CONTRATAPA

Mendelssohn-Lechner, dos a quererse

 Por José Pablo Feinmann

La Orquesta Filarmónica de Buenos Aires abrió su temporada con una rutilante exposición de un concierto de Mendelssohn algo olvidado durante los últimos tiempos y una opaca interpretación de una obertura de Wagner y la Segunda Sinfonía, de Brahms; obras que, sin embargo, pudieron escucharse sin que nadie se horrorizara. Pero lo que hizo de la velada algo que será difícil olvidar fue la presencia de la pequeña, bella y enorme pianista Karin Lechner en la parte solista del Concierto Nº 1, de Felix Mendelssohn, que vivió entre 1809 y 1847 la más feliz de las existencias de todos los compositores que han sido. De los que serán, nadie puede saberlo. Ya en la etimología de su nombre viene marcado su destino. La modalidad latina de “Felix” es “hombre feliz”. Lo tuvo todo: un abuelo que se convirtió en un gran filósofo de Alemania, Moises Mendelssohn, una familia rica, padres comprensivos que apoyaron su vocación, genio temprano, éxito, el amor de la mujer que amó, una madre culta, formada en la literatura clásica, que leía las grandes tragedias griegas en su idioma original, que era una dotada pianista y un padre, Abraham Mendel-ssohn, dispuesto a ser el mecenas de la familia no el artista, fundó un banco en Hamburgo y feliz sostuvo económicamente a los genios de su familia, una hermana también talentosa a la que amó y que fue su espejo y su guía. Ella se llamaba Fanny. El único contratiempo –era inevitable en esa Alemania en que el antisemitismo siempre estaba más que latente– lo tuvo cierta vez en que se hallaba en un coro cantando La Pasión según San Mateo, esa cumbre de Bach, y uno de sus compañeros, dijo: “El chico judío eleva su voz a Cristo”. Felix volvió llorando a su casa y papá Abraham se convirtió al cristianismo y agregó al apellido Mendelssohn el apellido Bartholdy.

Todos estaban seguros de estar frente a otro Mozart. Hasta Goethe, que también pensaba algo así, llegó a ser su gran amigo. Una extraña amistad que testimonia la condición prodigiosa de Felix. El autor de Fausto y de Werther tenía 72 años, Felix apenas 12. A los 17 años compuso su obra más famosa, la obertura de El sueño de una noche de verano. Veinte años después completó la obra. Nadie encuentra cambio alguno. Ni una sombra, ni la brizna de un dolor, ni el atisbo de algún sufrimiento. La condena cae sobre Mendel-ssohn: ha sido tan feliz, tanto le sonrió la vida que no pudo llegar a las profundidades de la música de Chopin, de Schumann, de Wagner, de Brahms. Es un tema arduo, no fácil. Es cierto que la música de Mendelssohn no es trágica. Que expresa más la alegría que el dolor o la desdicha. Pero, ¿es superficial por eso? ¿Es superficial una alegría tan hondamente expresada? ¿No es el sufrimiento el camino para llegar a la alegría? ¿Mendelssohn se ahorró la etapa del sufrimiento? Llegó a conocer nada menos que a Hegel. Que le habría dicho: “Joven, todo comienzo debe negarse, debe sufrir su ruptura para llegar a la plenitud. Nunca la plenitud se da en el inicio, que es abstracto. Sino que debe atravesar la seriedad, el dolor, la paciencia y el dolor de lo negativo”. (Esta última, bellísima frase es del Prólogo a la Fenomenología del Espíritu.) El dolor le llegó al final. No pudo tolerar la muerte de su hermana y murió pocos meses más tarde. Pero aún en esto se lo encuentra afortunado. Decidió irse de este mundo (a los 38 años) apenas vislumbró el primero de sus horrores.

Seguramente el Concierto Nº 1 expresa como pocas obras al Mendelssohn de la alegría. Bien, gracias por eso. Es un concierto alegre y hermoso. Formidablemente compuesto. Brilla el genio de su autor. Como brilló, deslumbrando a todo el Teatro Colón, el genio de la intérprete que lo entregó de la mejor, de la más elevada y perfecta manera posible. Karin Lechner ha vivido en la música. Toca el piano desde niña. Es fruto de la segura, inspirada enseñanza de Lyl Tiempo, de las miradas atentas y severas, pero llenas de sabiduría, de Martha Argerich y Nelson Freire, de todo el ambiente cultural que la rodeó desde niña. Es la hermana de Sergio Tiempo, con el que ha formado un dúo que puede brindar, por ejemplo, una versión de La Valse que eriza la piel. O de Adiós Nonino. O de La muerte del ángel. Pero Karin se diferencia en algo de todos. (Y escribo esto con gran placer.) Argerich vio en Horowitz a un gran maestro al que frecuentemente superó. Horowitz nunca tocó los dos conciertos de Brahms. Argerich tampoco. Horowitz nunca tocó el Concierto en fa mayor, de Gershwin. Y era, sin embargo, muy amigo de Oscar Levant. En su época le habrá parecido música menor. Prefirió perpetrar esos mamarrachos que hizo con la música de Bizet, de Liszt (la Rapsodia Nº 2) o su imperdonable versión-fantasía del Vals Mefisto. Argerich jamás tocó una nota de Gershwin. Sergio Tiempo nos debe los dos de Brahms. Karin no. Es más: había propuesto para abrir la temporada de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires el Concierto en fa mayor, de Gershwin. Le pidieron el de Mendelssohn. Nada que decir. Lechner tocó en Islandia por primera vez esa poderosa pieza de Gershwin que ya data de 1925. Ofreció una interpretación excelente. El problema, serio, del concierto de Gershwin es que el pianista tiene que reunir, de un modo virtuoso, la técnica clásica y la técnica del swing. No muchos se atreven a eso. Lo ha grabado, no hace mucho, la bella y algo gélida Hélène Grimaud y lo transformó en un concierto de Chopin, algo que hacen muchos. No lo hace Karin, que no olvida el jazz. Y además Lechner toca los dos gigantescos conciertos de Brahms. Y ahora el de Mendelssohn. Nadie en su familia lo hace. Tal vez su hermosa y dotada hija Natasha siga sus pasos. Karin añade algo más que le pertenece, que es propio de ella: se ha transformado en directora de orquesta. Es fantástico verla, chiquita como es, dirigir toda una orquesta sinfónica. Hay, en esto, un aspecto muy cálido. Karin dirige y su hija Natasha toca el piano. Así, se le han atrevido al Nº 1, de Beethoven y al Nº 1, de Liszt.

Acaso haya que reconocer que el resurgimiento del Concierto de Mendelssohn le debe algo a la pianista china Yuja Wang, que está muy segura de tener piernas largas, algo que la lleva a lucirlas y a distraer al público. La señorita Wang goza actualmente de mucho éxito. Pertenece a la “generación Yamaha”. Es decir, al asalto asiático sobre el piano occidental. Nada contra eso. Hay algunos formidables. (La coreana Yeol Eum Son es la mejor.) Yuja acaba de grabar con Dudamel los dos conciertos con las dos más difíciles cadenzas de la historia del piano: el Nº 2 de Prokofiev y el Nº 3 de Rachmaninoff. Pero su versión del Mendelssohn es inferior a la de Karin. Yuja siempre corre. Es de esos pianistas que si no corren creen que no tocan. Es clara, nunca fallará una nota, pero terminará tocando en la Antártida. Karin llenó de calidez la sala del Colón.

¡Qué alegría fue escuchar a Karin Lechner trasmitir con tan cálida perfección la alegría del concierto de Mendel-ssohn! Sí, es alegre, ¿y qué hay de malo en eso? ¿No es maravilloso el Concierto para dos pianos de Poulenc? ¿No expresa la alegría de vivir? Cuando se escucha el segundo movimiento, ¿no dan ganas de enamorarse? El jueves hubo muchos súbitos, inesperados enamoramientos en el Colón. Lechner y Mendelssohn se enamoraron ante nuestra vista. Nos arrojaron los sonidos de ese amor que surgía de los dedos seguros de esa pianista concentrada pero también espectacular. ¡Qué modo de echar los brazos hacia atrás cuando terminaba algún pasaje de bravura! En uno de esos gestos desplazó el taburete. Una diva, realmente. El público se enamoró de Karin. ¡Cómo la ovacionaron! Tuvo que repetir el tercer movimiento. Y todos se enamoraron de Mendelssohn. De ese concierto que la mayoría desconocía y ahora escuchaba entre el asombro y la alegría, ese sentimiento que parece haber acompañado los días del compositor que ahora nos lo entregaba.

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