CONTRATAPA

Extraterritorial o The Champions Babel

 Por Juan Sasturain

Como un corner muy cerrado, como el eco de una transmisión histórica de un Mundial escuchado por radio, como una cara vista y no reconocida me viene el fogonazo, la asociación libre frente al televisor con el consabido fondo verde. Hace unas décadas, el crítico George Steiner –al que no supongo, por prejuicio mío, no suyo, demasiado futbolero– acuñó el término o la categoría “extraterritorial” para definir la condición o la circunstancia creativa de los autores que, como Conrad o Nabokov o Beckett o Cioran, nacían con una tierra y con una lengua puesta y se las sacaban a cierta altura de su vida, seguían escribiendo su obra con otras palabras resultado de otros contextos nuevos, elegidos o azarosos.

Polacos, rusos, irlandeses, rumanos que traían el alma puesta y las vivencias encarnadas seguían siendo lo que eran pero no, calzaban en otro sistema, vertían lo suyo en moldes gramaticales y expresivos diferentes de los que traían. Serían siempre los mismos y otros. ¿A qué literatura pertenece esa obra ventrílocua, en la que entre el autor y la expresión final intermedia otro instrumento, otro modo, otro repertorio de soluciones y respuestas para decir lo que antes decía? Hay escritores en que el paso no se realiza sin violencia de pérdida o salto hacia adelante; en otros, fluye la identidad sin fricciones, son ellos siempre. Pero a esta altura me pregunto de qué estoy hablando en realidad.

Porque mirando la champions league, superponiéndola a esta reflexión, me cae la ficha evidente, el signo de los tiempos: la extraterritorialidad futbolera. Estos muchachos heterogéneos que trotan juntos o enfrentados en la pantalla sobre prolijo piso europeo difícilmente hubieran podido coincidir en una fiesta adolescente hace diez años o algo más. Y de ser así, apenas hubieran podido conversar, comunicarse, si no fuera para comentar chicas o con la pelota entremedio. Ahora, sorprendidos en uniforme de pasión y de trabajo, ciudadanos virtuales de la patria más bella, el juego más hermoso, el espectáculo y el negocio más grande del mundo, intérpretes privilegiados del repertorio universal son –en la mayoría de los casos– la intersección viva de tres o cuatro identidades o marcas que suman restan y se multiplican. Lo que son (de dónde vienen y cómo juegan) es la base; lo que hacen (dónde juegan y para quién), lo circunstancial. A veces, lo que hacen va a favor de lo que son; a veces, lo desvirtúa o lo sublima, y los convierte en otra cosa.

El fútbol de alta competencia de la que estos diestros muchachos crecidos, supuestos hombres hechos son muestra cara, es un lugar mágico al que jóvenes peregrinos de todo el mundo se entregan con alta ilusión y alto costo: imponer/adaptar su idioma futbolero a los códigos del nuevo territorio. Extraterritoriales por naturaleza misma de las reglas del fútbol globalizado, los africanos, suecos, rumanos, polacos, ecuatorianos o brasileños que se ponen camisetas españolas, italianas, holandesas o inglesas –sólo para nombrar algunas de las múltiples combinaciones– son cualquiera y son únicos y ejemplares a la vez. Juegan acaso en el mismo lugar de la cancha de su primer contacto con la pelota cuando la camiseta que visten hoy era un sueño, un afiche pegado en su cuarto con otro protagonista que la numeraba. Pero sólo eso: porque el fútbol, a la mayoría, los ha sacado de sí. Los ha hecho aprender a ser otros, múltiples.

Es decir, el lugar del campo y el sudor y la tensión y las ganas son las mismas, pero juegan en otro idioma, suelen moverse incómodos o felices con solturas o rigideces afines a su formación –unos, de niños hacían el arco entre palmeras, otros no podían sacarse los guantes, siempre patearon con los pies fríos–, ahora los alientan con palabras que suelen no entender, llevan en el pecho la marca de una empresa que acaso ni sepan qué vende, les susurran un extraño himno patrio alrededor, se mezclan los colores de los clubes y las banderas. Los vestuarios son apenas diferentes de las salas de espera de los aeropuertos del mundo para estos jugadores en tránsito.

Estos futbolistas son, como los actores o los músicos que salen al mundo como si los revolearan al agua para que se las arreglen, en el mejor de los casos o en sus sueños de origen, apenas símiles degradados de aquellos caballeros de fortuna de antaño. El que sale a buscar su destino sin otra guía que ser/encontrar donde esté lo que quiere para sí. En el mejor de los casos, eso; en otros, la rutina paulatina del oficio, el itinerario escalafonado de menor a mayor primero, de mayor a menor después. Del estrellato al reparto. Y en eso se usa la juventud.

Lo que uno pierde de vista a veces es que esos equipos de camisetas coloridas y sponsors herméticos están llenos de gente. Hay gente dentro de estos botines de fútbol marcados, angustias debajo de las siglas comerciales, fervores no negociados en la exclamación primordial –el festejo, la puteada al rival o al réferi– cuando el idioma y el gesto vuelven al origen, olvidan o no necesitan nuevas convenciones para expresarse.

Si hacen un gol y se abrazan, se suman estibándose en parva, parece el festejo de un campeonato interno entre los obreros constructores de la Torre de Babel.

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