DIALOGOS › MAIA PLISETSKAYA, A LOS 79, REPASA SU VIDA: LA DANZA, LA UNION SOVIETICA, EL BOLSHOI

“Sigo bailando, mis piernas no están cansadas”

Se la llamó la Maria Callas del ballet. Pero cuando se lo dijeron, ella no conocía a la diva de la ópera. Aquí cuenta cómo fue (es) vivir para la danza y su vida en la Unión Soviética bajo el régimen que la condicionó pero que también la hizo famosa. Y analiza el ballet actual.

 Por Lola Huete Machado *

Sentada en su sillón, Maia mira la libreta repleta de preguntas: “Necesitaría otra vida para responder a eso, y mucho ya lo he contado en mi autobiografía. Bien, ¿por dónde empezamos?”.
–¿Por el Premio Príncipe de Asturias, que ganó hace poco?
–¡Uh!, estoy orgullosa. Es muy prestigioso. Y aún más importante porque es la primera vez que se concede al ballet. Ya se sabe, los Premios Nobel no son para los artistas... A mí me han dado muchos, del Lenin a la Legión de Honor francesa; pero éste es especial para mí, que quiero tanto a España.
–¿Por qué?
–No sé. Desde niña es así. En la escuela estudiábamos todo tipo de danzas no clásicas. Y para mí la mejor era la española. Lo demás era como infantil. Lo español ha estado siempre ahí. He bailado los mejores papeles, Don Quijote, Laurencia, Carmen... Y Shchedrin, mi marido, escribió una música para mí, un homenaje a Albéniz. Y ahí estaba España otra vez. He trabajado allí, he dirigido, tengo nacionalidad española desde 1989... Hace no mucho impartí en Madrid unas clases magistrales...
–Usted le ha dado todo al ballet. ¿Qué le ha dado éste a cambio?
–“Yo bailo, actúo para mí mismo...” Es una frase tópica. Pues no, yo no. Siempre he bailado para el público. Personalmente no lo necesito.
–¿No necesita bailar cada día?
–No. Por mí nunca habría bailado. A veces lo hago para mi marido, cuando él toca el piano. Un pase privado. Nadie nos ve.
–¿No sintió nunca el gusanillo?
–Nunca lo sentí.
Pero hay una anécdota de cuando, con cinco años, se puso a bailar en medio del bulevar Stretenski de Moscú. “Cuando dentro de cincuenta o sesenta años a alguien se le ocurra la locura de rodar una película sobre mi vida, le ruego desde ahora a ese señor director del futuro que se abstenga de incluir este episodio”, dice.
–¿Era lo artístico una tradición familiar?
–Sí, pero yo quería ser actriz dramática. Mi tía lo era, y mi madre (Rachil Messerer) hacía films mudos. De muy niña me llevó a ver una de sus películas; la mataba un caballo, y ella, a mi lado en las butacas, intentaba consolarme: “Que estoy aquí, que no me ha pasado nada...”. Sí, estuve rodeada de drama, de cine...
Sobre todo de drama. “Detuvieron a mi padre de madrugada. Algo así ha sido descripto infinidad de veces en la literatura, en el cine, en el teatro..., pero es terrible vivir algo así. Hombres desconocidos. Grandes palabras. Revuelven la casa. Buscan. Mi madre, llorosa, embarazada. Mi hermano pequeño, asustado. Mi padre que se viste con manos temblorosas, porque a él le resulta doloroso, por nosotros. La sorpresa de los vecinos. Las palabras de la administradora de la casa: ‘Lo mejor era pegarles dos tiros a todos, enemigos del pueblo’.”
La marca de hija de un enemigo del pueblo no le impidió encontrar y desarrollar su profesión. “Mis viejos camaradas se acordarán de lo que Stalin le decía al mundo en sus discursos: ‘No detendré al hijo por el padre’. No nos detenían, pero nos vigilaban constantemente... Sin embargo, le estoy agradecida al destino: aprendí el trabajo que quería, actué, se hicieron coreografías para mí, no necesité morirme de hambre.”
–¿Cómo vivió el hecho de ir convirtiéndose en una estrella?
–Fue un proceso. Estudias, y ese estudio te conduce a algo... Fue algo académico.
–Al verla bailar no se tiene la impresión de que sea algo académico. Usted está llena de emoción y expresividad...
–Es que yo nunca he trabajado, he bailado. Y eso para mí es un divertimento. Cuando me preparo no puedo decir que trabajo duro, no. Me encantaba bailar y me encantaba el escenario. Pero decir que he trabajado como una negra, jamás...
–¿... nunca ha estado cansada?
–Nunca. Por eso quizás he bailado durante tanto tiempo, por eso sigo bailando. Mis piernas no están cansadas.
–¿Su cuerpo no está forzado?
–No lo sé. Pero yo veo a bailarinas que con 40 usan muletas. Esto puede llegar a ser una tortura y yo nunca me he torturado. Nunca fui contra la naturaleza. Quizá porque tenía unas piernas muy capacitadas.
–¿Por qué fue la naturaleza tan generosa con usted?
–Es una pregunta extraña. Te lo voy a preguntar yo a ti... ¿Por qué Cervantes fue buen escritor? No se sabe. ¿Por qué hubo un Pushkin? Nadie lo sabe...
–Bueno, si se trata de algo físico, de condiciones físicas, siempre es fácil decir...
–Es muy difícil contestar a eso. Te voy a contar algo. Iba un viejo por la calle, tenía una barba larga y blanca, y detrás de él corrían los críos y se burlaban. “Abuelo”, decían, “cuando duermes ¿colocas la barba debajo o encima de la manta?”. Y el viejito empezó a pensar y a pensar... Y dejó de dormir.
–¿No hay que interrogarse sobre las cosas que uno hace?
–No, porque quien las hace no lo piensa. Si piensas, dejas de hacerlas; no duermes.
–¿Viaja usted mucho a Rusia?
–Vivimos en Alemania desde 1991. Tenemos tres casas, vamos por temporadas. Una en Lituania, un apartamento en Moscú, y éste alquilado...
–Allí en Moscú tendrá a sus amigos del ballet, del Bolshoi.
–No. No tengo amigos en el ballet (se ríe). No vivo en el círculo teatral de Moscú. Nunca los tuve. Trabajamos cada segundo, trabajábamos muchísimo. Sin tiempo ni días libres para ver a los actores, a compañeros... Sabes, los amigos en el ballet no existen. Hay que buscarlos fuera.
–¿La última vez que bailó allí...?
–Fue recientemente con el solo del Ave María, que Béjart llamó Ave Maya... El me regaló esa coreografía para mi último cumpleaños. Es lo de los abanicos (lo escenifica con los brazos).
–Usted ofreció toda su vida al teatro Bolshoi y...
–Vi pasar a 12 directores, imagínate. ¿Y directores artísticos?, ¡uf!, muchísimos.
–...vivía en un régimen político que no le gustaba, pero ese régimen la hizo famosa...
–(Hace caso omiso.) Y la gente que venía a Moscú, todos los jefes de gobierno, y fueron muchos, eran obsequiados con una gala, una velada en el Bolshoi. Esa era nuestra riqueza. Y la ofrecíamos...
–Pudo haberse marchado, como otros (Nureyev, Baryshnikov...), y no lo hizo...
–No lo hice por el teatro mismo. Porque quería seguir bailando en él. Era un lugar increíble... El escenario, el ángulo, las maderas, las medidas. No he visto nada igual en ningún sitio, está hecho para la danza clásica. Ahora está cerrado por obras. Durante dos años. No sé lo que va a pasar... Si estropean la acústica, se acabó. ¡Cruz y raya!
–Y salió, al fin, en 1959, con 33 años, tras muchas negativas, de gira a Estados Unidos y Canadá. ¿Qué pensó cuando la gente la recibía tan entusiasta?
–No me acuerdo (se ríe). Sabes, yo estuve en Occidente en mi infancia. Iba con mis padres a la isla de Spitzbergen, porque mi padre era ingeniero jefe de minas. Ibamos a través de Polonia, Alemania, Noruega... Así que no es que saliera de Rusia para ir a América, no; ya había visto mundo antes. Ibamos en tren, el viaje duraba semanas. Y recuerdo que tomábamos un barco, luego otro; era un rompehielos, el Krassin, que hacía ese maratón polar con pasajeros dos veces al año... Así que, para mí, América no fue una sorpresa. Cuando regresamos en 1934 empecé a tomar clases de danza, aún el país no vivía ese boom del ballet posterior.
–¿Ni siquiera Nueva York, su modo de vida, ni siquiera eso le sorprendió?
–Cuando no me dejaban salir a Occidente, durante la democracia popular, yo había visitado ya Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia, Hungría... Muchos países del Este. He tenido la suerte de ver Berlín en toda su última historia...
Aunque no lo recuerde ahora, la gira, 73 días a través de numerosas ciudades americanas, fue impactante para Plisetskaya, según cuenta en su libro. Primero, por las condiciones: “Podíamos ir a pie desde la Séptima Avenida hasta la Metropolitan Opera, pero ¡en grupo! Salir solo estaba prohibido, ¡categóricamente! El pueblo neoyorquino, nos decían, está lleno de agentes del FBI... Y mi euforia viajera se disipó al llegar al hotel... Me vigilaban desde todas partes”. Una constante. Luego, por los muchos famosos que acudieron a admirarla: Gene Kelly, Ella Fitzgerald, Humphrey Bogart, Frank Sinatra, Henry Fonda, los Kennedy...
–Dice que no está en contacto con los artistas de Moscú, pero sigue en Europa la evolución de los más jóvenes. ¿Cómo ve la danza actual?
–Sí, a menudo doy clases aquí y allá, como hice en Madrid. Veo que el ballet de hoy es diferente. La estética ha cambiado. Y me gusta. Lo que pasa es que ahora se han olvidado de la música y de la expresividad. Es todo más acrobático. Una pena. Porque la acrobacia es acrobacia, y el deporte, deporte. Los ejercicios son diferentes para un bailarín; los músculos, la orientación, la idea... Ahora es importante dar muchas vueltas y levantar mucho las piernas. Y en el salto, abrirse por completo... Pero la danza no es sólo eso. A nosotras, los maestros nos decían: “Chicas, no partiros”. Y ahora no es así.
–¿Cómo cree que va a ser en el futuro?
–Va a ser más ballet deportivo, atlético; nada lírico. Quizás alguna bailarina se dedique a esto y destaque. Hay una rusa, Paulina Simeonova, que tiene 20 años y baila en Berlín; es maravillosa, y salta, y baila, y hace de todo. Es mi preferida ahora.
–¿Le hubiera gustado tener escuela, la escuela Maia Plisetskaya?
–No lo sé. No sé para qué.
–Quizá porque ya que nadie baila La muerte del cisne como usted...
–Y qué se le va a hacer...
– ...para enseñarlo.
–Pero eso no se puede enseñar. Todo el mundo me copia, es verdad. Nadie hace lo que hizo Fokine, el coreógrafo; todos me siguen, y lo mío es una improvisación. Todos salen de espaldas, todos se sientan dos veces en el suelo...
–¿Y transmitir ese dramatismo, el dolor, la emoción...?
–Es lo único. Pero eso no se enseña. Si una cantante no tiene voz, no la tendrá. Si un actor no tiene la emoción necesaria para congelar la sala... Te voy a contar otra historia. Hay una casa de reposo para compositores, y allí está Shostakovich. Un día, mientras comen, se le acerca un compositor muy joven y le dice: “Por favor, enséñeme a escribir sinfonías”. El le mira y responde: “Acabo mi sopa y le enseño”.
–¿Cómo se prepara para representar, por ejemplo, la muerte de un animal?
–Hay muchas cosas que me influyen. Ante todo quién toca la música. Si es un violonchelo, o un violín, u orquesta... Violonchelo es así (mueve los brazos, tararea)... Y es importantísimo el suelo, el estado de ánimo, los zapatos... Es curioso, los tengo del ’37, del ’38 y del ’39. Son un problema, no todos son cómodos.
–Entonces, le influye la música, los zapatos... ¿el público?
–No hay público bueno o malo. El público siempre es igual. Si bailo mejor, el público es mejor. Toda la gente tiene los mismos sentimientos, estés donde estés... Les gusta mucho que haya una historia dentro. Por ejemplo, en la India, donde estuve en los ’50, cuando bailaba un paso a dos me preguntaban: “¿Eso qué significa?”. Y sin embargo, La muerte del cisne no genera preguntas. Ninguna. Todo el mundo sabe lo que está pasando. Todos lo sienten.
–¿Esta pieza es lo que más le gusta...?
–Lo que no me gusta, no lo bailé. Todo lo que bailé o bailo me gusta. Epocas diferentes, gustos diferentes...
–¿Admiraba a alguien cuando empezaba en el ballet?
–De joven me gustaban Semionova, Ulanova, que son leyendas; pero también una bailarina de Leningrado, no muy conocida, Alla Schelest... No sé si me gustarían hoy, la verdad. El año pasado editaron un DVD con actuaciones de antiguas bailarinas, y Shchedrin me dijo al verla: “No me vas a convencer de que Semionova era buena. Nunca”. Pero entonces ella era el no va más. Es como les sucedía a los actores dramáticos. Antes aullaban en escena así (aúlla ella) y ahora la gente saldría corriendo ante eso. Dios mío, eso sería tremendo.
–¿Todo es más natural?
–Es verdad. El tiempo y los gustos han cambiado. Pero los genios quedan. Rembrandt siempre será Rembrandt...
–¿Y bailarinas contemporáneas?
–Ana Pavlova se quedó en la historia por ser muy expresiva. En cada foto, aunque sea mala, ves que ella está posando, pero es muy natural. Todos la imitaron y no hubo una segunda Pavlova.
–¿Cómo es su relación con grandes como Alicia Alonso, Margot Fonteyn...?
–No soy su admiradora; ni de una, ni de la otra. No tienen expresividad.
–No han bailado nunca juntas; en galas de estrellas, por ejemplo. ¿Por qué?
–No, o ellas, o yo. Es que no puede haber dos Toscas en Tosca... (se ríe).
–¿Y con Martha Graham?
–Fue una tarde increíble aquélla (se refiere a la gala junto a Baryshnikov y Nureyev en Nueva York en 1988). Fue la primera y la última vez que sucedió algo así. Eramos Baryshnikov, Nureyev y yo. A mí me costó salir de España, donde estaba. Me prohibieron ir a bailar con ellos. Pero fui. Y entre ellos no se hablaban. Jamás coincidieron; ni en los camerinos, ni en nada.
–Esa noche, tres grandes juntos... Fue un acontecimiento sensacional para el público, y el público es lo fundamental, ¿no? ¿Por qué no repetir galas así más veces?
–Pero el público no sabía nada de todo lo que pasaba detrás, entre ellos. Y lo hicimos sólo por Martha. Además, hubo luego un escándalo, eso no lo conté ni en el libro. Se celebró una fiesta. A mí me sentaron a una mesa con Baryshnikov. La decisión fue del director de la compañía de Martha. Nureyev estaba en otra, y no le gustó su ubicación porque cuando aquél se le acercó, le derramó la copa de vino tinto en la camisa blanca... Bueno,en el teatro también es así; los grandes actores dramáticos también se odian. Y los de ópera, y los escritores (se ríe). Sí, esto es como un nido de culebras. Pero es la condición humana, lo acepto como tal...
–Dicen que usted es muy libre, que nunca firma contratos...
–Era el Estado soviético el que firmaba y controlaba todo (Goskonzert se llamaba la entidad que organizaba las giras). Incluso cuando estuve en España fue así, hasta la perestroika. Fue un horror... La esposa de Gorbachov despidió a todos los bailarines del Bolshoi.
Cuenta Maia Plisetskaya que en 1959, cuando pisó por vez primera Estados Unidos, ganaba 40 dólares por representación. “Si no bailaba, no cobraba nada. Los del cuerpo de baile recibían sólo cinco dólares. En una representación posterior de La dama del perrito, el animal que nos acompañaba en el escenario cobraba unos 700. Las condiciones financieras de los artistas eran un secreto en la URSS. Estaba prohibido cualquier comentario sobre el tema”. Y recuerda cómo todos, en los viajes, se llenaban las maletas de comida, de perfumes, de ropa... “Empresarios de todos los continentes saben mejor que nadie cómo nos trataba el Estado soviético a los artistas... Pero también para ellos no había nada más rentable que los artistas rusos...”, cuenta. Y sigue: “Si un día se celebrara un proceso de Nuremberg contra los asesinos del comunismo, entonces me gustaría, en el caso de que aún viviera para verlo, levantarme y decir bien alto: ‘No se olviden de los colaboradores, los cómplices... Sin su ayuda, el comunismo habría salido mucho antes de escena’.”
–Alguien me contó que usted había dicho una vez que enamorarse interfiere mucho con el baile, que quita energía...
–No. Nunca pude decir eso. Seguro lo ha dicho alguien muy enamoradizo..., al que le influyen mucho estas cosas... No quita energía, no.
–Para otros, sin embargo, el ballet clásico es un desahogo lírico del sexo; dicen que por eso resulta tan sensual...
–Pensar demasiado es la ruina... (se ríe). Cuando sales al escenario, lo único que importa es la música. Tienes que escucharla. Un director de orquesta me decía: “Sabe, no puedo satisfacer a las bailarinas, se quejan siempre. Que si rápido, que si lento... ¿Qué hago?”. Y yo: “Bueno, usted tiene una partitura, ahí está todo escrito, y si ella no puede, bueno, pues que se vaya a casa...”.
–Pero el público hace sus interpretaciones..., y no digamos los críticos...
–Los críticos siempre piensan cosas raras, están llenos de ideas raras.
–Alguno dijo de usted que era la Maria Callas de la danza...
–Sí. Y yo aún no sabía quién era Maria Callas, y dije aquello de: “Espero que esa Maria sea buena”. “Maia, no muestres tu ignorancia”, me prevenían los de alrededor... Nunca la vi en directo. Luego, sí, luego la escuché en discos.
–¿Y cómo se siente uno con tantos años?
–Igual. Pero, bueno, no son veinte ya.
–¿Su secreto para conservarse tan bien?
–Los secretos no se cuentan; a los espías los fusilan, ya sabes (se ríe). Nada de nada es mi secreto. Dar paseos, sentarme en un café, estar tumbada, leer...
–¿Qué sacrificios físicos tenía que hacer una bailarina, qué dieta...?
–Ninguna. Nunca hice ningún sacrificio. Hay bailarinas que engordan enseguida. Pero, en el caso de Rusia, hay pocos niños gordos. Sí están de moda ahora esas chicas que desfilan, que son como cadáveres... No me gusta. Mira las viejas películas, las actrices de antaño, las bailarinas; estaban fuertes. Ahora sólo las de la ópera lo están, y tampoco.
–La verdadera Maia, la que se queda aquí al cerrarse la puerta, ¿cómo es? ¿Se deprime, le cuesta seguir adelante?
–Uno no puede ser algo extraordinario siempre. Hay alegrías, tristezas, toda la gama de estados de ánimo... No tengo sueños. No soy pesimista ni optimista.
–¿Ha tenido siempre, además, el apoyo de su marido, Shchedrin?
–Nadie tiene un marido como el mío. Jamás he visto una relación parecida. Ni en la literatura... Es una persona increíble. El 2 de octubre es nuestro aniversario de boda, 47 años.
–¿Le hubiera gustado tener hijos?
–No. O los niños, o la profesión. Preferí mi profesión. Todo el mundo puede tenerlos, pero no todos pueden bailar...
–¿Qué es lo que le hubiera gustado hacer a Maia Plisetskaya que no ha hecho?
–He hecho muchas cosas. Claro, que siempre puedes hacer más. Pero creo que conocí muy tarde a Béjart. El dijo una vez: “Si hubiera conocido a Plisetskaya hace veinte años, el ballet sería hoy muy diferente”. Yo también lo creo.

* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.

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