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El puño y la mano

 Por Juan Sasturain

Cuando el director debutante John Huston hizo su adaptación de El halcón maltés en 1941 –era la tercera vez que la Warner usaba la novela en una década– no vaciló en sacar de su versión para la pantalla, como habían hecho los anteriores guionistas, el relato que en una pausa de la acción del capítulo noveno, mientras esperan a Joel Cairo o a la policía, le cuenta el duro Sam Spade a la todavía insospechable Brigid. En apariencia se trata sólo de una historia ocasional, intercalada para entretener a su cliente en un tiempo muerto. Por eso –por no tener que ver, mecánicamente, con el desarrollo de la acción– su presencia siempre pareció superflua, innecesaria en la pantalla. Las trasposiciones tienen que afrontar esas decisiones podadoras. Son criterios, claro.

Se trata –por supuesto– de la (luego) famosa historia de Mr. Flitcraft, el exitoso corredor de bienes raíces de Tacoma que, sin mediar razón aparente, sale un mediodía de su oficina y se esfuma, se le pierde el rastro, no vuelve a saberse nunca más nada de él. Spade cuenta la historia como un caso real que le sucedió a él mismo hacia principios de los años veinte, cuando trabajaba para una agencia de detectives en Seattle. Explica que la mujer de Flitcraft acudió a los investigadores más perpleja que angustiada –no había mensajes explicativos, no había infidelidad posible, no había problemas económicos– y que los sabuesos lo buscaron infructuosamente durante largo tiempo, hasta cerrar el caso. El hombre no había dejado huellas: se había desvanecido en el aire –dice literalmente Spade– “como desaparece un puño cuando se abre la mano”. Y la historia sigue, y concluye recién dos o tres años después, en Spokane, con el hombre instalado y sorprendido no muy lejos de donde había partido.

No vamos a contar acá toda la historia de Flitcraft, una ambigua alegoría que nadie merece conocer por otra versión que no sea el notable texto original de Dashiell Hammett. Vayan ahí, si pueden o quieren. Habiendo visto la película o no. Lo que sí, yo no dejo de imaginarme lo que pudo haber sido, en blanco y negro, la voz grave y la mirada fija de Bogart frente a una Mary Astor más perpleja que atenta ante el relato intempestivo. Y sobre todo ese gesto simple, cotidiano, convertido en mágico para ilustrar la imagen memorable: “como desaparece el puño cuando se abre la mano”. Qué bárbaro, Hammett.


Y quiero quedarme ahí. No tengo ni tendré nunca la erudición suficiente como para rastrear el origen o las ocurrencias anteriores de esta comparación tan gráfica como saludablemente perturbadora. No sé si las tiene. Pero hay una cierta resonancia china, u oriental al menos, en la forma. Tiene algo de pase de magia, de paradoja zen. Uno se acuerda del hipotético “aplauso de una sola mano” que citó Salinger como ejemplo de lo incognoscible, y no puede dejar de asociar aquella mano potencialmente sonora con ésta, natural disolvente del puño.

Porque en el principio está la mano, y abrirla es volver a recuperarla, desplegar cada vez sus posibilidades, tensas y cerradas sobre sí mismas en el gesto del puño. Son cuestiones de energía, digamos. Porque el puño no sirve como mano: es un uso de la mano que limita sus atributos potenciales. Por eso cabe notar que –aunque a primera vista lo parezca– la ecuación/comparación no es reversible: decir “como desaparece la mano cuando se cierra el puño” tendría otras resonancias metafóricas, un gestuario de connotaciones éticas incluso. Estaríamos describiendo actitudes contrapuestas de fácil reconocimiento universal. Lo agresivo y lo solidario, etcétera.

Y no es el caso de la desaparición de Flitcraft, de la parábola de Hammett: al leer su historia, al concluirla y redondear el gesto –cuando reaparece de la nada “como aparece un puño al cerrarse la mano” podríamos decir– uno siente que de lo que se está hablando es de algo anterior y más amplio o elemental: de la energía, Tao, vida o como se llame o quiera llamarse al azaroso e incontrolable fluir que navegamos y a la vez nos atraviesa. La mano abierta irradia la energía interior, recupera la sensibilidad táctil diferenciada, reparte y recibe a la vez. El puño cerrado es un gesto defensivo, de cerrazón ante lo nuevo, de recorte e impertinencia ante las inmensas/insoportables posibilidades de la vida: es el primer gesto del bebé ante el cambio de medio al nacer, es la metáfora más genuina de la soberbia pretensión de dominio del sentido: manejar la vida, controlar el azar.

Pocas veces en la literatura contemporánea una simple comparación utilizada para ilustrar el significado de una acción –“me fui como quien se desangra”, arriesgó Güiraldes, por ejemplo– ha estado tan cargada de resonancias como en el caso de este puño que desaparece metafísicamente al abrirse la mano.

Que seamos capaces de acceder pero no podamos mantener semejante estado de alerta, de lucidez ante el devenir azaroso en el que fluimos, y que siempre tendamos –contra toda evidencia– a cristalizar sentidos y certezas en los que hipotecar libertad y fijar los afectos, cerrar el puño para golpear o aferrar, es algo que Sam Spade ha descubierto hace tiempo ya –con Flitcraft y sin él–, y eso no lo hace feliz, ni superior a Brigid o a Cairo, pero sí más amargamente sabio. Cínico, dicen algunos.

Que Dashiell Hammett haya intercalado como al descuido este relato y esta metáfora ejemplar en medio de una simple novela policial –como quien deja caer el Eclesiastés o el Sermón de la montaña y mira para otro lado– es una evidencia de su grandeza. Y eso aunque jamás hayamos podido ver a Bogart, en blanco y negro, abriendo el puño ante la mirada de una Mary Astor que nunca supo muy bien qué estaba haciendo ahí. Como nos pasa a todos, bah.

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