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Apología del pudor y vituperio de sinvergüenzas

 Por Juan Sasturain

La lectura de 62 maneras de apoyar la cabeza y otros textos del filoso Lichtenberg, y del original de El Cartoonero, una serie de brevísimas biografías de supuestos autores anómalos de la historieta universal, inventadas por el talentoso Esteban Podetti, motivan estas divagaciones. Que no son otra cosa que eso, ni pretenden nada más.

No voy a hablar de un libro aún no publicado ni de un clásico con más de dos siglos, pero lo que me sucedió fue que al leer textos tan buenos y a la vez tan alevosamente menores en su aparente pretensión, encontré en ellos –por contraposición a tantos otros– una cierta condición ejemplar.

No es necesario redundar a favor de esa inesperada sucesión de pequeños estallidos de lucidez que son los equívocos Aforismos que el jorobón jorobado acumuló en pudorosas libretas de letra chica para que se entretuvieran las polillas hasta que alguien las amoldara en libros. Pero en el caso de los esbozos sintéticos de Podetti –como en las Siluetas de Chitarroni dentro de la literatura– cabría señalar que son ejemplares en el sentido puntual de que sirven no sólo para aprender y divertirse sino –literalmente– como ejemplo y / o modelo. El autor no vacilará en negarlo y eso está bien, corresponde. Pero es así, sucede cada vez que un hombre / escritor sensible, discretamente, dicta cátedra. La secreta, tácita cátedra de una pudorosa inteligencia en acción.

Tratando de buscar símiles que me ayuden a describir la sensación, pienso que lo suyo en El Cartoonero respecto del mundo de la historieta es lo de Totó (está Monicelli detrás) enseñando a abrir cajas fuertes en una terraza entre la ropa tendida de Los desconocidos de siempre: un saber exquisito y sutil en un contexto alevosa / equívoca / mente berreta. Por ahí viene la cosa.

Un adjetivo cayó parado, se introdujo dos veces, colado por ahí: pudoroso. Estamos hablando de gente pudorosa. En la exhibicionista actualidad, el calificativo no suele aplicarse en sentido positivo porque el pudor tiene inequívoca mala prensa en los penosos medios que supimos conseguir: cuando y donde cualquier ganso / a sueña con que lo califiquen de transgresor, irreverente y desprejuiciado, al sustantivo pudor se acostumbra anteponerle casi naturalmente el adjetivo falso y presupone la inmediata atribución de hipocresía. No es el caso, claro está. El pudor de estos autores es genuino y admirable.

De salida cabe aclarar que el pudor no consiste sola y / o necesariamente en el gesto de taparse la poronga al salir de la ducha en un baño compartido ni en escribir pene y no poronga en una nota diaria. Las cuestiones del verdadero pudor no son cuestiones de límites de exhibición –norte o sur del cinturón– ni de escurridizo concepto de buen / mal gusto u oportunidad / desubicación en el uso de las palabras. Nadie más pudoroso que Don Quijote, que reputeaba como el mejor y daba volteretas mostrando las partes al revoleo nocturno del camisón. Porque Don Quijote era un hombre ético, el mejor. El de la Triste Figura era capaz de ruborizarse ante la belleza, por ejemplo: era un Caballero, tenía vergüenza.

Acaso por ahí también va la cosa: el pudoroso es (y no es) lo contrario del sinvergüenza. El sinvergüenza genuino (si es concebible la categoría), muestra lo que debería avergonzarlo; el pudoroso verdadero, no muestra lo que debería enorgullecerlo o –si lo muestra– es mesurado. Es decir: siente que lo que puede, cree, sabe y ama (lo que sería su motivo de orgullo) le queda grande.

La otra oposición es (y no es) con el presumido. Si el sinvergüenza es deleznable, el presumido es patético. El presumido cree (y a veces suele) tener virtudes y aptitudes de las que hace ostentación y ejercita sin medida, por lo que resulta pedante e insoportable, exitoso para la gilada. El pudoroso resulta modesto / molesto porque no hace ostentación de las virtudes habilidades y aptitudes que cree (y a menudo suele) tener, y las ejerce con prudencia y mesura. Algo que casi no se usa ya.

Más aún: si se reconoce al presumido por ir más allá de lo que puede sabe y debería; se caracterizaría tal vez al hombre pudoroso por limitarse a mostrar menos de lo que sabe o dejar que se manifieste sin exponerlo y exponerse. Exhibirse, quiero decir.

En esta dirección de razonamiento, al contrario de lo que el aparente buen sentido de la época aconseja desde sus tribunas de ideología individualista y basurera, el pudor bien entendido no es un enemigo / obstáculo a vencer sino una actitud a incorporar. Más aún: es la cualidad distintiva del artista.

Como diría el Negro Dolina –que ha reflexionado como siempre con justeza sobre el asunto– el Artista entendido como aspirante a hombre de bien suele tener la gentileza y / o la elegancia de tirarse aunque sea leve y orgullosamente, a menos. La hermosa metáfora de construir un chalecito con ladrillos de Nabucodonosor siempre me ha parecido ejemplar.

Por eso, un artista verdadero es pudoroso y suele distraerse en diseñar los complejos simulacros que lo enmascaran en su verdadera condición. Por suerte, para nosotros, a veces no puede evitar dejar tímidos textos memorables –con los precedentes de Borges, de Schwob, de Max Beerbohm– en que se despliegan sin énfasis hipotéticas biografías de anómalos cultores de la derrota o el desprestigio.

Menos por menos da más, se sabe.

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