DEPORTES › OPINION

La versión deportiva de un proyecto fallido

 Por Pablo Vignone

¿Qué esperaban? ¿Que la que es considerada a viva voz la peor administración riverplatense de la historia no sufriera un correlato acorde en el terreno de juego? ¿Que las chapucerías dirigenciales resultarían exculpadas por un rendimiento futbolístico diametralmente opuesto, generado de manera espontánea en el vestuario y en el campo?

La renuncia de Daniel Passarella había sido anunciada ya de manera múltiple: solo una de ellas fue el anuncio público del propio entrenador de dar un paso al costado si estos últimos seis meses del año no arrojaban bonanza alguna. Los observadores diestros descubrieron otras cuantas.

Los entrenadores siguen siendo los fusibles del fútbol, aun cuando para cubrirse mejor las espaldas en los últimos años fueron engordando el volumen de su cartera de colaboradores hasta tornarla casi tan gruesa como el mismo equipo titular.

Antes se decía que era más fácil echar al técnico que a todo el equipo; ahora la brecha es ostensiblemente menor, aunque no lo suficiente –todavía– como para mover a la duda a los directivos. Los mismos que, poniendo en escena ahora algún fresco teatral, disimulan en parte su culposa responsabilidad.

Seis meses atrás, Passarella le puso precio a su propia cabeza queriendo ganar lo único que podía ganar entonces: tiempo, ya que no partidos o puntos. Pero el calendario se le agotó inevitablemente, por lo visto más tarde que sus ideas sobre cómo hacer funcionar un equipo, algo que sabía hace diez años o más.

Ducho tanto en lengua como en matemática, el entrenador es un hombre de palabra pero también de cálculo. No disponía ya de espacio para la maniobra y sus sumas dan lo mismo que las de cualquier otro: irse antes de que te echen siempre deja una puerta abierta, sobre todo si fuiste ídolo futbolístico absoluto en el club en el que ahora rompen tus estampitas una por una. No será el ex Gran Capitán el que le eche siete llaves al portón de salida a sus espaldas.

Además, Passarella sabe cómo llegó 20 meses atrás: no querrá seguramente vivir la experiencia del otro lado del mostrador. El mensaje se lo enviaron los popes actuales: “Sabemos que Passarella es un hombre de palabra y un caballero”, le soltaron la mano.

Tampoco lo salvaron los jugadores, está claro. Futbolistas que recibieron elogios hasta la saciedad –¿quién no recuerda el bardo durante el verano con, por ejemplo, Belluschi?– no sacaron a relucir la fibra que podría haber no ya salvado la ropa de su entrenador sino evitarles la depreciación de sus respectivas cotizaciones, individuales como colectivas, que seguramente operará en la bolsa del fútbol cuyos hilos manejan representantes y empresarios.

Es cierto que, quizás, con sus erráticos movimientos de piezas, con innumerables cambios no siempre justificados, el entrenador les quitó confianza, les retaceó respaldo, los sumió en un tembladeral anímico en el cual, más tarde, se hundieron todos. Pero tampoco hay que exagerar. Si no, se llegará al punto en el que será perfectamente normal que los partidos no los ganan ni los pierden los futbolistas. La racha de resultados en baja ante rivales de relativa jerarquía tampoco se explica solamente aludiendo a un puñado de decisiones desacertadas del técnico.

No es una tanda de penales la que expulsa a Passarella del banco, ni tampoco su compromiso con la promesa empeñada, ni la ausencia de un elenco estable y eficaz. Es su emergencia como vertiente deportiva de un proyecto completamente fallido la que opera su propio naufragio.

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