. Ahora, ahí arriba, sólo puedo leer libros que se parecen a las películas que se proyectan ahí arriba o que recuerdan a las nubes, siempre iguales, que nos miran pasar ahí afuera.

DOS Pero los trenes –no importa su velocidad casi sci-fi– son distintos. Y me pregunto si alguien habrá postulado ya el concepto de libro de tren en oposición al de novela de avión. Porque en los trenes se puede leer bien, se lee mejor. Y así uno se permite llevar a esa butaca sobre rieles –tanto más cómoda que las cada vez más pequeñas sillitas voladoras– esos mismos libros con los que se sienta en el sillón preferido de su casa. Así que mi elección para este trayecto han sido dos volúmenes de reciente aparición en cuyas portadas aparece el nombre de uno de mis autores favoritos y cuyas últimas palabras escritas fueron: “Muchas gracias por su atención y ya me largo de aquí”.

El primero de los libros se titula Look at the Birdie y reúne los relatos jamás publicados hasta la fecha de Kurt Vonnegut, escritor norteamericano nacido en Indianápolis en 1922 y fallecido en Nueva York en el 2007, luego de caer por una escalera y que, por el camino, sobrevivió al bombardeo aliado a Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, a un intento de suicidio, al incendio de su propia casa en el que se perdió la totalidad de sus archivos, y firmó una de las novelas más importantes y perfectas del siglo XX: Matadero Cinco.

El segundo de los libros que llevo se titula Love As Always, Kurt: Vonnegut As I Knew Him y está no muy bien escrito, pero es muy revelador y cariñoso y está firmado por Loree Rackstraw: suerte de novia/musa/wampeter a la que Vonnegut adoró a lo largo de más de cuatro décadas.

En el libro de Rackstraw me entero en detalle de las drásticas variables en el humor de uno de los seres más graciosos que jamás haya pisado este planeta y de las profundísimas depresiones de uno de los especímenes más eufóricos que jamás haya sonreído en la Tierra.

En el libro de Vonnegut leo un relato titulado “Confido” en el que se describe –enmarcado como viñeta suburbana– la creación de un artefacto que, en su marca, combina la palabra confidente y el Fido de los supuestos mejores amigo del hombre. Y esto es Confido: “¡Alguien con quien hablar! ¡Alguien que realmente te entiende! ¡Algo más grande que el psicoanálisis y la televisión juntos...! ¡Ya nunca nadie estará solo!” ¿Y cómo es Confido? Confido es una cajita con un auricular que “establece una nueva conexión entre el oído y el cerebro” y nos dice exactamente aquello que queremos oír: que somos los mejores, los más grandes, los más bellos y todo eso. Está claro que Confido provoca adicción y que, enseguida, además de hablarnos muy bien de nosotros mismos, comienza a hablarnos muy mal de todos lo que nos rodean. Y –yo levanto la vista de mi libro y veo a todos esos pasajeros con cablecitos que les cuelgan de las orejas y ojitos colgándose de blackberries– ya se imaginan cómo sigue y cómo termina el cuento.

TRES O no. Porque Vonnegut era un hombre piadoso y un optimista a pesar de todo. Y donde otros hubieran rematado el asunto con cataclismo planetario y juicio final, Vonnegut (que, de todos modos, no tuvo empacho alguno en destruir varias veces nuestro mundo a lo largo de su obra) nos ofrece un final familiar y esperanzado con el inventor y su esposa y su hijo enterrando vivo a Confido en el patio de atrás mientras el aparatito promete “Volveremos a vernos, idiota. Volveremos a vernos”.

Pero a lo que iba –mientras iba a un festival literario en Madrid, y la memoir de Rackstraw abunda en anécdotas de Vonnegut live frente a sus pares y a sus impares– es al modo en que Vonnegut, aunque ya no esté aquí, parece más cercano que nunca. Vonnegut nos produce la impresión de haber sido un ingenio genial. Alguien dotado con una finísima sintonía para registrar las hiedras que supimos conseguir y los laureles que nos resignamos a perder. Por ahí, se recuerda una de sus máximas más máximas: “Ten mucho cuidado con lo que simulas ser, porque uno es aquello que simula ser”. Y así una mínima exposición a su modo de ver las cosas produce un efecto casi virósico sobre la realidad. Y comprendemos que, de pronto, todo ha sido vonnegutizado. Y entonces la realidad desborda de simuladores y fingidores, de gente descuidada consigo misma y de personas sin ningún cuidado para con los demás. Y, de improviso, todo parece argumento y trama de algún cuento o novela de Vonnegut: el vaudeville de los piratas somalíes del Alakrana español, Sarkozy haciendo pública su fotito martillando el Muro, Maradona saliendo a la cancha metiendo panza y sacando pecho, un político de por aquí acusando a otro político de por aquí de soñar con ir a buscarlo por la noche en una camioneta y después tirarlo en una zanja, dos niños sin problemas previos muriendo fulminados por esa gripe A que no es nada y que es peligrosa y que es un invento de las farmacéuticas y que va a acabar con todos nosotros y...

Mientras, en la tele, pasan una y otra vez los avances de 2012, donde se viene abajo el Cristo del Pan de Azúcar, la cúpula de San Pedro, las autopistas de Los Angeles y –apretando un botón, si son astutos los productores y la tecnología Google Earth lo permite para cuando salga la edición Blu-ray– la propia casa de todos y cada uno de los espectadores. Y, sí, cuando todo haya pasado, algún sobreviviente desenterrará de entre las ruinas al Confido. Y volver a empezar.

Como bien dijo Kurt Vonnegut: “El gran defecto de la raza humana es que a todos les encanta construir, pero a nadie le gusta hacerse cargo del mantenimiento”.

Todos al tren, buen viaje, volveremos a vernos.

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