CONTRATAPA

La tierra prometida

 Por Sergio Ramírez*

Obafemi viene desde atrás, invisible, y de pronto se materializa como un bólido que salta encima de sus contrincantes de la defensa, los arrasa, y dispara al marco mientras el portero queda paralizado por el asombro. Otro gol de Obafemi a la cuenta del Milán, mientras las tribunas rugen embravecidas en saludo al héroe. Un héroe africano de apenas 20 años, nacido en Nigeria, reverenciado por legiones de fanáticos y que suda la camiseta de un equipo de fútbol europeo.
La historia de Obafemi Martins es igual a la de otros atletas africanos aclamados a rabiar cuando salen desde los vestidores a la grama de los estadios. Samuel Eto’o, de Camerún, que juega para el Barcelona; Didier Drogba, de Costa de Marfil, que juega para el Chelsea de Inglaterra. Sus nombres son ya leyenda. Ningún gobierno les negaría una visa, o la ciudadanía, si no es que ya la tienen.
¿Y sus hermanos, hermanos de leche de Obafemi, Eto’o, Drogba? Medio millón de ellos, según Médicos sin Fronteras, vagan por el desierto esperando acercarse clandestinos a las alambradas que dividen Africa de Europa en la frontera entre Marruecos y Ceuta y Melilla, para saltarlas una noche de tantas o escabullirse debajo de ellas, en busca desesperada de la tierra prometida y abandonar así el corazón de las tinieblas. Son parte de otro espectáculo en el que en lugar de goles hay detenidos, heridos y hasta muertos. Espaldas mojadas los nuestros que se lanzan a nado a las aguas del río Bravo; espaldas asoleadas estos que desafían los soles calcinantes del desierto.
¿Cuánto tiempo podrá Europa tener africanos como estrellas de sus equipos de fútbol, dueños de las portadas de las revistas deportivas y detener a la vez la avalancha de inmigrantes ilegales que vienen a represarse tras las cercas de alambre desde sus oscuros y lejanos países casi abolidos hoy por las hambrunas, las enfermedades y las sequías, y no pocas veces las disputas de poder resueltas en guerras tribales que sólo generan más miseria y abandono?
Sangra copiosamente el corazón dejado en tinieblas por los sueños maléficos del rey Leopoldo y demás soberanos colonizadores de Europa. Países donde más de 20 por ciento de la población, niños incluidos, se halla ahora afectada por el virus del sida, mientras las trasnacionales farmacéuticas se niegan a permitir el uso de los medicamentos genéricos para tratar el mal; los enfermos, en el fondo de la miseria, jamás soñarían con poder pagar el precio de un tratamiento con medicinas de marca.
Países donde las guerras, en las que no faltan las armas más modernas suplidas cumplidamente por los traficantes, parientes afectivos del viejo rey Leopoldo y de la matriarcal reina Victoria, matan tanto como el sida. Países donde el desierto avanza kilómetros cada año sobre la escasa tierra fértil, dejando a su paso huesos y calaveras de reses y de gentes. Niños hambrientos como espectros, que parecen ancianos, y ancianos como sacos de huesos que esperan impasibles la muerte, indefensos como niños. Gobiernos corrompidos, caudillos de opereta que siguen robando y acumulando fortunas.
Nadie escoge a sus vecinos de geografía, pero el vecino más inquietante de Europa es Africa. No sólo Africa del norte, que ha arrojado hasta ahora a las playas de España, Italia y Francia la mayor cantidad de náufragos, es decir, inmigrantes. En Marsella hay dos argelinos por cada diez habitantes, y los marroquíes, que se atreven a cruzar el Mediterráneo en pateras, abundan en España, aunque sólo sea para ellos un lugar de paso. ¿Se da cuenta Europa de que deberá convivir con los condenados de la tierra, que será imposible sacárselos de encima?
Los que quieren entrar en Europa vienen desde Malí, Guinea Conakry, Costa de Marfil, Gambia, Nigeria, Senegal, atravesando cientos de kilómetros de desierto para colarse a través de Argelia y Marruecos. De esos mismos países vienen también las estrellas del fútbol. E igual que en América latina, los coyotes, organizados en mafias, se encargan de llevarlos desde sus lugares de origen hasta los sitios de paso. Los estafan y los engañan muchas veces.
Quieren internarse en los caminos de la Europa que un día estuvo allá, de donde ellos vienen en su larga marcha constante, sin importarles el riesgo de su vida. A sus espaldas, la antigua costa de los esclavos. ¿Qué más pueden perder? Deambulan por el desierto. Se ocultan, mientras les llega el turno de dirigirse a la cerca para agolparse tras ella y tratar de pasarla. No tocan a la puerta porque sería inútil, nadie les abriría de gusto. Por eso la empujan y tratan de pasar como pueden.
Cuando fracasan, la policía de Marruecos los sube esposados en camiones y va a botarlos cientos de kilómetros lejos, en el desierto, cerca de la frontera con Argelia, sin agua ni comida. Pero lo intentan de nuevo, vuelven a emprender el camino hacia la tierra prometida, que no todos verán. Uno de ellos ha quedado ciego a causa de una herida de bala. Ese es uno de los que se quedará sin verla.

* Escritor nicaragüense. Autor de Sombras nada más y Adiós muchachos, entre otras novelas. De La Jornada de México. Especial para Página/12.

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