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La desconcentración

 Por Juan Sasturain

De algún modo, ayer y hasta ayer estuvimos concentrados o, más puntualmente, nos concentramos. Hoy, 26 de diciembre, tras la Navidad y con el fin de año ahí, es día o momento de desconcentración. En varios sentidos.

Porque entre sus distintas acepciones –incluida la referida al campo de la química– la palabra concentración, la idea o concepto de concentración remite, sobre todo, a dos cosas: por un lado, al acto social de reunión más o menos masiva en un punto delimitado en tiempo y espacio con el objeto de manifestarse (ir o no a una concentración); y por otro, al gesto, la actitud / aptitud mental de focalizar la atención en un objeto, una cuestión, un problema único (mantener la concentración). Así, por ejemplo, decimos que la gente –dispersa en distintos puntos de la ciudad y alrededores– se concentra, convocada, en la Plaza; y oímos que en un corner, el distraído lateral izquierdo, al grito del arquero se concentra en la marca del ocho rival. Es que, mientras el uso de la primera acepción es casi privativa del dominio de la política, la segunda se ha popularizado (mediatizado, mejor dicho) en el campo de la competencia deportiva. Y ha ido muy lejos.

Tanto, que no debe ser casual que se haya impuesto en ese espacio semántico, durante las últimas décadas, un nuevo significado, doble a su vez, que reúne ambas acepciones: así, la concentración es el lugar físico –primera acepción– en que se reúnen los integrantes de un equipo antes de disputar un partido para obviamente concentrarse en y sólo en eso –segunda acepción–, y también es el tiempo que dure esa reunión de concentrados para competir.

Haciendo historia chica, creo recordar que a los primeros a quienes les oímos las expresiones “estar concentrado” y “mantener la concentración” como virtudes / necesidades básicas, fue –hace décadas– a los tenistas de elite: Vilas, Clerc acaso. Me imagino (no sé) que debe ser una idea clave en el golf también. Son deportes (palo y raqueta mediantes) altamente estandarizados y sistematizables en sus variantes posibles: vienen con instrucciones / instructores incorporados. Pero supongo que a los boxeadores y a los ajedrecistas no se les debe haber ocurrido –por obvio– formularlo así, en términos de concentración. Es elemental que a ellos cualquier distracción les cuesta el match. En todo caso, la idea que se desprende del “estar concentrado” es la de “no distraerse” para no cometer errores. Se comenten errores (forzados o no: categorías del tenis) cuando no se hacen las cosas como deben hacerse –los deberes técnicos y tácticos– y el jugador se descontrola (la otra idea: el control emocional), se distrae del objetivo.

El salto cualitativo se produjo cuando estas categorías de descripción y análisis se trasladaron a la competencia entre equipos, a los deportes colectivos (¿sociales?) y en especial al fútbol, un juego de competencia esencialmente distinto por su complejidad, variantes y alto porcentaje de azar. La idea de priorizar ese concepto estrecho de concentración en el fútbol conlleva, por lo general, a la falacia lógica e ideológica de que pueden (y deben) controlarse todas las variables del juego. Se habla –en ese sentido– de trabajo, de deberes y tareas, de objetivos, de minimizar errores; se supone que el partido perfecto es aquel en que nadie se equivoca y por lo tanto termina (debería terminar) cero a cero. Fatal concepción, literalmente deshumanizadora del juego, que lo empobrece y que deja la creatividad y la imaginación literalmente fuera del juego, para la especulación, el fingimiento y el festejo...

¿Tiene todo esto que ver con la Navidad, con el fin de año y con la Argentina? Tiene. La cuestión a desarrollar o meramente a esbozar acá, es que –aunque parezcan y de algún modo sean conceptos afines– la idea competitiva es la que ha ido superponiéndose hasta desbancar, en el uso habitual, a la idea asociativa de la concentración. Y que eso, convertido en poco menos que una ideología, debería ser motivo al menos de una módica reflexión.

La concentración, en términos de movilización conjunta de los dispersos –coordinada o no– hacia una dirección ocasional o prefijada según necesidad propia o convocatoria externa, tiene una historia vieja y rica que se confunde con la de la humanidad y la de la nacionalidad, sin ir más cerca. Los que van –sabiéndolo o no– a concentrarse, los finalmente concentrados, es porque salen de sí mismos, se movilizan y en el camino se confunden, se encuentran con otros, se distraen saludablemente de su ombligo o descubren en el ombligo ajeno, la propia identidad.

La concentración social no es ensimismamiento para competir sino, por el contrario, es el resultado de la atenta distracción –vivir es distraerse, dijo Macedonio (de qué sino de la muerte)– que permite descubrir al otro no como adversario a vencer sino como igual con el que se comparte un destino o condición, aunque más no sea ocasional.

Así, la desconcentración social tiene, como regreso a la dispersión individual tras una experiencia colectiva en que cada uno se distrajo de sí, el sentido de un segundo momento complementario en que esa experiencia cristaliza en cierto tipo de saber, esperanza o como se llame lo que se sabe que se puede esperar.

Volviendo, hoy es un día de desconcentración. Nos interese o no, creamos o no, pasó la Navidad, la convocatoria de Belén –digo– y estamos en el día después de la concentración, no masiva pero sí simbólicamente representativa, que se produjo en aquel milenario pesebre suburbano, que se reproduce anualmente en todo el mundo. La estrella que convocó a los Reyes y evocó T. S. Eliot fue –además de las profecías del Libro y los santos charlatanes callejeros de la zona– el instrumento para reunir a los dispersos. Algunos habrán visto algo, otros habrán sido llamados por la curiosidad o la extrañeza de la presencia de gente rara y rica en un país pobre y donde nunca pasaba nada relevante excepto las desgracias más o menos pormenorizadas por el excesivo Herodes. Pero se fueron concentrando, estuvieron sin duda concentrados ahí. Y cuando se desconcentraron, avisados Reyes, absortos pastores y curiosos paseantes tuvieron –si se concentraban, ahora sí, en sí mismos– algo para contar (se) y para contarnos hasta hoy.

De algún modo, este país de mucha (buena) gente se concentró largamente durante el año que se va acabando. Se concentró políticamente en las urnas, se concentró en la Plaza. Tuvo su experiencia. Ahora, en el momento de la necesaria desconcentración, cabe pensarnos con categorías menos mezquinas que las acuñadas por el fútbol nuestro de cada día. Sólo cabe, si queremos ganar algo como país, la atenta distracción en lo que nos rodea, la disponibilidad creativa y solidaria que nos permita jugar / vivir para los costados y hacia adelante.

El país que queremos no termina cero a cero. Hay que ganar jugando bien.

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Imagen: Alejandro Leiva
 
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