CONTRATAPA

Las adolescentes violadas molestan

 Por Eva Giberti *

En las comunidades en las cuales el abuso de poder, la tortura y la impunidad ocuparon un lugar privilegiado, enlazadas con las permanentes formas de violencias contra las mujeres, las adolescentes violadas son integradas en la cotidianidad como una forma de malestar.

Resulta incómodo hablar de ellas porque no se ciñen a la mujer violada que “quizá fue quien provocó al violador”, ni al horror de la niña de dos años violada por su padre. A las adolescentes hay que pensarlas con un esfuerzo porque se les podrían adjudicar las dudas acerca de su compromiso con el violador, pero también la inocencia y el terror ante el sujeto. Además son incómodas por su vulnerabilidad, ya que pueden engendrar. O sea, con ellas, todo mal, lo suficiente como para fogonear un estado de malestar que resulta de no saber qué es lo que conviene pensar acerca de la violación o acerca de las adolescentes. Por el contrario, pensar acerca del violador remite a pautas tradicionales, ya que es sabido que “los hombres tienen necesidades sexuales imperiosas que deben aliviar”.

La existencia del violador suele omitirse de la preocupación ciudadana argumentando que no se sabe qué hacer con él, excepto la versión fundamentalista de decretarle la muerte. Lo razonable sería detenerlo, sometiéndolo a la ley, lo cual se torna difícil, porque lo protege el silencio comunitario cuando busca alivio del malestar.

Esta cáscara de silencio constituye un clásico para quienes estudiamos el tema. En los intersticios de las libertades y de los derechos individuales se cuelan los argumentos destinados al salvataje del delincuente, que es evaluado como quien llevó a cabo un hecho que, al fin y al cabo, ya sucedió y no tiene remedio.

¿Quién lo evalúa de ese modo? Tal vez Romina Tejerina podría respondernos. No estaría sola: una pléyade de adolescentes violadas por desconocidos, así como por sus padres, padrastros, hermanos y tíos diseñan un horizonte mundial que configura no solamente un delito, sino una política de poder. Como toda política cuenta con sus narrativas y con sus silencios, propios del delito, y además con los aportados por los ajenos, que son quienes no lo reconocen o aun reconociéndolo lo sumergen en los expedientes sin destino.

El malestar –que no alcanza a indignaciones o a reclamos sociales– forma parte de la necesidad de entibiar esta forma de violencia, en tanto y en cuanto violar adolescentes está incluido en el ámbito de las mujeres violadas, como una cuestión de género, esperable de acuerdo con la tradición. Sin embargo corresponde aportar un matiz distintivo: una adolescente, diferenciándose de una niña y de una adulta, sabe que está comenzando a integrar su cuerpo con y en la capacidad reproductiva; sabe que se encuentra en el borde de un aprendizaje para el cual su cuerpo comienza a generar una aptitud reproductiva que la adulta conoce y de la cual la niña está alejada.

La violación de una adolescente –que se inscribe en el feroz ámbito de los traumas que el género mujer globaliza– implementa una particular crueldad, ya que sus efectos, se produzca o no una gestación, arrasan, en capullo, la naciente capacidad reproductiva de la víctima. Cuya representación, en la mente de la adolescente, queda transfigurada y asociada a la irrupción corporal del violador.

La política de ejercicio de poder cuenta con la narrativa que suelen aportar algunos medios de comunicación impostando un flujo de datos destinados a canalizar la atención hacia el episodio o hacia sus resonancias familiares, de manera tal que resulta evidente que “la chica ya está violada, qué se le va a hacer”. Política que transforma a estos informantes en parte del hecho, al mismo tiempo que se genera ventaja para el delincuente, entre otros motivos por ausencia de descripciones acerca de lo que violar sea.

También por ausencia de hipótesis acerca del delincuente.

¡Ah no, eso sería peligrosísimo para los derechos del sujeto! Porque ¿realmente la habrá violado? ¿Alcanza con la declaración de la adolescente? Declaración que se instituye como acción narrada, es decir, como espacio político de la víctima, único repelente para el ejercicio de poder que padeció. El espacio político –la declaración de la víctima adolescente– se torna fundacional en tanto y en cuanto denuncia que la vejación de su cuerpo se extendió a una aptitud, a una capacidad en potencia, la de reproducirse.

La crueldad penetrante fue más allá de su cuerpo real, de su mente, de su subjetividad y de su memoria; arrasó con el potencial reproductor de ella en tanto y en cuanto arriesgó una gravidez que, existente o no, siempre fue posible. Es decir, el ejercicio de poder violó lo posible, aunque esa posibilidad (un embarazo) no llegara a concretarse. Pero para el equilibrio emocional de la adolescente alcanzó con que aprendiera qué podría haberle ocurrido.

Sus declaraciones pueden asemejarse a las de una adulta, pero sus narrativas hablan de algo distinto, porque remiten a lo sucedido cuando ellas –las púberes y adolescentes– esperaban que llegara el tiempo y la ocasión que apostara a su posibilidad de reproducirse.

Cuando la violación de una adolescente repica en un embarazo, el abuso de poder se consagra, triunfa sobre su capacidad reproductiva. El violador se reproduce. Frase odiosa para el producto de esa violación, pero fiel al pensamiento de la víctima.

Si lo pensamos en esos términos, el leve malestar social que produce la violación de una adolescente (arriesgando una generalización) puede transformarse en algo molesto y desagradable para la calma de las buenas personas que no tienen ganas de preocuparse por estos temas. Molestia que, paradojalmente, sería responsabilidad de la capacidad reproductiva de una adolescente violada cuya fecundidad logra opacar la catástrofe de su violación. Y facilita el escamoteo social de la figura del violador. Esto es lo que se avala mediante el silencio encubridor: escándalo morboso alrededor de la víctima y despreocupación ciudadana por lo que “total ya pasó”.

Mientras, el violador elige a la próxima adolescente.

* Coordinadora del Programa Las Víctimas contra las Violencias, Ministerio del Interior de la Nación.

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