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El cuervo que leyó a Esopo

 Por Juan Sasturain

Cuando éramos chicos, a mediados de los años cincuenta, aparecieron por primera vez en los kioscos argentinos las que llamábamos –pequeños y consecuentes lectores de historietas– las “revistas mejicanas”. Decenas de títulos diferentes, gran tamaño y tapas a color e interior con color aplicado no demasiado prolijamente fueron suficientes motivos de atractivo para competir y muchas veces desalojar en los gustos del piberío a las más precarias revistas criollas en blanco y negro. Fue –para ubicarnos– el momento inmediatamente anterior al lanzamiento de Hora Cero y Frontera, las grandes revistas argentinas de aventuras que revolucionaron el género a partir de 1957 y durante un lustro prodigioso. Después, convivieron.

“Las mejicanas” tenían en el ángulo superior izquierdo un triangulito de identificación editorial. En unas decía SEA (Sociedad Editora Americana) y eran versiones traducidas de todo tipo de comics yanquis; y en otras decía ER (Ediciones Recreativas), que nos interesaban menos porque eran historietas didácticas tipo Vidas Ilustres, Vidas Ejemplares y otros títulos igualmente bienintencionados, plomos y mal dibujados en general, de origen mexicano.

Coleccionábamos las revistas SEA –luego sabríamos que se trataba de publicaciones unificadas bajo el sello de la poderosa y mítica Editorial Novaro– y si bien todavía no se distribuían las de superhéroes que luego serían legión, podíamos disfrutar de algún buen cowboy como el Red Ryder de Fred Harman mientras digeríamos mal las edulcoradas e infantiles aventuras de Roy Rogers, Gene Autry y otros inventos de la pantalla. El Llanero Solitario (The Lone Ranger, en versión libre y colonizada) y Tarzán eran buenos por las tapas y flojos de dibujo interior. Estaban además las series para chicas, como Susy secretos del corazón y –en cierto modo– la excelente estudiantina de Archi, de Bob Montana. Y había muchos títulos más. Pero, sin duda, lo mejor eran las series de personajes humorísticos.

En ese rubro, por una lado, estaban nuestros preferidos del dibujo animado pasados adocenadamente al papel –Porky, Bugs Bunny (convertido en “El conejo de la suerte”), El Pájaro Loco, Tom y Jerry– y por otro (acá viene lo mejor) ciertos genuinos comics de autor, obritas maestras de las que hemos conservado el mejor y más perdurable recuerdo: la clásica Blondie de Chic Young, retitulada Lorenzo y Pepita, la maravillosa Pequeña Lulú que firmaba siempre Marge y realizaban otros, y –de eso se tratará esta vez– las desaforadas aventuras de La Zorra y el Cuervo, un enigma, hasta hace poco, al menos para mí.

La revista de 32 páginas, como todas las de SEA, que llevaba en su logo las caritas asomadas de ambos bichos como en la versión original norteamericana (The Fox and the Crow), incluía regularmente un par de historietas del dúo mutuamente predeterminado y, de complemento, otras trivialidades que estaban muy lejos del ingenio de la historieta principal. Había por ejemplo un nene mejicano típico de cuyo nombre no puedo acordarme, con un burrito tan típico como él que siempre, el burrito, sólo decía “Ji-Jau” –lo que se traducía cada vez al pie de diferente manera…– y algún otro relleno. Todo desechable. Lo único importante era cada nuevo episodio de la batalla dialéctica, infinita, entre los fabulosos contendientes de estas fábulas ejemplares.

Pero antes de explicar de qué trataba y por qué era tan hermosa la historieta La Zorra y el Cuervo, cabe hacer un breve recorrido para conocer su origen. En realidad, como en otros muchos casos, todo empezó con un dibujo animado de siete minutos que dirigió el recién llegado y talentoso Frank Tashlin –productor, director, guionista y animador– a los estudios de animación de la Columbia a principios del año cuarenta. Venía de la Disney lleno de nuevas ideas que no podía realizar allá y deseaba probar en su nuevo destino laboral. Uno de los primeros ejemplos de la inventiva sin techo del creativo Tashlin fue The Fox and the Grapes, estrenado en diciembre de 1941.

Su versión de la clásica fábula de Esopo que retomaron La Fontaine, Samaniego e incluso el amargo Ambrose Bierce, trastrueca el sentido original y la supuesta moraleja que se desprende del hecho de que la zorra, tras intentar reiteradamente alcanzar las lejanas y altas uvas que desea, decreta que están verdes para atenuar su frustración o disimularla. Pero no sólo eso: Tashlin fusiona en una sola historia el contenido, también invertido, de otra fábula de Esopo, brevísima, en que la astuta zorra al ver a un cuervo posado en una rama con un pedazo de queso en el pico, comienza a halagarlo respecto de su apostura, su sagacidad e incluso su bello canto hasta conseguir que, al intentar cantar, el engrupido cuervo abra el pico y deje caer el queso, del que la zorra se apodera.

En ambas fábulas originales, la zorra –nuestro proverbial Juan el Zorro de la literatura popular– demuestra su astucia y capacidad de disimulo y fingimiento para quedar siempre bien parada o beneficiada por las circunstancias.

En el dibujo animado de Tashlin, los elementos estás dislocados. Es una zorra tonta ingenua y satisfecha la que va al bosque de picnic con su canasta (clima bucólico con música acorde y pajaritos) y es un cuervo astuto, taimado y simpático el que primero se apodera de toda su comida y luego, con el señuelo de unas uvas apetitosas e inalcanzables, lo hace llegar a la desesperación más extrema tras sucesivos intentos cada vez más complejos y siempre infructuosos, hasta la destrucción total del árbol y del mismísimo paisaje devastado por la última explosión previa al descubrimiento de que sí, de que las uvas están verdes... Chuck Jones reconoció con el tiempo que aquí está el germen de la mayoría de los gags que creó para su serie de El Coyote y el Correcaminos. Nada menos.

El detalle notable y que convierte al dibujo en un verdadero ajuste de cuentas ejemplar, es que el cuervo en un par de oportunidades consulta las fábulas de Esopo antes de tomar decisiones respecto del camino a tomar en la disputa. Y ese saber es el que le permite torcer el resultado, escribir de otro modo la historia.

El extraordinario y novedoso dibujo animado (en una irrepetible época de gloria del género) tuvo secuelas, y la pareja se siguió enfrentando a lo largo de cinco años más en numerosos episodios ya con otros responsables creativos.

Es en este contexto que la editora DC Comics compra la licencia y comienza a serializar historietas con los personajes en su revista Real Screen Comics, luego en Comic Cavalcade y finalmente en la publicación que llevaba el nombre de los protagonistas y que leímos de pibes, traducida en México y sin mención de los autores, en aquellos años cincuenta. Fueron más de un centenar los números de la revista original y en su etapa de mayor esplendor, entre 1953 y 1958, los responsables de tales maravillas fueron el dibujante James F. Davis –que nada tiene que ver con el Jim Davis autor de Garfield– y una pareja de guionistas de larga trayectoria: Cecil Beard y su mujer, Alpine Harper. Los amamos desde entonces.

Los méritos de La Zorra y el Cuervo son múltiples. En principio, se trata de una situación cerrada y recurrente en que dos amigos, la burguesa Zorra en su casita del bosque, y su vecino, el marginal cuervo que vive en el árbol que está enfrente, disputan por algo. El disparador es casi siempre algún bien que el Zorro tiene –comida, algún objeto, posibilidad de viaje– y que el Cuervo, mediante engaños múltiples, tratará de arrebatarle. Y por lo general lo conseguirá. Eso es todo. Las resoluciones pueden ser amistosas o traumáticas, las variaciones, infinitas, pero cada vez todo comienza de cero.

El dinámico dibujo de Davis –sobre todo la concreción del entrañable personaje del Cuervo, un atorrante querible de sobrerito y toscano como los manáger de boxeo o los jugadores de poker en taberna clandestina– tiene hallazgos memorables, como el dinamismo en eterna carrera del pajarraco, la entrada y salida rauda del árbol que es su casa, y la representación del clímax de discusión entre ambos contendores prácticamente en el aire, con las caras de perfil, enfrentadas a distancia mínima y con los ojos casi salidos de sus órbitas mientras los globitos de diálogo se llena de amenazas y exclamaciones. Un clásico que los chicos solíamos imitar.

Pero acaso el elemento mágico y recurso genial de la historia, disparador de maravillas, se lo debemos a los guionistas. Memorablemente, el Cuervo tiene, en su único y pobre ambiente, un gran baúl con un cartel explicativo de su contenido: “Disfraces para toda ocasión”. A partir de esa posibilidad transformista del Cuervo y de la ingenuidad contaminada de ambición y codicia de la Zorra, todo puede suceder. Sólo basta con que golpeen a la puerta de la casita y la Zorra se encuentre con una princesa de peluca empolvada, un detective con lupa y solapas levantadas, un bombero con manguera y todo… Y el evidente Cuervo disfrazado y la cara de asombros siempre renovado de la Zorra es de las cosas que podríamos volver a ver miles de veces. Y queremos que el Cuervo gane, claro.

Alguien que, maltratado por las fábulas, las releyó para cambiar la historia desde el lugar de los marginados, merece siempre toda nuestra simple.

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