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El anagrama de Bioy

 Por Juan Sasturain

Este año, se sabe y se siente, le ha tocado a Cortázar. El azar de los aniversarios pesa e impone, ya que se cumplen treinta de su muerte y un siglo del nacimiento. Sin embargo, el foco puesto en el autor de Rayuela no debería dejar en sombras una circunstancia de almanaque no menos memorable: el centenario de Adolfo Bioy Casares, que era también de 1914. Del 15 de septiembre, más precisamente. Ya hemos hablado hace diez años de esto, y no es cuestión de repetir afinidades y coincidencias entre ambos. Ahí están: en los cuentos fantásticos, en el humor y la ironía, en el oído fino para lo porteño sin jerga, hasta en el milagro del mismo argumento que escribieron sin copiarse. Famoso caso.

Pero, fatalmente, la principal referencia para situar a Bioy es el inevitable Borges. Es bien sabido que –tras media docena (sic) de libros precoces y desechables–, Bioy publicó la impecable La invención de Morel a los 26 años y que Borges, en su doble y curiosísimo rol de homenajeado en la dedicatoria y patrocinador en el prólogo –no debe haber un ejemplo similar en la literatura universal–, al leerlo lo dejó pegado. No le fue mal al joven autor que cumplía el ideal de la ficción como “imaginación razonada” en semejante gloriosa compañía. Pero tuvo su costo. Bioy hizo negocio y fértil amistad cuando trabajaron juntos antologando o firmando Bustos Domecq; perdió –tiempo de fama y ángulo propio de lectura– cuando le pusieron la chapa de socio minoritario de una fantástica sociedad. Nada o muy poco hay de eso, en realidad. Y ya ha quedado dicho antes.

Tras zafar del equívoco, la obra de Bioy fue decantando con los años un espacio propio. Y en ese proceso hay un texto clave. Por eso, si es por celebrar con números redondos, este año la fecha más fuerte a evocar –si cabe– para la historia de la literatura argentina deberían ser los sesenta años de El sueño de los héroes, la tercera y la mejor novela de Bioy, publicada por Losada en 1954. Ya lo hemos dicho: una obra maestra.

Si La invención de Morel es el punto de arranque, El sueño de los héroes, publicada a los cuarenta años pero contemporánea en su gestación con los rigores de Plan de evasión o los cuentos de La trama celeste, es el auténtico punto de inflexión, de salida del tutelaje tácito. Por primera vez los temas básicos, los que han permitido agrupar los cuentos de Bioy sin excesiva violencia en historias fantásticas y “de amor”, se funden indisolublemente. Y hay más. Porque si bien La invención de Morel y En memoria de Paulina, por ejemplo, son de últimas relatos que cuentan fantásticas empresas destinadas a conjurar penas de amor, en El sueño de los héroes la tarea que se propone Emilio Gauna –reconstruir en los carnavales de 1930 sucesos que supone maravillosos pero olvidados de tres años antes– va más allá: la investigación de ese “adverso milagro”, el intento finalmente trágico de creer recordar un hecho y poblar de sentido una noche que en realidad aún no ha sucedido está entramado y es inseparable de la historia de amor con Clara. Más aún: es el nudo mismo de esa historia.

Pero además, en El sueño de los héroes hay un dibujo moroso de los personajes, un registro de sus sentimientos con las sutilezas psicológicas propias de un lector atento y reiterado de Benjamin Constant y una evocación del contexto de los años veinte totalmente originales, nada arquetípicos ni estereotipados: Bioy anda por la calle (aunque sea de oídas), no se asoma desde la ventana de la biblioteca. Y para la oreja (acaso en diferido), apela a una coloquialidad de oído finísimo que no se priva de la ironía y la joda más desaforada en los diálogos, mientras carga las tintas del color local con mucho paseo porteño puntualmente detallado –Guía Peuser emotiva– que remite, por ejemplo, al Cancela de Una semana de holgorio.

Todos estos rasgos de la novela la alejan del esquematismo de anteriores construcciones narrativas apoyadas sobre todo en el rigor de la trama. En palabras de Bioy: “La parte fantástica de El sueño de los héroes me impulsó menos a escribir que, digamos, la vida en Buenos aires, la amistad, la lealtad... Todas esas cosas me entusiasmaron más que lo asombroso del argumento”. Es decir, que la historia le debe menos a la idea de ejemplificar en una trama las teorías expuestas en Un experimento con el tiempo que a las ganas de contar una historia de personajes tontos, inexpertos, perversos o nobles –siempre inolvidables– en un contexto nostálgicamente familiar: “Muchas circunstancias que hay en la novela son recuerdos de relatos que se contaban en ese restaurante donde se reunían los choferes de taxi, en la calle Montevideo, al que me llevaba Joaquín, el portero de mi casa. Allí se contaban historias en las que trasnochadores de vida rumbosa, después de una noche de farra en algún cabaret, salían en un taxi abierto a dar grandes paseos... Creo que haber escuchado esas historias es lo que me llevó a escribir la novela”. Tal cual, eso es.

Al construirla como lo hizo, Bioy utilizó para el enigma central del relato las especulaciones de Dunne que también motivaron a Borges –el sueño como zona de equívoca posibilidad premonitoria– y, para el desarrollo de la peripecia, un modelo clásico. Las dos salidas de Emilio Gauna y sus amigos a perderse conscientemente en el descontrol de un fin de semana de Carnaval evocan sin énfasis una devaluada epopeya de Jasón y sus reclutados paladines. Precisamente con ellos sueña el protagonista la noche que (cree que) le es revelado el sentido de su busca a ciegas. Ese es el literal “sueño de los héroes”.

Numerosas alusiones –el bar Los Argonautas donde alguna vez se reúnen, el caballo Calcedonia con el que tiene su segundo batacazo– remiten, pero sólo hasta ahí, a la expedición tras el vellocino de oro y la historia trágica de Medea y compañía. Pero no hay seguimiento o traslado puntual, a la manera de otros ejercicios de la época en que incurrieron Marechal y Cortázar, en Antígona Vélez y tramos del Adán, en la paradoja de Los reyes. A Bioy le interesa sobre todo el tironeo del protagonista entre los dos modelos de vida, encarnados en las figuras del seductor y perverso doctor Valerga –guapo de barrio, versión degradada del mítico coraje criollo–, y el Brujo Taboada, su suegro, equívoco vocero de un saber que combina lo oscuro de sus medios con la claridad de sus fines y llega a formular –ya derrotado– antes de morir y dejarlo sin guarda: “Me gustaría explicarle que hay generosidad en la dicha y egoísmo en la aventura”. Pero con eso no bastará.

En la larga segunda secuencia, cargada de horror y de ironía, un desangelado Gauna comprobará al mismo tiempo tres cosas: la perversidad de Valerga (anagrama –oscuro y transparente a la vez– del freudiano “la verga”); la estupidez de los pretextos que justifican el mentado coraje (la discusión sobre los atributos superiores de los uruguayos es grotesca e inolvidable), pero también su propia incapacidad para superar la seducción de la prueba. Como un Juan Dahlman –el protagonista de El Sur, de Borges– consciente y deslumbrado, el muchacho terminará cuchillo en mano enfrentado sin miedo a una muerte estúpida y canallesca, sólo por rendir culto a un equívoco coraje: no hay dicha posible –siente, reflexiona– si se sospecha la propia cobardía. La moraleja es doble y perturbadora, para el protagonista y para el autor.

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