CONTRATAPA

Quinientos metros de melancolía

 Por Juan Forn

Tres veces anunciaron los críticos la muerte de Gerard de Nerval cuando él estaba vivo y ninguna de las tres aceptaron desdecirse: no les parecía prueba suficiente que el susodicho se los pidiera en persona, porque todo París sabía que Nerval se había paseado por los jardines de Port Royal con una langosta de mar tirada de una cinta de terciopelo azul. La anécdota la había contado su amigo Teophile Gautier y la habían recogido los diarios, con la supuesta explicación de Nerval (“¿Es menos ridículo pasearse con un perro? Las langostas son serias, conocen los secretos del océano y no molestan con ladridos ni meadas”). En realidad, el pobre Nerval había rescatado una langosta del agua hirviente en el mercado de Les Halles y la tenía en un estanque en su altillo; sólo la sacaba por unos instantes (con aquella cinta azul, para que no se le escabullera bajo los muebles) cuando le cambiaba el agua.

Pero eran los primeros tiempos posnapoleónicos y en París estaban prohibidos los folletines: el argumento era que los diarios sólo debían decir la verdad, así que se daba por cierto todo lo que apareciera en letra impresa. Los que se cruzaban a Nerval por la calle tomaban tan al pie de la letra la noticia de su muerte (en realidad, una devastadora necrológica sobre su generación usándolo de tragicómica apoteosis), que no lo saludaban. “Usted me ha convertido en la tumba viviente de aquel que antes tanto elogió. Sepa que nada hiere más que ser considerado un loco sublime”, le escribió Nerval a aquel crítico. Pero, en lugar de desdecirse públicamente, el crítico le consiguió fondos del gobierno para que encarara su ansiado viaje a Egipto y Esmirna y desapareciera por un tiempo de la capital (el truco que usó fue sencillo: Nerval era seudónimo literario, el crítico pidió los fondos para Gerard Labrunie, el nombre que figuraba en los documentos del difunto viviente).

Nerval aceptó irse por dos razones: para conocer por fin tierras no colonizadas por el monoteísmo burgués y para escribir un libro al respecto, con el cual demostraría su cordura a todo París. Un año estuvo de viaje y otros seis quemándose las pestañas en la Biblioteca Imperial, leyendo todo lo que había sobre religiones antiguas. Lo que buscaba en ellas era el sonido exacto de una antiquísima canción que le cantaba su madre, a quien casi no había conocido (el padre era médico del ejército de Napoleón, llevó con él a su esposa en la campaña a Rusia luego de dejar al bebé Gerard con los abuelos, la madre había muerto de fiebres en la catastrófica retirada, al cruzar un puente hecho enteramente de cadáveres). Esa canción, decía Nerval, lo llevaba quinientos atrás en el tiempo, lo volvía quinientos años más joven. En ella había un castillo de piedra rosa y en su ventana más alta asomaba una mujer rubia de ojos negros.

Nerval buscó esa mujer toda su vida. Creyó encontrarla en una corista llamada Jenny Colon, por la cual malgastó la herencia de sus abuelos en una revista de teatro fundada para cantar loas a su amada, aunque él nunca le declaró su amor, le pedía a Gautier que lo hiciera. Eran los tiempos en que ambos amigos alquilaban juntos un ático enorme, cubierto de alfombras y almohadones y con colchones contra las paredes “para evitar que el paroxismo comprometiera nuestras cabezas” durante las legendarias sesiones del Club del Hachís. Gautier dice que Nerval llevaba una vida de recogimiento, se ataba una vela a la frente para leer en la oscuridad, en una monumental cama renacentista con dosel (Balzac: “Era la cama más hermosa de París, pero en ella no se coronó romance alguno”), tan grande que cuando Nerval comenzó su vida nómada quedó abandonada en aquel ático, porque “nadie tenía una recámara tan grande como para albergarla”, según Alejandro Dumas.

Cuando Jenny murió dando a luz poco después, la policía pescó a Nerval desnudo y “tratando de alcanzar un estrella por la calle”. Lo taparon con un capote, pusieron su ropa a secar y lo llevaron a la clínica del doctor Esprit Blanche (no es chiste), en donde Nerval conoció al hijo del director, Emil, quien sería su médico y confidente el resto de su vida. Definieron su enfermedad como teomanía. “Eso no es una enfermedad, como bien sabemos”, le escribió Nerval a su padre, quien mostró la carta a Blanche padre. El diagnóstico fue psicosis periódica complicada con onirismo (en esa misma carta Nerval se preguntaba: “¿Por qué son siempre las cuatro de la mañana?” y citaba las palabras póstumas de su amigo Henri Murger: “La Bohemia es un estadio necesario de la vida del artista, previo a la Academia, al Hospital Público o a la Morgue”).

Nerval nunca luchó contra su enfermedad, nunca la consideró el enemigo. Además de su libro sobre Oriente, escribió Los iluminados (una serie de seis ensayos sobre ocultistas franceses) y, ya internado en la clínica, por fin libre de la obligación de ganarse la vida, dio rienda suelta a su prosa verdadera, que él llamaba “promenades” o viajes a su interior: mezcla fulgurante de cuentos cortos, ensayos, reflexiones íntimas y visiones poéticas de lo femenino. Reunió esos textos en Las hijas del fuego y el futuro campeón del realismo, Jules Champleury, lo despedazó: “Culparán de su muerte a la sociedad, al gobierno, dirán que era un bello espíritu, pero aquellos que derramen lágrimas de cocodrilo por él no tienen nada que decir en el presente. Están esperando los obituarios, sin saber que ya está muerto”.

Cuando lo dejaban salir de la clínica hacía viajes breves por los alrededores de París en círculos cada vez más pequeños. En uno de ellos tuvo una última explosión creativa de la que salieron los doce poemas de Las Quimeras. Le recitó uno a Alejandro Dumas en una visita que éste le hizo. Dumas lo anotó y lo publicó sin permiso y con alegre jolgorio en su revista (“Nuestro amigo se cree por momentos el Rey Solimán, el Sultán de Crimea, el Príncipe de Abisinia o el Barón de Esmirna, con tal alegría y entusiasmo que uno quiere volverse loco como él”). El poema era El Desdichado (“Soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado, el príncipe de Aquitania en su torre abatida, mi única estrella ha muerto y en mi laúd brilla el sol negro de la melancolía”).

En enero de 1855, La Revue de Deux Mondes publicó la primera parte de Aurelia, su obra maestra, y lo hizo fotografiar por Nadar (la única imagen que se conserva de Nerval). Tres días después lo encontraron ahorcado de una reja en una de las callejuelas más inmundas que daban al Sena, la de las Viejas Linternas. Desde el lugar donde nació hasta el lugar donde murió había menos de quinientos metros. Tenía el sombrero puesto pero estaba sin abrigo a pesar de la nieve. En su bolsillo llevaba las pruebas corregidas de la segunda parte de Aurelia, donde decía: “Hay burócratas que tratan de impedir que se extienda el campo de la poesía a la avenida pública y sólo aceptan mi palabra si yo reconozco que he estado enfermo. Esa admisión ha tenido para mí un costo enorme. Decir yo es dibujar los barrotes de la jaula. En cualquier caso, me siento feliz de las certezas que he adquirido y me disculpo por verme obligado a ser el protagonista de los hechos que me suceden”.

Su amigo Gautier escribió de él: “Irradiaba bondad y una atmósfera especial. A veces uno lo veía en una esquina, perdido en una especie de éxtasis, sus ojos estrellados de luces azules, su magnífico pelo, ya un poco delgado, creando una especie de humo dorado alrededor de su cabeza de porcelana, la taza más perfecta que ha contenido un cerebro humano. Cuando lo veíamos así, nos colocábamos en silencio en su línea de visión para darle tiempo de ascender de las profundidades de su sueño”.

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