CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Monólogo de Narciso

 Por Juan Sasturain

Narciso da un par de saltitos, se pasea frente a la puerta cerrada pintada de verde. Pese a que llegó bien temprano, la casa está llena de gente. Circula el mate, los pastelitos. Y qué cola en el toilette. Debe ser la ansiedad. Va a ser un día importante. El más importante, tal vez. Todavía no deben ser ni las ocho. Y ya están casi todos. A quién se le ocurre elegir esta época del año para juntarse. Razones de Estado, se dice. Pero con este frío, pleno invierno. Claro que en Cuyo sería peor. Semejante viaje. Hay que tener ganas. Parece que es lo que más hay: ganas. Y ganas de mear tengo yo, piensa Narciso.

Sale por fin, previo ruido de cerrojos, el soberbio santafesino que se tomó diez minutos y lo saluda con un leve golpe de cabeza. Narciso entra y cierra pausado, sin demostrar el apuro real que lo embarga. Tiene los dedos helados y le cuesta un poco lidiar con la larga bragueta abotonada. Finalmente consigue orinar en el artefacto de marca inglesa. El chorro da exactamente ahí, se eleva un leve vapor en el aire frío. Suspira, mira los cerros entre nubes bajas por la ventana que tiene un vidrio rajado. Cuando termina, se abrocha otra vez, se lava la punta de los dedos con un chorro de agua de la jofaina blanca y cachada y, tras secarse con el borde inferior de la levita, enfrenta el espejo oval manchado de gris, y piensa:

Tengo el bigote un poco largo. Estas puntas rebeldes... Y el pelo desprolijo. Extraño a mi peluquero. La navaja no estaba bien asentada. Tengo la piel irritada, las ojeras. Habré dormido dos, tres horas. La cama estrecha, los carreros bajo la ventana que no dejaron de guitarrear y pasarse el porrón toda la noche. Acá todo es complicado. Conseguir que te laven la ropa, que te la planchen bien. La ciudad no da abasto, desbordada. Se acaban las velas, escasea el tabaco. Tenemos que terminar con esto que vinimos a hacer. Hay que apurarse, las noticias del Norte son buenas, pero quién sabe por cuánto tiempo. Es ahora o nunca, dice Oro. Será. Y me tocará a mí. ¿En serio que me tocará a mí? Quién lo hubiera pensado. Los de Buenos Aires seguro que no. Y yo, hoy, con este pelo así. Debería haberme puesto ese ungüento nuevo que traen los porteños. Tengo los dedos helados, no voy a poder ni empuñar la pluma. Y el frío que no afloja. Estas casas son muy difíciles de calentar. El piso de ladrillo está bien, y las puertas gruesas, pero el chiflete que se cuela por las rejas es insoportable. El que viene del patio interior, y sobre todo el de la calle. Y hay que dejar las ventanas con los postigos abiertos a la calle porque la gente quiere saber, se asoma, grita. A veces ni se oyen las mociones. O abren la puerta, se vuelan los papeles, se derrama la tinta sobre las actas y hay que volverlas a hacer. Hoy cuidaré que todo sea más prolijo. Por ahí propongo sesión cerrada. ¿Y esta mancha en el chaleco? El caldo de anoche. Justo hoy... Pensar que alguna vez, dentro de muchos años, cuando sea viejo y se celebre esto que vamos a hacer, se recordará que fui yo, que estaba yo aquí. Y algún historiador, seguro, y algún poeta que le cantará a este día y se acordará de mí. Y mis hijos mayores y mis nietos me preguntarán. Y les voy a poder contar que estaba un poco nervioso, y les hablaré de quiénes estaban y de qué opinaba cada uno. Y de que incluso estuve practicando así, para ver cómo me sale la voz, para no vacilar en el momento de la lectura fundamental, no vaya a ser que se me aflaute o me falle; y les contaré de este cuarto helado y me acordaré de esta jofaina y de lo que estoy pensando ahora. Cómo puede ser que me haya tocado a mí y no a cualquier otro estar acá en este momento, y tener que salir y hacerlo. Y lo vamos a hacer. Pero es todo tan complicado y tengo tanto miedo. Se lo he dicho a Oro. ¿Y si estamos equivocados y si es para peor? Pero hay que hacerlo, no vamos a dar marcha atrás. Por algo hemos llegado hasta acá. Y me toca a mí. Tengo ganas de mear otra vez. Son los nervios.

Narciso vuelve a desabrocharse y orina algunas gotas apenas. Golpean a la puerta, discretamente.

Un momento, dice. Se vuelve a acomodar la ropa, apresurado.

Lo estamos esperando. Sólo falta usted, diputado.

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