CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Placeres de un dedo sucio

 Por Juan Sasturain

Voy a hablar de una afección bastante común, no de una enfermedad rara: me gustan los libros viejos. Propios y ajenos. Más claro aún: me gusta buscar, entre las ofertas de los libros usados –si son caros no tiene gracia la pesquisa– aquellos que alguna vez entreví, que recuerdo haber visto –o tenido incluso–, que pude suponer que existían. O ni siquiera. Libros que quisiera tener o que acaso no sabía hasta ese momento que quería. Es decir: es bueno encontrar algo que uno busca y casi mejor aún encontrar algo inesperado. Son aspectos diferentes de un mismo placer. Nunca busqué pero encontré hace más de treinta años la primera edición de En los tiempos de Clemente Colling, de Felisberto Hernández, con la listita en papel celeste de todos los que habían aportado para la edición; nunca busqué pero encontré Conrad y su círculo, escrito por la resentida mujer del gran narrador polaco, en edición de Nova, firmado por un joven Cortázar que por entonces, a fines de los cuarenta, traducía en la editorial...

Revolver/buscar en las librerías de viejo es un deporte barato y sin contraindicaciones. Puede/suele convertirse en una compulsión, un vicio incluso. Y en ese sentido, confieso haber pasado muchos (demasiados) días, meses e incluso, si los sumara, años enteros –a partir de los dieciocho, cuando llegué a Buenos Aires, hasta la semana pasada en el Zócalo mexicano– en el oscuro y desaseado menester de pasear el índice por el canto superior habitualmente cubierto de polvo de infinidad de libros enfilados, con el cuello torcido de leer libros de canto, o arrodillado al pie de estanterías que estiban en su base probables tesoros aún no clasificados.

Esta última semana, por ejemplo, antes de quedar anclado en cama hasta que me suelten, tuve mis módicos hallazgos: me traje casi casi regalado de la Feria de Montevideo un viejo libro de ensayos de Juan García Ponce sobre Robert Musil que publicó Arca en los sesenta y la edición de Eudeba de La guerra al malón, del Comandante Prado, ilustrado por Alonso. Y en la de México encontré baratísima una autobiografía de Anthony Burgess –el de La naranja mecánica– nueva y saldada, y unos impecables cuentos negros de Ambrose Bierce que le regalé a mi hijo. Porque una de las cosas más lindas que tiene encontrar libros viejo o nuevos en saldo es que incluso podés comprarte alguno que ya tenías, para regalar: no es necesario que les explique a otros afectados la “lástima” que da encontrar una rareza que uno ya tiene... Y lo difícil que es resistirse. Digo: no voy a enmascarar de virtud esta enfermedad, ni describir la cuasi obsesión compulsiva como si fuera un simple resultado del saludable gusto por la lectura. Es obvio que tengo más libros que los que voy a leer jamás, aunque sé que estarán ahí cuando vaya a buscarlos...

Pero hoy voy a hablar de otro caso, ejemplar. De uno de esos libros que uno busca durante años. Son libros poco comunes pero no necesariamente valiosos ni demasiado viejos; tampoco son raras o exquisitas piezas de bibliófilo, esas cosas de coleccionista, que es otro tipo de enfermo que uno. Son libros simplemente esquivos por lejanos, de ediciones escasas o remotas; libros conocidos por referencias, citas, bibliografías y versiones parciales pero que uno nunca tuvo en mano, jamás ha visto. Hasta que un día nos toca. Y ese momento es de no creer.

Los camaradas merodeadores de librerías de viejo y mesas de usados saben o sienten de qué hablo. Los respetables y envidiables compradores de novedades o frecuentadores de góndolas iluminadas con precios de lista, que desconocen los placeres vertiginosos del índice corriendo como una hormiguita veloz sobre el canto superior de los gastados volúmenes enfilados como galletitas criollitas, no pueden llegar a compartir plenamente lo que se siente. Estos hallazgos, digo, tienen casi el mismo vértigo de un genuino levante callejero.

Voy a dar un ejemplo viejo, que alguna vez conté, porque hoy volví a cruzarme con el libro en el estante de poesía francesa, lo abrí, leí y rememoré las emociones de entonces, las perturbadoras sensaciones. Fue algo que me pasó hace poco menos de veinte años en una librería de La Pampa cerquita de Cabildo que frecuentaba sobre todo en los noventa. Una maravilla.

Se trata del único ejemplar que he visto –lo tengo en mano– de De parte de las cosas (Le parti pris des choses), de Francis Ponge, editado por Monte Avila de Venezuela, en 1971. El día que lo encontré estaba ahí, solito, envejecido y virgen, con el lomo inexplicablemente sin forzar: alguien lo había tenido y no lo había leído nunca en más de treinta años. Cuando lo bajé del estante y le metí mano, sentí que era el que por primera vez separaba las hojas, hacía la luz ahí, en el espejo de las hojas enfrentadas –a la izquierda el texto en francés, a la derecha la traducción– y al leerlo era como quien deja huellas en una duna solitaria.

Porque los viejos libros –sentí/escribí entonces– que están paradójicamente nuevos son como esas tumbas egipcias a las que se irrumpe, después de siglos, para inaugurarles un sol con rayos emitidos siglos después de que se cerró la puerta: inaugurar colores viejos, respirar ese vetusto aire atrapado. Una vez encontré una edición de Bestiario, la primera, del ’51, en la colección chiquita de Sudamericana, que venía incluso con los pliegues cerrados al estilo de entonces, y los abrí con un cuchillo. Sentí que era la misma sensación que habrá tenido el Julio cuando le dieron los primeros ejemplares, los llevó a la casa, los tentó con dedos flacos. Qué bárbaro.

Tal vez no sea casual –pero seguro que fue inconsciente– que para volver a hablar de De parte de las cosas y del viejo Ponge haya necesitado dar toda esta vuelta alrededor del libro, del objeto libro como materialidad que nos convoca, cosa puesta ahí, a descubrir. Porque toda la poesía, el maravilloso esfuerzo de Ponge, no es más ni menos que el intento de describir objetiva, extremada, esencialmente la presencia absoluta de las cosas como experiencia extraordinaria, única –“ese perro, ahí”, dice Girondo– de contacto y captación plena. Algo que es, como dijo famosamente Sartre, “Amor: sin deseo ni fervor ni pasión. Aprobación total, respeto total”.

Y el título del libro original de 1942, verdadero manifiesto, lo dice inmejorablemente: Le parti pris des choses –tomar “el partido” de las cosas– recoge por lo menos tres sentidos: tomar su partido es ponerse de parte de ellas; también hablar desde su punto de vista –y no del sujeto– y, finalmente –contra el idealismo y la representación–, resignarse a ellas, a su materialidad infranqueable.

Los placeres de la puerta, titula Ponge, y escribe: “Los reyes no tocan las puertas. Ellos no conocen esta dicha: empujar ante sí con suavidad o rudeza, uno de esos grandes paneles familiares, volverse hacia él para colocarlo de nuevo en su lugar –tener entre sus brazos una puerta”.

“Francis Ponge (1899-1988) –recuerdo haber escrito entonces– es uno de los grandes poetas franceses del siglo XX. Además de este libro fundante, que publicó Gallimard en años duros de ocupación nazi, y tradujo entero y ejemplarmente por primera vez al castellano en 1971 el venezolano Alfredo Silva Estrada –hubo reedición en el ’96–, es poco lo que se ha vertido a nuestra lengua, si no se cuentan poemas sueltos. Es horrible la versión de Diego Martínez Torrón de Piezas, publicada por la española Visor en 1985; es muy buena e inteligente la copiosa Métodos, que encaró con sensibilidad y cuidado Silvio Mattoni para Adriana Hidalgo en el 2000, y es sobre todo rara y apasionada la Antología que hizo el chileno Waldo Rojas en 1991 para la editora Lar, de Concepción. Siempre será poca cosa con Ponge.”

Cuando escribí estas sensaciones y formulé estos juicios fervorosos y acaso apresurados hace unos diez años, no faltó quien los recogiera y –con cuidado y buena pluma de traductor avezado– y me actualizara las referencias. Muchas gracias. Me doy cuenta ahora de que hablar de Ponge y de su devoción por la inmutable elocuencia de los objetos es un modo indirecto de volver a hacer el elogio –casi el gesto de reparación– del libro como objeto en sí, como materialidad inagotable cargada de sentidos. El libro usado, digo, el único que merece el nombre de tal, el tema único de esta improvisada declaración de amor.

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