CONTRATAPA

Cábala

Por Mariano Blejman

“Sentate, turca... ¡¡Volvé a sentarte!!”, le grité, cuando estaba por levantarse para ir al baño. Se había acercado dos minutos antes, como averiguando de qué se trataban esos escándalos de la tele, justo cuando el Manu acababa de embocar y arengaba con sus brazos abiertos a todo el estadio de los San Antonio Spurs, que estaba encendido. Entonces no tuve tiempo para pensarlo, fue sólo el impulso: la turca debía permanecer sentada en el sillón, más allá de sus necesidades, incluso más allá de las mías, pues de ella dependía el destino de un torneo: veinticinco mil personas en el estadio, cientos de millones de espectadores de la televisión, una cuarentena de jugadores, y sus correspondientes equipos técnicos, asistentes especiales, pasapelotas, porristas endemoniadas que agitaban sus brazos, una mascota un poco patética que salta cuando puede por el aire, las estrellas de la NBA en su conjunto, las dos millones de personas que vieron la transmisión del partido por América en Capital y Gran Buenos Aires, el futuro mismo del básquet en la Argentina, años de entrenamiento, la liga bahiense, la europea, las lesiones, el merchandising norteamericano en su conjunto, la estadía en Estados Unidos de la familia del Manu que viajó desde Bahía dependían de la predisposición de la turca para quedarse en el lugar.
“Pero me estoy meando...”, dijo. Y mi respuesta fue implacable: “Todo depende de vos”. Ya no se habló más. La turca puso sus asentaderas donde debía y los astros se alinearon: una especie de conjura movió los planetas a su antojo, acumuló fuerzas intergalácticas, predispuso el tezón, agitó la garra de campeón a este puñado de jugadores profesionales que valen millones, en los últimos tres minutos del partido se volcaron a favor de los “nuestros” (todos fuimos San Antonio, por más que odiemos a Estados Unidos, y Manu publique su columna en La Nación). Incluso hasta simpatizamos con la históricamente Armada Bahía Blanca. Entonces los muchachos se fueron para adelante, gracias a la turca, tomaron el cielo por asalto, el Manu se colgó un par de veces del aro, Duncan hizo lo suyo (todos lo miraban y él igual hacía lo suyo), nos bancamos la idiotez de Tony Parker pegándole a Billups cuando no debía –a veces los astros se equivocan– y disfrutamos de que Manu se fuera para atrás cuando faltaban siete segundos para la gloria (aquí valdría una reflexión mayor sobre la actitud final de Ginóbili, pero no viene al caso).
La turca seguía ahí, frente a la tele. Haciendo malabares con su vientre (al fin y al cabo la humanidad depende de esos vientres), esperando que corrieran las milésimas faltantes y pensando que todo lo que estaba a su alrededor era producto de su presencia en el lugar. Tamaña soberbia. Eso es lo mejor de las cábalas: que no se limitan a una persona, sino a una interacción de posiciones, vestimentas y lugares comunes que logran el objetivo deseado. “¿Ya puedo ir al baño?”, preguntó desesperada, contorneando su cuerpo, agarrándose de lo que no tenía, para resistir ante los designios del destino. La quise abrazar por el festejo, pero ya no estaba. Cuando vio el contador en cero, se escuchó la puerta que no cerraba del todo, después la cadena del baño, y una hornalla de la cocina que encendía el fuego para festejar con un buen café de trasnoche.
“¡¡Vení, turca, vení!!”, volví a gritarle desde el comedor, cuando un negro al micrófono festejaba en medio de miles de papelitos que caían desde el cielo (un verdadero sueño sería instalar ese sistema en el Monumental) y dijo que estaba por anunciar a quién le entregaban el premio al MVP. “¡¡Vení!!”, insistí. “Volvé a sentarte en el sillón.” Temí lo peor, y lo peor sucedió: la turca no llegó a tiempo, la conjura perdió su efecto, el MVP se lo llevó ese negro grandote con cara de nada, y la turca se fue a buscar el café que estaba por hervir.

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