CONTRATAPA

Mucho pedir

 Por Sandra Russo

Parece que fue hace tanto que Juan Carlos Blumberg apareció en escena. Todo lo que vino con él no se adivinaba con claridad en la primera marcha, cuando una multitud entremezclada hizo su arribo a la Plaza del Congreso con pancartas que reclamaban “Justicia”. Blumberg hoy ya no importa, o mejor dicho: lo que él representó en su momento decantó y ya no importa. Eran épocas en las que la palabra “seguridad” asomaba como un ariete que poco después sería usado y abusado por la derecha. Hoy en la agenda periodística y política ya no figuran los secuestros extorsivos, y aunque parece que fue hace tanto no fue hace mucho que el paisaje que pintaban los medios era el de madres que no dejaban ir a sus hijos a jugar a las plazas por miedo a que fueran secuestrados. La Argentina es un país vertiginoso, en el que las pasiones públicas se agitan rápido y la gente se deja arder en ellas. A fines del año pasado, otra noción de la “seguridad” abonó la paranoia argenta, que como toda paranoia tiene bases concretas. Las madres ya dejaban a sus hijos ir a jugar a las plazas, pero no los dejarían ir a bailar a discotecas después de Cromañón. Esta otra “inseguridad” fue transversal, atrozmente democrática: en Cromañón había chicos de todos los sectores sociales, de clase trabajadora en su mayoría, pero también de clase media y de más arriba. Y Cromañón lo que dijo, como símbolo del desastre argentino, es: todo puede pasar, hay tragedias latentes, bombas de tiempo, trampas cazabobos. Nadie vela por el otro. Ni el dueño de un boliche por sus clientes, ni los músicos por sus fans, ni los funcionarios municipales por los ciudadanos. Estamos parados en un piso flotante que puede hundirse. Esta sociedad tiene un piso flotante que puede hundirse. No hay contrato entre el piso que pisamos y nuestros pies: el piso debería atajarnos, contenernos, sostenernos, pero puede hundirse. Y se hundió en Cromañón y se tragó 193 vidas adolescentes. Y Omar Chabán, el dueño del boliche, quedará en libertad.
“A los chicos los mató la corrupción” fue la frase homologada que unió voces en estos largos meses. Y esa palabra, corrupción, enlaza esta libertad con otra, la de María Julia Alsogaray, que esta semana también vio la luz después de casi dos años de encarnar, presa, la corrupción menemista que deshizo a lo largo de una década los instrumentos, los soportes y los engranajes del Estado. Quedó claro, en ese juicio, que lo que se impuso en los ’90 no fue sólo un punto de vista neoliberal en virtud del cual la iniciativa privada goza de menos pecados que el aparato estatal, inundado de figuras retóricas que bien supieron inocular los comunicadores del régimen: elefantiásico, ineficaz, clientelista, corrupto. El caso de los sobresueldos pone de manifiesto que quienes llevaron adelante la brutal reforma de los ’90 no lo hicieron como “idealistas de derecha”. Una vez más, se rompe la patética teoría de los dos demonios y de los dos ángeles: una cosa es pelear por una idea, y otra muy distinta es embolsarse diez, cincuenta, cien mil dólares al mes para poner en práctica esa idea. En los ’90 hubo ideología de mercado y los ideólogos fueron muy bien pagados por los beneficiarios.
Las libertades de Chabán y Alsogaray (dejemos por una vez de llamar a las mujeres por sus nombres de pila, como si fueran todas ellas chicas amigas nuestras) se imbrican en un solo sentimiento que recorre la calle. Nadie paga. Nadie purga. Nadie es vengado por lo único que permite vengar una injusticia en democracia. La justicia. La sensación de estupor y de impotencia que gana almas esta semana anda a caballo entre la indignación y la conciencia de que la Justicia argentina está muy lejos de ser esa señora de ojos vendados ante la cual, es cierto, todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario, pero ante la que también, y esto no es menor, nada menor, todos somos iguales. ¿Quién podría afirmar hoy que se cumple esa regla básica, módica, de mínima? ¿Quién no tiene la sensación de que pagándoles a algunos abogados, tocando a fiscales o a jueces, arreglando por influencias o por contactos políticos o por dinero, no se logrará encontrar el artículo, el inciso, el hueco en el expediente? ¿Quién duda de que las cárceles están llenas de pobres sin recursos para arreglar con nadie y que están vacías de apellidos ilustres o de herencias considerables? ¿Quién duda de que en los ’90 el Estado no se disolvió, sino que fue vendido? ¿Quién duda de que las 193 muertes en un boliche mal habilitado y con las salidas de emergencia trabadas deben pesar sobre los hombros de unos cuantos, entre ellos los de Chabán?
Cuando emergió Juan Carlos Blumberg de la nada o, mejor dicho, de un drama personal que lo catapultó a ser referente de la mano más dura, aquellas pancartas anónimas que llenaron esa primera plaza y que pedían “Justicia” dieron cuenta de miles de casos no resueltos, asesinatos sin culpables, investigaciones inexistentes, impunidad. Aquel paisaje fue legítimo, lo más legítimo del fenómeno Blumberg. En los barrios oscuros todos los días matan gente y nadie paga. Tenía que ser un chico lindo y rubio el que despertara la solidaridad de miles, pero eso tampoco importa: “Justicia”, rezaban las pancartas de gente que hace afiches, amplía fotos, va a los medios, mendiga una nota para que “esto sirva, para que no pase nunca más”. Y sigue pasando, seguirá pasando, porque también esa vez, que tuvieron las cámaras para mostrar a sus muertos, los usaron. Los usaron para meter en cana a adolescentes, para endurecer leyes contra pobres.
En la Argentina vienen pasando cosas importantes, pero la dinámica histórica y social de este país obliga a ir de afuera para adentro, y las libertades de Chabán y Alsogaray de lo que hablan es del tuétano. Hay un hueso podrido en este país. Un hueso maloliente que corroe la carne. Hay algo que apesta y de eso nadie duda tampoco. Pero, ¿cómo llegar ahí? El debate jurídico se libra entre interpretadores de las leyes. Pero las leyes son un marco, o deberían serlo, para aplicar justicia. El único marco disponible. Los hombres y mujeres de la Justicia parecen, esta semana, aferrados como náufragos mejor o peor intencionados a instrumentos de los cuales debería brotar justicia. No es la chusma la que pide linchamientos, no es el salvaje que espera agazapado el momento para asestar la cuchillada. Es un sentimiento colectivo de indefensión legal el que bloquea la confianza en la ley, y si esos hombres y esas mujeres de la Justicia no son capaces de entrar en el timing político y social que demandan las circunstancias, si Cromañón queda impune, si el saqueo menemista queda impune, será la ley y la fe en la ley la que finalmente se desintegrará como la cinta de Misión Imposible. ¿Por qué la Justicia en la Argentina parece una misión imposible?
Lo que está haciendo falta, y es curioso que no haya aparecido, y es sintomático y extraño que siga sin aparecer, es la Justicia encarnada en hombres y mujeres que sepan dar las batallas que corresponda y que se ocupen de transmitir un mensaje claro y simple a la gente. “Justicia” pedían y piden las pancartas. “Justicia” es lo que se presiente que no hay. Y mientras ésa sea la percepción general, este país no será un país sino apenas un manojo de lamentos y de rabia.

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