CONTRATAPA

La Vida Bonus

 Por Rodrigo Fresán

UNO Hubo un tiempo en que las cosas eran más acústicas y no tan digitales y la palabra bonus –que en ese inglés esperántico que todos hablamos equivale a plus, otra palabra en inglés esperántico, y así hasta el infinito– era ese cielo inaccesible. Ese paraíso sólo para aquellos que se habían portado muy pero muy bien a la hora de golpear la pelota plateada, rebotando por los vericuetos de una máquina de luces y de sonido y de pinball. La suficiente acumulación de bonus nos permitía acceder al Más Allá de un juego extra, de seguir jugando. Nada que ver o sonar tienen esas máquinas con los pasillos de ingenios casi cibernéticos de la japonesa fiebre patchinko entre los que se pierden y se encuentran la joven Charlotte y el maduro Bob, protagonistas de Lost in Translation: la nueva película de Sofia Coppola con título difícil de traducir y que acaba de llegar a nosotros como Perdidos en Tokio. Y más allá de su estreno fuera de EE.UU. ya se puede comprar –vía Amazon.com o tu negocio virtual favorito– el flamante DVD de la película. Aquí lo tengo. Ayer lo vi. Trae varios bonus.

DOS Y pensar en la Vida Bonus como en una rara y moderna suerte de nostalgia futurista. De acuerdo, el Guernica de Picasso venía con una batería de bocetos preliminares que permitían atestiguar la paulatina construcción del milagro; sabíamos de las dificultades de los responsables a la hora de alcanzar el casi inasible final de Blade Runner; y aunque no estuviésemos seguros de la existencia de Homero o de Shakespeare, teníamos la seguridad que nos producían sus obras cerradas. Supongo que los responsables fueron Los Beatles: es con ellos con quienes empieza esta necesidad compulsiva por rastrear la rareza, el demo, la broma privada; y entonces anexarla al compact o al DVD como bonus-track y extra material: los productos más orgullosamente bonus que disfrutamos con ansia de adictos y padecemos con pasión de gatsbys y citizens kanes a la hora de gastarlo todo para tenerlo todo. Lo dicho: el DVD de Lost in Translation trae abundantes bonus y special features: un revelador diario de filmación, un emotivo diálogo entre Sofia Coppola y Bill Murray, clips varios y varias escenas que no entraron en la película. Ninguna de estas últimas aporta algo decisivamente nuevo e imprescindible para aquel que disfrutó de la película “a secas” y en el cine; pero todas ellas prolongan el placer de la experiencia, provocan la sensación de ser dueños de un déjà vu sólo para iniciados y –claro– podemos ver una y otra vez, todas las veces que queramos, ese “Hey, you!” (la mejor y más emocionante despedida en una película desde que Rick le dijo adiós a Ilsa) que lanza Murray en una calle de Tokio, cerca del final. Y practicarlo frente al espejo.

TRES Tiene su gracia que todo esto se me haya ocurrido viendo una película que transcurre en Japón; porque fue allí que, luego de haber sido expuestos a la radiactividad que cayó del cielo, surgió la idea de miniaturizar todo, de contagiar al mundo la fiebre del transistor, de infectarnos con la idea de que siempre habrá formas de renovar lo viejo.
Y en el caso de una inesperada pero bienvenida obra maestra como Lost in Translation, la existencia de la Vida Bonus es algo agradecible y –si nos concentramos lo suficiente en creerlo– hasta puede resultar imprescindible. Lo terrible de la Vida Bonus es su manifestación cada vez más constante y contaminando zonas de la realidad que trascienden lo comercial. De acuerdo, podemos aceptar la idea –con cierto esfuerzo– de que a partir de ahora ya jamás volveremos a gozar de una obra artística in toto; porque, con el correr de los meses, nos volverá a ser ofrecida una y otra vez, con apéndices varios, con special features (que ya no son descartes sino que son filmadas y grabadas pensando en el CD o el DVD) cada vez más numerosos a la hora de conmemorar aniversarios, décadas y, ya que estamos en esto, por qué no días. Lo dicho antes, la paradoja del principio: los avances tecnológicos a la hora del consumo doméstico de arte se apoyan básicamente sobre ese sólido espejismo que es la nostalgia. Lo que se nos ofrece es algo que ya experimentamos, pero mejor y, sí, más largo y sometido a la voluntad de nuestros controles remotísimos. Así, de algún modo, ya no es la obra de arte las que nos posee a nosotros sino somos nosotros los que –mentira– nos creemos sus dueños.

CUATRO Resignados a semejante comportamiento, sometidos ya desde hace un tiempo a semejante entrenamiento, no demoramos en comprender que la Vida Bonus es la vida entera. Que las próximas investigaciones de EE.UU. y de UK acerca de lo ocurrido en Irak no serán otra cosa que agregados que harán más “interesante” la misma historia, sin modificarla demasiado, pero sí volviéndola más grande. Así, las declaraciones recién ahora recuperadas en las que Colin Powell y Condoleezza Rice, antes de aquel 11 de septiembre, aseguraban a la ciudadanía toda que Saddam no tenía capacidad armamentística ni para matar a un mosquito, le despiertan a esa misma ciudadanía –amnésica por la ininterrumpida avalancha de versiones alternativas y bonus varios– una indignación poco sorprendida. Ya vendrán más bonus, así que no reaccionemos a esto porque, seguro, cualquier día de estos nos ofrecen algo todavía mejor, todavía peor.

CINCO Conversaba de esto el otro día con el escritor mexicano Juan Villoro quien, con una sonrisa temblorosa, propuso una idea terrible: “¿Y qué ocurre si cuando nos morimos accedemos a nuestros respectivos bonus? ¿Qué pasa si en realidad eso que entendemos como cielo o infierno no son otra cosa que versiones alternativas, escenas de nuestra vida filmadas desde otro ángulo o por otras personas, canciones que cantamos de otra manera?”. Como empezamos a temblar ante semejante posibilidad, buscamos calor en las escaleras mecánicas de la megastore FNAC, uno de los grandes santuarios de la Vida Bonus. Ese día salía a la venta el DVD de Piratas del Caribe. A mí, la película me había gustado, pero jamás había pensado en comprármela. Entonces vi que venía “¡Con más de 10 horas de contenido extra!”; es decir: los bonus superaban en casi cinco veces la duración del producto original. Entonces –¡al abordaje!– me la compré. O me compró. Es lo mismo.
Bonus días.

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