CONTRATAPA

Piedras

 Por Rodrigo Fresán

UNO Lo vi por televisión –ese otro planeta donde uno suele ver las cosas que suceden en este planeta– y allí estaba yo: la pantalla como ventanilla con vista al espacio muy exterior. Y ahí, rodando en las sombras de los milenios, a 134.000.000 de kilómetros estaba Tempel I. Un leviatánico cometa descubierto en 1867 por Ernest Wilhelm Tempel. Forma de papa y, aproximadamente, 14 kilómetros de longitud por 6,5 kilómetros de ancho. El blanco móvil contra el que la NASA ahora estrellaba una nave-kamikaze de 372 kilos a una velocidad de 37.000 kilómetros p/h para investigar –luego del crash, polvo en suspensión– cómo son las tripas del cometa. El proyectil-robot fue bautizado como Deep Impact I –nombre de blockbuster veraniego– y, según los especialistas, supuso “en términos astronómicos, como si un avión de pasajeros atropellara a un mosquito”. Yo escuché a alguien decir esto desde una sala de controles de la NASA y pensé si en realidad no habría querido decir justo lo contrario. Pero no importa. Porque ahí nomás comenzaron a recibirse las imágenes –capturadas por el siempre listo Hubble– y todos comenzaron a abrazarse y a sonreír tan felices como adolescentes frente a las páginas centrales de Playboy soñando, sí, con el polvo más cósmico de todos.

DOS El choque del Deep Impact I con Tempel I –enseguida se amplió– no tendrá efecto alguno en la trayectoria del cometa que –sépanlo– no supone amenaza para la Tierra.
Y hay momentos curiosos, libres asociaciones de ideas de la realidad, instantes casi metafísicos. Porque mientras con un ojo yo vigilaba lo que ocurría ahí afuera, con el otro leía un libro recién aparecido sobre una otra piedra que comenzó a girar hoy hace cuarenta años, por los días en que el astronauta norteamericano Ed White completaba su primera caminata espacial e ingrávida. Piedra que no ha dejado de rodar desde entonces, que cada día rueda mejor. Hace cuatro décadas, claro, cuestiones como el encuentro entre Deep Impact I y Tempel I pertenecían estrictamente al terreno de la ciencia ficción, a lo que estaba por venir, al futuro siempre lejano. Pero el libro antes mencionado se refiere a uno de esos quiebres del espacio-tiempo cuando el futuro se adelanta o quizá retrocede y, en cualquier caso, la historia cambia y su rumbo se altera cuando una piedra choca contra ella. El libro que acaba de salir está firmado por el especialista Greil Marcus y se titula –respirar profundo– Like a Rolling Stone / Bob Dylan at the Crossroads: An Explosion of Vision and Humor That Forever Changed Pop Music. El libro –283 páginas, inicialmente un encargo al que Marcus se negó para, enseguida, descubrir que no podía dejar de pensar en el tema, así que...– está dedicado por completo a la conmoción que supuso en su momento, y que sigue suponiendo en la conciencia planetaria, una torrencial canción aparecida como single a finales de junio de 1965. Una mezcla explosiva de electricidad y de palabras que se detenía un segundo antes de los seis minutos de duración –algo impensable para los parámetros radiales de entonces que optaron por cortar el tema en dos partes y poner la segunda mitad en el lado B– y que venía a alterar para siempre el estado de las cosas. Entonces el mismo Dylan afirmó que “Like a Rolling Stone” representaba “una nueva categoría en sí misma”, que “hasta entonces nadie había escrito canciones”, que era “un vómito de veinte páginas”, y que se vio obligado a escribirla y grabarla “porque si no lo hacía yo, entonces quién...”. Y si escuchar hoy “Like A Rolling Stone” impresiona y conmueve –no hace mucho fue declarada el single más importante de todos los tiempos desbancando, por fin, al infantiloide “Satisfaction” de los otros Rolling Stones– sólo cabe imaginar cuál habrá sido el profundo impacto que significó hace cuatro décadas. ¿De qué trataba la canción? ¿De Sedgwick & Warhol? ¿De un paisaje postatómico poblado por freaks de circo radiactivo? ¿De la apología épica de un bajón? Muchos la odiaron, muchos la amaron a primera oída. Y de eso trata el libro de Marcus: de narrar el súbito e impensable aterrizaje de un sonido volador no identificado y de su efecto en los tímpanos y en la psique de una aldea por entonces cada vez más global. Marcus recoge testimonios de ilustres (Frank Zappa pensó que todo había terminado y que ya no tenía sentido seguir en la música, Elvis Costello se dijo que se trataba del anuncio de un mundo nuevo en el que Engelbert Humperdinck se quedaría sin trabajo) y de anónimos que una mañana sintieron que eso brotaba de sus radios y que temblaron de miedo o de placer. Y Marcus concluye celebrando la imposibilidad de que “Like A Rolling Stone” pueda ser alguna vez reducida a muzak: “Todo se detiene cuando suena; todos dejan lo que están haciendo para oír lo que allí se dice”, diagnostica. Y agrega: “Allí, Dylan canta como si esa canción ya no le perteneciera a nadie. Es un largo momento de éxtasis. Es como contemplar un inmenso navío sobre las olas y, sobre cubierta, a un hombre agitando sus brazos en el aire”. Y, por supuesto, continuando con una larga tradición de hábitos perversos, Dylan ha desterrado a “Like A Rolling Stone” de los conciertos que ofrece cualquiera de estas noches, en cualquier parte, en el más profundo de sus espacios interiores. No preocuparse: ya volverá a rodarla; él siempre supo cómo volver a casa.

TRES Y cabía esperarlo y así fue: Bob Dylan no cantó “Like A Rolling Stone” en ninguno de los pomposos megaconciertos transcontinentales del pasado fin de semana porque Dylan –alguna vez icono de protesta– ya no rueda por esos caminos porque siempre se sintió “miembro de una cofradía secreta de la que es posible que yo sea el único miembro”. Y lo cierto es que a mí me alegró no verlo disperso como hace veinte años en Live Aid y mucho menos oírlo ahora compartiendo escenarios con Robbie Williams y Mariah Carey y Bon Jovi desafinando canciones que no sonarán en ninguna parte dentro de cuarenta julios. La intención era buena, pero el resultado fue triste: difícil que ciertas ligeras melodías conmuevan a ciertos líderes. Para agrietar las caras de piedra se necesitan piedras tan grandes como Tempel I. Mientras tanto y hasta entonces repetir una y otra vez lo mismo de siempre con voz aguda y láser, el estribillo del vómito que no cesa, preguntarse aquello de How does it feel... How does it feel... Y responderse: Se siente horrible. Pero suena genial.

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