CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Sobre lo desusado

 Por Juan Sasturain

En estas próximas semanas, como una de las tantas formas de recordar la vida y obra de Cortázar, se inaugurará en el Palais de Glace una muestra de trabajos en la que distintos dibujantes y algún singular diseñador colgarán el resultado gráfico de sus respectivas lecturas de algunos cuentos del centenario Julio. El nombre elegido para la heterogénea exposición –discutible, como todo rótulo con pretensión bautismal– será Rompecortázar, relatos para armar, una manera acaso no demasiado original pero sin duda contundente de aludir –con la conjunción de significantes– a cierta cualidad de los textos y de cierta actitud de su mismísimo autor con relación a ellos.

Pero no se trata de un simple rompecabezas temático, que no estaría mal, supongo. Es otra cosa. Un rompecabezas –tal como lo conocemos desde pibes– es literal y conceptualmente un de- safío/amenaza intelectual (le apunta a la cabeza) de reconstrucción: hay que (volver a) armar una totalidad preconcebida y completa que ha sido fragmentada intencionalmente para dificultar su reconocimiento como totalidad. La solución consiste en restaurar (reencontrar, confirmar) el orden anterior, enmascarado en la dispersión. Armar un rompecabezas es encontrar el camino a casa. Confirmar que sabemos reconocer cómo son las cosas.

Un rompecortázar –tal como se lo propone en la muestra, siguiendo a Julio– es literal y conceptualmente un desafío/propuesta creativa (le apunta a la imaginación) de reinvención: hay que armar de otra manera una totalidad preconcebida y completa que ha sido desarmada intencionalmente para poder buscar una nueva organización del sentido, una armonía/estructura diferente. La solución no existe de antemano, no hay nada que restaurar, sino mucho por encontrar (todo podría/debería ser distinto), un nuevo orden hasta ahora enmascarado por la costumbre. La propuesta es mudarse. Confirmar que sabemos que todo podría ser otra cosa.

Porque Cortázar no rompía (la literatura, el mundo, la vida personal) por romper, por joder nomás o hacerse el raro. Rompía como rompen los pibes: para saber cómo funciona lo que se usa. Desarmaba y armaba de nuevo a su manera, una forma desusada. O mucho mejor dicho: Cortázar desarmaba y dejaba ahí, para que armara el que llegaba sin saber qué iba a buscar, ese lector/compañero/cómplice/competidor activo y manoteador que le sacaba las piezas de la mano, le ganaba de mano mientras Julio le hacía pie para que se asomara al otro lado (las metáforas son de él, claro).

Cuando la literatura no pisa si no hace pie, el lector crece, se sobra/se empina (sobre el libro empinada/la punta de su pie) y se entera de que puede espiar lo que no sabía, permitirse lo indebido hacia afuera y adentro de su esternón. Puede que entonces del reloj se le revele apenas el ventrílocuo de su tonto corazón, que el tiempo no sea ni camino andado ni rueda rodada sino el polvo que levantan, el pan rallado que producen al frotarse para hacer las milanesas que comeremos ayer. Puede entonces que el espacio se olvide su traje bien cortado de tres piezas y su sastre desastrado haga moñitos en el centímetro de hule, le mida a Midas la superficie del plato de dorada comida intangible: pi por radio al cuadrado de esa página en que los últimos (lectores) sean los primeros (personajes) en enterarse de que (el narrador) no está donde solía. Algo así.

Así, precisamente, en este Rompecortázar que se asomará a la consideración juzgadora y jugadora del soberano en pocas semanas más, una banda de lectores activos que además escriben y/o dibujan proponen desusados armados a partir de las piezas sueltas –relatos desatados– que Julio les dejó para que jugaran.

Hay numerosos escenarios conocidos y reconocibles para el paseante: una autopista saturada a las puertas de París que se vacía de pronto y de sentido, y una porteña casa vacía que se llena hasta lo intolerable; hospitales de pesadilla y noche bajo dos cielos, y fantasías de hospital con enfermera incorporada; una inocente pecera especular y reversible; un hombre sentado al pie de un árbol que lee y escribe apoyado en el tronco, haciendo historia sin saberlo aún; un viaje en colectivo con distintivo de tributo mortuorio compulsivo; una serie de cartas que cuentan lo incontable, lo que ni en París se podrá creer, los incontables conejitos tan famosos.

De “Reunión” y “Axolotl” a “La señorita Cora” y “Casa tomada”, estos relatos revistados/no ilustrados (nada menos ilustre que Cortázar) por Carlos Nine y Sampayo, El Tomi y Lautaro Ortiz, Enrique Breccia, Salvador Sanz, Minaverry y De Santis, Lucas Varela y Agrimbau, y un acotado y seleccionado etcétera, son de los que se leen no para dormir sino para despertarse. Unos, con suave y equívoco susurro; otros, con tirón de patas y empujón fuera de la cama.

Cuando jugaba y se jugaba al escribir, a Cortázar no le interesaba romper las formas sino en tanto fuera un modo de corroer las sustancias: la masa blanda, la baba tan temida, el no contradictorio diario ladrillo impenetrable (otra vez: todas las metáforas son suyas).

Lo mejor o al menos lo más recordado de su literatura consiste en una colección de ejemplos no ejemplares, un diseminado manual de instrucciones transgresoras/recetas anómalas/actitudes alertas contra la rutina, la costumbre, la mecanización de los sentidos, del lenguaje, de los sentimientos.

Por eso, de esta invitación jodona a lo desusado, de este Rompecortázar que se viene, sólo cabe esperar lo único que vale la pena: lo inesperado.

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Imagen: Corbis
 
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