CULTURA › OPINION

La utopía secreta

 Por Alan Pauls

Durante cuarenta años Barthes no hizo más que sustraerse de todo: marxismo, semiología, estructuralismo, lacanismo, telquelismo... (¡Todos lugares a los que su nombre, por otro lado, quedaba asociado para siempre!) Suerte de Houdini epistemológico, Barthes siempre estaba yéndose de todas partes. Le gustaba fecundar (una disciplina, un saber, un campo) y huir. En ese sentido, la afiliación es la experiencia más álgida que podía tocarle enfrentar y la afirmación –operación básica del afiliado–, el modo de discurso más aterrador. Si afiliación y afirmación van juntas es porque comparten, para Barthes, un elemento profundamente nefasto –más por el tedio que inspira que por la amenaza que representa–: el factor dogmático, esa propensión a la adherencia que afecta a instituciones, saberes, lenguajes, paradigmas, estilos, condenándolos siempre a instalarse, cristalizar, “prender”. Lo único que desvela verdaderamente a Barthes –y cuánto le debemos a su insomnio– es quedar pegado. De ahí, a la vez, los “objetos malos” que rondan su obra (el poder, los sistemas, los lenguajes-ventosa, los códigos, el estereotipo, la estupidez, la imagen) y las estrategias que urde para conjurarlos, que van del chisporroteo erótico al zen: el flirteo, la deriva transversal, la abstinencia.
“La lengua es fascista”, proclamó Barthes en 1977. La frase es más que un slogan eficaz para conjurar fobias propias; suena como una de esas paradojas diabólicas que entretenían a los griegos (Miento..., etc.) y nosotros seguimos practicando para tantear el vértigo del lenguaje. Si la lengua es opresiva, dice Barthes, es porque “se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir”. Pero la lengua, entre otras cosas, también sirve para decir que la lengua es opresiva. Tal vez no alcance para desactivar su fascismo pero sí para problematizarlo y –en el mejor de los casos– burlarlo. Y Barthes siempre tuvo algo de burlador. El zigzagueo, los atajos, la ubicuidad, la capacidad para tener la cabeza siempre en otro lado: juntas, las clásicas actitudes barthesianas podrían componer un verdadero manual de donjuanismo teórico. El spleen de Barthes, como el de Don Juan, está hecho de promesas incumplidas, de traiciones, de insatisfacción; empieza en el hechizo, termina en el hastío y sólo reconoce una fuerza motriz: el miedo. “En el origen de todo, el miedo”, dice Barthes. La confesión hace juego con la cita de Thomas Hobbes que presidía El placer del texto (1973): “La única pasión de mi vida ha sido el miedo”. Pero del miedo, en Barthes, nace un método: se llama seducción y también –si limpiamos la palabra de todo el desdén que la aflige– histeria. Porque el Barthes que huía de las ventosas del mundo bien hubiera podido decir “quiero estar solo”. (Es lo que pedía Greta Garbo, a la que Barthes, por otra parte, consagra una de sus mejores mitologías.) Barthes quería lo imposible: estar solo y seducir. ¿Es un crimen? No, es mucho más y mucho menos: es una utopía. La utopía secreta del sujeto que escribe.

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