CONTRATAPA

Tres tristes Troilos

 Por Juan Sasturain

Soy, o mejor, era tanguero de oreja y de disco. Ni fui a los bailes de club ni bailé ni vi a las orquestas al pie del escenario. No tengo nada para contar a la hora o el día de los aniversarios memoriosos. Ni siquiera soy porteño y llegué tarde a la ciudad del tango, ya en los sesenta, cuando Piazzolla rompía las cáscaras de lo que quedaba por romper y sólo Julio Sosa arrastraba módicas multitudes. Así, más allá de las enfáticas actuaciones radiales presentadas por el envidiable Antonio Carrizo en mi infancia –“Troilo se escribe así, con ‘t’ de Tango”– y alguna excursión nocturna de estudiante al Caño 14 de la calle Talcahuano, la primera vez que realmente escuché además de oír al gordo Troilo fue cuando un amigo mayor –Jorge Salcenes, que tenía más de treinta– me puso en el Winco un iniciático disco de Pichuco con Floreal Ruiz. Yo ya –o todavía– tenía veinte años de demorada adolescencia, era un boludo grande a mediados de los sesenta, y nunca había puesto la oreja a Flor de lino, Naranjo en flor, Llorarás, llorarás, tangos y valsecitos criollos de Manzi y Expósito que se me revelaron junto con la primitiva y velocísima orquesta de Troilo con Orlando Goñi al piano y la voz maravillosa de ese instrumento más, el gallego Floreal.
Enseguida o junto con eso vino la compra de dos discos más: primero un majestuoso Troilo-Rivero ya de fines del cuarenta, con orquesta lenta y pastosa, antología de grabaciones de la Víctor donde están La viajera perdida, El milagro, La mariposa y Sur; y después el Tristezas de la calle Corrientes –también de la Víctor, pero en sus registros anterior al del Feo– que tenía lo mejor con Fiorentino: El bulín de la calle Ayacucho, el mismísimo Tristezas..., ese blues de Homero, Toda mi vida, De barro y no sé cuántos más que puedo llegar a inventar de memoria. Es decir: tuve en tres saques musicales de una década mítica el conocimiento directo de obras maestras de buen gusto y pericia extrema metidas en grabaciones de tres minutos cuanto mucho. Y con todo el espectro de la emoción en voces disímiles, de tono, registro y sensibilidad diferente: lo mejor de los brillantes pero melancólicos cuarenta está ahí. Y eso fue el primer Troilo que me tocó.
El segundo fue sin voces. Fueron las grabaciones en cuarteto con la guitarra de Roberto Grela –creo que el disco surgió tras una actuación teatral– y que son de principios de los cincuenta. Ahí está todo, en términos instrumentales. El fueye y la viola se persiguen, se torean, se cruzan, se pisan, se hacen a un lado para dejar pasar al otro, frenan de golpe... Rompen todo sin necesidad de virtuosismo alguno. Maipo, Nunca tuvo novio –sobre todo– y una milonga velocísima que creo es La trampera te dejan sin aliento. Eso es verdad. Una antología absoluta y rigurosísima del tango no puede soslayar, entre diez, uno de estos temas. Pero además, como complemento, como compensación o equilibrio casi, por ese entonces me alcanzó el Troilo For Export, que más allá de su nombre espantoso encerraba joyas reveladoras de otra faceta del Gordo: el conductor de gran orquesta. Es un disco en que copa Julián Plaza como autor y la orquesta suena gruesa, solemne y sólida, con huecos precisos para la entrada ya retardada, alevosa del fueye de Pichuco, que es otro del de los cincuenta, mucho más pausado y gordo, un Buda de pocas palabras (notas) elocuentes, apenas soñadas con los ojos cerrados. Ahí están Danzarín, Responso, creo que incluso el Quejas de bandoneón al que le incorpora una cita de El pañuelito vive ahí, melancólico e inolvidable...
El tercer y último Troilo triste –así, como “gordo triste” lo describió Expósito, que sabía de quién hablaba mucho más que yo y que casi nadie– no tiene su voz sino su recuerdo. Es el réquiem que le dedicó Piazzolla cuando murió, y que escuché y conservé en un disco (¿Trova, puede ser?) con dibujos de Astor y de Pichuco hechos por Sábat, el mejor: la Suite troileana. Son cuatro partes que evocan las pasiones, los amores del Gordo: Bandoneón, Zita, Whisky y Escolaso. No cabe sino el silencio. Sólo en Tristezas de un Doble A, que es posterior, Piazzolla pondría la botonera y los dedos a una temperatura tan acorde con las circunstancias. Eso es amor, perdonando la palabra.
Troilo, un eterno y taciturno niño gordo y madurado a golpes de noche y de trasnoche, es responsable de muchos de los más hermosos tangos –suyos o encarnados por él– que nos hacen cantar y silbar con melancólico acento cada vez y todavía. Destino maravilloso para un artista.

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