CONTRATAPA

Basura

 Por Guillermo Saccomanno

Faltan unas horas para que termine la noche. Vicente, después de afeitarse, matea. Y contempla a Liliana y la prole. Duermen. Marce de veintitrés, Kevin de diecisiete y Cinti de siete, la que no se esperaba. Después del último mate, deja el departamento improvisado en la terraza del edificio: tres ambientes, baño y cocina con techo de chapa. Mira la hora. Las seis. Cruza la lluvia. Baja piso por piso juntando las bolsas de residuos que lo esperan en los recodos de la escalera y las va amontonando en el ascensor. No siempre son bolsas, a veces se trata de sobres, cajas, envoltorios, envases. Los residuos no deberían llamarse residuos sino basura. Y si lo que junta es basura entonces ni portero ni encargado, y mucho menos recolector, debería llamarse basurero. Después de todo, qué tiene de humillante ser basurero. Y si cada bolsa contuviera el alma de los ocupantes del edificio, entonces qué. Vicente sería un basurero de almas. Ninguna vergüenza ser basurero. Vergüenza es robar, como el del quinto a, Barry, el de la casa de cambios. Mejor basurero que no drogón como el rockero del séptimo ce. Además, a pesar de este trabajo, el único que consiguió gracias a la recomendación de un padrino de la fuerza cuando lo separaron por fajar a una compañera torta que cometeaba a una bolita diler, que, además, se curtía y hacía laburar para ella, Vicente siente un cierto orgullo, no demasiado porque se parece a la comodidad, pero orgullo al fin porque, a su manera, en esa época volvió a Misiones y la encontró a Liliana, que resultó una buena compañera y mejor madre y pudo armar una familia, que no será un modelo pero es bastante en estos tiempos. Marce, el de veintitrés, dejó preñada una paraguaya de Lugano, Yanina, mayor que el pibe, y que ya venía con dos terneros al pie. Al menos Marce no es un irresponsable y agarró laburo en la cochera de la vuelta, changa que se consiguió él mismo después de tantear los alrededores porque el pibe les dará a la birra y el porro, pero le pegó la responsabilidad de ser padre. Un orgullo que saliera responsable como él. Vicente también está orgulloso de Kevin, que entrena kickboxing en un sótano de Constitución. Si sigue matándose con los ensayos, ya se lo dijo el veterano que quiere ser su manager, no va a tardar en clasificarse. Pero para clasificar tiene que enfriar la sangre. No puede ser tan calentón y engranarse por cualquier pavada, como la otra vez que casi revienta a trompadas a Oyahanarte, el tilingo del octavo be, el golfista que curte con promotoras, que lo tropezó a Kevin en la entrada y, pretendiendo llevárselo por delante, lo llamó cabeza. Kevin le mandó un derechazo al pecho y lo sentó de culo al otro. Y si no hubiera sido porque Vicente lo arrastró al pibe a disculparse con el tipo, pudo haber perdido el puesto y, si lo rajan, como piensa más de una vez, dónde va a ir a parar con Liliana, los chicos y, encima, ahora una nieta en pista. Le da pavor pensar en la 31. Su miedo más grande es terminar en la 31. Terror le da la 31. Piensa en Luli creciendo en la 31 y se quiere pegar un tiro. Capaz sería. Conserva una reglamentaria, aunque limada, de su tiempo en la Prefectura. Vicente lo piensa más de una vez. Lo piensa a esta hora, que no es noche pero tampoco día, mientras junta la basura y, en cada bolsa, cada caja, cada envase, puede leer cómo han sido las últimas horas de todos los que duermen en este edificio, aunque no todos duermen, porque la joda sigue en el sexto be, lo de Iris, la escenógrafa: al menos dos veces por semana hay joda en el sexto be, y por más que los vecinos se le quejen y eleven notas al consorcio, la mina, ni bola. Quien más lo jode es Pereda, el viejo cheto del décimo be, que se cebó contra los colombianos, los venezolanos y los dominicanos que alquilan en los pisos bajos. Está convencido de que todos los caribeños son narcos y las minas son gatos. Porque haya unas tres o cuatro culonas que se las rebusquen subiendo algún cliente en la madrugada, no va a ponerse en botón. Más de una vez, Roxana, la del segundo be lo invitó a tomarse un ron. Pero si Vicente agarra viaje, si lo pesca Liliana, se va todo al carajo. Liliana puede aguantarle que se escape al casino, pero andar picoteando, ni ahí. Vicente no quiere imaginar qué sería de su vida sin Liliana y sin los chicos. Agarraría la reglamentaria, fija. Pero antes lo quemaría a Pereda. Ganas no le faltan. Un día de estos, piensa Vicente. Un día, si Pereda lo sigue apretando, va a agarrar la reglamentaria. Y siempre que se le cruza esta idea, se da cuenta, es cuando junta la basura que piensa en la reglamentaria. La basura que hay en este edificio.

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