DEPORTES › LA PATRIA TRANSPIRADA (24 PULGADAS, EN REPOSO)

La madre que te parió

 Por Juan Sasturain

Después de lo de ayer, que no nos pregunten más por qué nos gusta y apasiona el fútbol. La suma infinita de variantes, de combinaciones, de circunstancias aleatorias e imprevistas que se actualizan durante noventa minutos hacen de este juego inmejorable, que mezcla como ninguno lo individual y lo colectivo –y que me perdonen De Mille y Charlton Heston– el espectáculo más grande del mundo. Porque es juego y competencia en grado extremo, y por eso mismo exige y mezcla inteligencia, huevos, genio y suerte. Y cada vez esa ecuación, esa tirada de dados, es única. Como ayer.

Por ejemplo, el partido desde ellos: pongámonos por un momento la camiseta iraní, la barba ocasional, pintémonos la cara de verde, blanco y rojo y –tras inclinarnos hacia La Meca y encomendarnos a Alá– miremos el partido desde un bar o café de Teherán, en barra y sin birra. Glorioso partido, el nuestro. Aguante prolijo y ordenado, sin errores, contra uno de los candidatos que tiene, además, al mejor del mundo. Y no sólo eso: de contra lo pudimos ganar, e incluso el referí –que siempre ayuda a los poderosos– no nos dio un penal, el de Zabaleta a Reza, que vio todo el mundo menos él. Y en el último minuto (nunca más fatal), en el último minuto, ese enano que estuvo borrado durante media hora, ausente y desalentado por nuestra marca ordenada, la viene a poner ahí... Es de no creer. No es justo. ¿Qué hicimos para merecer esto? Nada. Ahora, a llorar a la mezquita.

Por ejemplo, el partido nuestro, desde acá: reconozcamos nuestra predisposición favorable de salida ante el equipo que puso Sabella, lo mejor que podemos poner –creemos– dentro de lo que llevamos. Y no sólo eso: le damos la derecha al melanco entrenador, que puede taparnos la boca con la actuación del pibe Rojo (el mejor, en todos los sentidos) al que ninguneamos prejuiciosos; y que también merece aplauso por su banca a Romerito, que apareció cuando debía y se equivocó menos que nosotros al prejuzgar su fragilidad.

Después, un trámite que se desarrolló dentro de lo esperable y que si no se iluminó de goles fue por cuatro razones: las imprecisiones puntuales del Pipita; la carencia de remates de afuera –es crónico—; la falta de coordinación entre los buenos desbordes y los centros para nadie que la toque o conecte en el vital Cubo de Palermo (ese poliedro de tres metros de lado con base en el punto del penal) vacío de camisetas criollas; y la intermitencia casi clínica del piantado Diez providencial, ausente largo rato sin aviso. Hasta que apareció, y cuándo y cómo. Tuvimos suerte y genio: la suerte de tener un genio, quiero decir. Ahora, a agradecerle a la mamá, que lo parió acá.

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