CONTRATAPA

Breve historia de una relación oscilante

 Por Juan Gelman

Es la que mantuvieron, mantienen y –se supone– no dejarán de mantener la CIA y Mujaidines del Pueblo, la organización terrorista iraní. Es una relación con abruptos sobresaltos, parecida a la de esos matrimonios indisolubles que se pelean, se separan y se vuelven a juntar. Sería de amor-odio si algo de eso existiera en este campo, pero no, las pasiones son muy otras: la política, el dinero y la costumbre de matar. Es notorio desde 1981 que ese servicio de Inteligencia norteamericano equipa, financia y hasta entrena a los mujaidines: luego de la derrota soviética en Afganistán, la CIA utiliza a estos mercenarios para cometer atentados en territorio iraní. Controla también a los separatistas del Arabistán –la región árabe de Irán– y al grupo terrorista Jundullah de Beluchistán, zona paquistaní que linda con el país persa. La Casa Blanca no vacila en alimentar al terrorismo para su presunta “guerra antiterrorista”. Haced lo que yo digo pero no lo que yo hago.

La trayectoria de Mujaidines del Pueblo es otra paradoja. Nació en 1965, fundada por musulmanes democráticos y progresistas que deseaban acabar con la dictadura del sha Mohammed Reza Pahlevi: la Savak, su brutal policía política que la CIA y el M16 británico encuadraban alegremente, detuvo a más de medio millón de personas entre 1957 y 1978 y fueron decenas de miles los opositores torturados, desaparecidos y/o sometidos a juicios sumarios, fusilamiento incluido. Los mujaidines ejercieron la guerrilla urbana, fueron ferozmente reprimidos y estaban muy debilitados cuando el ayatolá Jomeini, apoyado por el estamento clerical, llegó al poder en febrero de 1979. Esa fragilidad les impidió jugar el papel político al que aspiraban: tenaces partidarios de un Estado laico sin intrusiones clericales, se convirtieron en el sector principal de la oposición. El ayatolá Jomeini les propinó el calificativo de “islamo-marxistas”, una especie poco conocida. Perseguidos, los mujaidines pasaron a la semiclandestinidad.

En septiembre de 1980 estalla la guerra Irán-Irak desencadenada por Saddam Hussein con el sostén de EE.UU. y aliados. El régimen de Teherán fusila a todo mujaidín que encuentra, los que escapan a la matanza se refugian sobre todo en Irak y empieza su deriva. Massud Radjavi, jefe de la organización, es expulsado de su asilo en Francia en 1986, regresa a Bagdad y firma un acuerdo con Saddam: los mujaidines iraníes realizan atentados terroristas en su propio país y participan en la sangrienta represión de las insurrecciones de chiítas y kurdos iraquíes de 1991. Atrás, muy atrás, ha quedado la “interpretación socialista” del Corán que alguna vez preconizaron. Se han vuelto mercenarios al servicio de Saddam y de la CIA. En junio de 1993 vuelan 11 oleoductos iraníes, pero los gigantes del ramo Total y Shell habían firmado varios contratos con Irán y en 1997 el Departamento de Estado incluye en su lista negra a los mujaidines. Se han convertido oficialmente en terroristas. El petróleo es el petróleo.

El Pentágono va más lejos: el 15 de abril del 2003, seis días después de la caída de Bagdad, los ocupantes bombardean los campos de entrenamiento de sus ex amigos en la estepa iraquí. Lo hicieron, en verdad, de manera bastante amistosa: hay indicios de que antes de bombardear avisaron a los mujaidines. Es que éstos tenían y tienen no pocos apoyos en Washington, particularmente entre neoconservadores encantados con la idea de ocupar Irán. Por ejemplo, según el semanario Newsweek, unos 200 legisladores, tanto demócratas como republicanos. O John Ashcroft, que se desempeñó como fiscal general de EE.UU. –y de W. Bush– hasta el 2005 y sostuvo una posición curiosa: su portavoz declaró en abril del 2003 que el hecho de que los mujaidines hubieran sido declarados terroristas por el Departamento de Estado “no necesariamente convierte al grupo en (una organización) ilegal”. En fin.

La suavidad del trato que la Casa Blanca destinaba a los mujaidines era una contradicción manifiesta con los fundamentos de la llamada guerra antiterrorista y provocaba irritación en países aliados. Canberra y París expulsaron a los miembros de la organización refugiados en Australia y Francia y en agosto del 2003 W. Bush se vio obligado a tomar algunas medidas: el Departamento de Estado cerró las oficinas del Consejo Nacional de la Resistencia Iraní –fachada política de los mujaidines– que funcionaban libremente en Washington y el Departamento del Tesoro congeló sus cuentas bancarias. Algo es algo y el algo no duró mucho. La CIA reanudó su apoyo al grupo terrorista, que sigue incursionando en territorio iraní para cometer atentados. Se impondría una pregunta: ¿cómo es posible que hombres que combatieron la dictadura del sha en aras de un ideal progresista se hayan convertido en seres que no vacilan en asesinar a compatriotas inocentes? Pero hace muchos años ya que Stalin y otros recorrieron idéntico trayecto.

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