DIALOGOS › FERNANDO ULLOA EXPLICA LA ARTICULACION ENTRE SALUD MENTAL, PSICOANALISIS Y POLITICA

“La ética del deseo debe balancearse con la ética del compromiso”

A los 83 años, Fernando Ulloa no es sólo una gloria del psicoanálisis argentino. Es un psicoanalista en un momento pleno de su práctica y producción teórica: la salud mental en el espacio público político. Aquí, da cuenta de esa experiencia, la de examinar a la sociedad e incidir sobre ella.

 Por Pedro Lipcovich

En la biblioteca del consultorio de Fernando Ulloa se destacan los libros de crítica: Harold Bloom, gran parte de la obra de George Steiner. Si Freud distinguió a los poetas, los escritores, como fuente de sabiduría para el psicoanálisis, Ulloa vino a hacer algo parecido con los críticos; la generación de un “pensamiento crítico” es el eje de su trabajo con lo que denomina la “numerosidad social”.

–Una institución, supongamos un hospital o un equipo de salud, me llama porque tiene conflictos serios o no le salen bien las cosas o enfrenta nuevos desafíos. En esa situación, que llamo de numerosidad social, se suscita un “acto de habla mirado”: el término viene del derecho romano; eran palabras habladas ante testigos que acreditaban su valor de compromiso. En esa escena formada por 20, 40, 200 personas, el peso de las palabras se multiplica, pero también aparecen ocurrencias, inventivas. Yo fui un chico campesino, nací en Pigüé: en las casas, recuerdo, se contaban sucedidos; todos escuchaban en ronda pero siempre, en alguna pausa del relato, otro intervenía: “A propósito de lo que usted está diciendo...”. Este es el que llamo efecto per. Se trata de algo que Freud mencionó como “memoria perlaborativa”. El prefijo remite a aquello que se extiende en el tiempo: perdura, pervive. Es una memoria que estaba perdida hasta que algo la vuelve a hacer presente, “a propósito de...”. En la numerosidad social, el efecto per estimula a que lo reprimido, en forma de ocurrencia, surja, y entonces empieza el pensamiento crítico: empiezan a debatirse esas cosas que todos veían cada día sin advertirlo.

–¿Podríamos ver esto en un ejemplo?

–Uno de mis actuales bancos de prueba, como los llamo, es una residencia interdisciplinaria de médicos, trabajadores sociales y psicólogos, que trabajan en un barrio muy carenciado cerca de La Plata. Una chiquita de seis años fue llevada a consulta con flujo maloliente y escoriaciones en la vulva. Dos médicas la revisaron y diagnosticaron falta de higiene. Dos o tres meses después, la nena volvió con el mismo cuadro. Se la envió a un dispensario en La Plata que atiende casos de abuso sexual, y allí ratificaron: falta de higiene. La nena no volvió a la consulta. Pasaron tres años hasta que una abuela de la nena se dio cuenta de lo que pasaba: el segundo marido de la madre abusaba de la nena. El diagnóstico no podía haberse logrado desde la medicina porque no había lesiones importantes, sólo manoseos. Pero faltó un buen seguimiento desde los trabajadores sociales.

–Revelado y hecho cesar el abuso, la nena empezó a ser tratada por una psicóloga de la institución.

–Pero no respondía al tratamiento –cuenta Ulloa–. Hasta que un día le propuse a la psicóloga que empezara a trabajar con el cuerpo, y todo cambió. Es que tanto en una niña resignada ante el abuso como en una comunidad resignada ante la miseria, el cuerpo se desadueña. Yo denomino “síndrome de padecimiento” lo que sucede cuando un sujeto o una comunidad se resignan frente al sufrimiento. Lo primero que se pierde es el coraje: la nena no podía decirle a la madre lo que le estaba haciendo ese hombre. Pierden valentía la comunidad resignada a la indigencia o el profesional que, en el manicomio, se resigna a la indigencia intelectual. Y pierden lucidez. Los hechos que padecen se naturalizan: los sujetos reniegan de las condiciones adversas en que viven, y esto lleva a una amputación del aparato perceptual: el sujeto ya no sabe a qué atenerse, y se atiene a las consecuencias. Y el cuerpo se desadueña: ya sólo responde a movimientos reflejos, defensivos, no elige movimientos nuevos. El cuerpo desadueñado pierde su contentamiento. Pero de pronto surge algo nuevo, el piquete: esos mismos cuerpos trazan nuevos movimientos, cortan la ruta. Cuando el cuerpo recupera su contentamiento, se recupera el coraje.

–Así, a partir del caso de la niña abusada, Ulloa avanza hacia lo que llama una clínica de la salud mental.

–Un paradigma del síndrome de padecimiento es la cultura de mortificación, que abarca a grandes sectores, donde la queja no se eleva a protesta y las infracciones sustituyen a las transgresiones. La transgresión, que se juega a cara o cruz, puede fundar una teoría revulsiva o revolucionaria, o una ruptura epistemológica. Y funda la fiesta. En la cultura de mortificación, bajo el padecimiento colectivo, no hay más que infracciones. En estos términos bosquejo una clínica de la salud mental: cómo lograr que alguien salga de la resignación, que genera padecimiento, para pasar a la pasión de la lucha. “Pasión” es una palabra de la misma familia pero donde la “c” de “padecer” cambió por una “s”, que es de “sufrimiento” pero también de “sujeto”. Bueno, yo me dedico a la producción de salud mental en equipos de salud.

–En aquella institución, ¿cómo se concretó su trabajo con el equipo, con la “numerosidad social”?

–El caso de la chiquita fue un “analizador”: un punto de discusión suficientemente abarcativo para concitar el interés de todos y suficientemente acotado para que el pensamiento crítico no se pierda en generalidades. Cuando el analizador se va agotando suele aparecer otro, y así se va creando una estructura de pensamiento. El caso de la chiquita, como analizador, conduce a la cuestión de cómo responder en términos comunitarios a la frecuencia de abusos sexuales, incrementados por la miseria, la convivencia promiscua, la sobrevivencia. A menudo los profesionales se limitan a hacer la denuncia policial y esto no resuelve la cuestión: hay miles de denuncias cajoneadas. A partir de este caso, fueron las trabajadoras sociales quienes advirtieron que, en barrios como ése, los abusos no son “delitos privados”: son frecuentes, públicos, y la organización atenta de la comunidad es lo que puede ponerles límite.

Ante los grupos, Ulloa no se presenta para enseñar, sino para discernir lo que los sujetos ya saben pero desestiman.

–Mi trabajo con la numerosidad social es producir los que llamo “notables”: gente que tiene algo que decir. Yo los identifico en las primeras reuniones. No son los que más hablan, tienen una actitud distante. Me escuchan en silencio, con cierto fastidio, como pensando: “Yo dije mil veces lo que éste que viene de afuera dice ahora, pero no me escucharon”. Y tienen razón. No hablan porque se han llamado a silencio. Son distintos: notables. Son los que se cansaron de predicar en el desierto. Siempre existen, siempre los encuentro. En cambio los portavoces, los que enuncian por qué he sido convocado, no dicen más que lo ya reconocido, esas quejas. Entonces yo hago intervenir a uno de los notables: “¿Vos qué pensás de esto que están diciendo?”. Y él, con su experiencia allí, que es mucho mayor que la mía, va a decir algo que romperá la situación.

–¿Esta intervención logra modificar las instituciones? Ulloa tardó años en encontrar su respuesta.

–Sucedió que, al pasar el tiempo, me encontraba con gente que me decía: “Yo estuve cuando vos hiciste un trabajo en tal institución...”. “Ah, sí, fue un desastre”, contestaba yo. “Pero no: la institución no cambió pero varios de nosotros nos organizamos, nos capacitamos y logramos cambios en nuestro sector”; o bien: “Vimos que la institución era refractaria a todo cambio y nos fuimos, fundamos otra institución distinta”. El trabajo había tenido efectos, no siempre en las políticas institucionales pero sí en las subjetividades. La numerosidad social es, en última instancia, una fábrica de notables.

–Hace unos momentos usted mencionó un posible incremento de abusos sexuales en relación con la miseria y “la sobrevivencia”: esto podría referirse a una de las formas que usted ha discernido en su estudio de la crueldad, la “crueldad del sobreviviente”.

–Sí, hay una crueldad del sobreviviente de la destrucción social: él va matando, a la busca de su propia muerte. Personas que habían optado por la delincuencia, al resultar heridas, llegaban a pedir que no se llamara a la ambulancia: “Quiero morir en la calle”. El sabe que se juega la vida. Claro, mejor no llegar a toparse con él porque puede ser muy violento: su ética de sobreviviente es la violencia y él sabe que lo espera la cárcel, el hospicio o, si tiene suerte, el cementerio. Hay un concepto psicoanalítico que dice que, en el final de nuestras vidas, nos espera el real de nuestro cadáver: él cotidianamente anuncia cómo su cuerpo ha de ser cadáver.

–En este marco, Ulloa menciona otro de sus “bancos de prueba”.

–Una de mis experiencias actuales es el trabajo con Barriletes en Bandada, que organizó la psicóloga Marta Basile en Neuquén. En un lugar que le presta un colegio público, trabaja con unos 60 chicos de seis a once años que todavía no saben leer; viven en condiciones de gran adversidad social, de altísimo riesgo; la escuela común no encuentra la forma de ocuparse de ellos. En Barriletes, además de dárseles el almuerzo, lo cual es esencial, se les propone contar cuentos. Como no saben escribir, Marta los escribe. Los relatos traducen la violencia, los abusos. Ella les explica: “No se puede hacer público un cuento así porque te podría traer problemas con tus padres: entonces, vamos a darle una forma que se llama literaria, que no oculte los hechos pero no te ponga en riesgo”. Así, para escribir sus pequeños cuentos tristes, los chicos aprenden a leer y escribir, y muy rápido. Pero no es sólo eso. Esos chicos no tenían noción de propiedad personalizada. Entonces, les ofrecieron ser dueños, cada uno, de un objeto cotidiano, por ejemplo un cubierto: “¡El cuchillo!”. No, cuchillo no. Pero sí la cuchara. “¡Mi mamá siempre dice que ella, en la familia, no puede meter cuchara!”, dice una nena.

–Quizá la difícil juntura entre psicoanálisis y salud mental pueda leerse en el apólogo de la nena que, a diferencia de su madre, podrá meter cuchara, porque alguien se la otorgó.

–A partir de esa propiedad personalizada –continúa Ulloa–, los chicos empiezan a cuidar la propiedad pública. Por ejemplo, unos chicos de Barrilete ven que, en el colegio donde se reúnen, un alumno está arruinando algo, un banco con una navaja: se acercan, le dicen que no, que ese banco es de todos. Y llegan a romper ese tabú de las mafias y de los chicos, no denunciar: hay una maestra a quien pueden avisarle para que las autoridades detengan el acto de vandalismo pero bajo el compromiso de que el alumno infractor no sea sancionado. Así se van consolidando pautas culturales distintas, mediante formas de trabajo que excluyen la violencia.

–Tratándose de crueldades, ésa del sobreviviente no es por cierto la peor.

–Hay distintas formas de crueldad. Una es simplemente la del “malo”, como lo designa el habla habitual: malo es el que se apodera de la capacidad de decisión del otro. Todos podemos llegar a ser malos. Pero existe también lo que llamo la vera crueldad: la del maligno. Alguna vez me preguntaron por qué no trabajo con torturadores. Un maligno puede pedir análisis, si perdió su confianza o autoestima, o la estima de sus cómplices. Pero mal puede permanecer en un análisis el maligno, que se caga en toda ley, incluso en las normas que presiden un análisis.

–Sin embargo, Frantz Fanon (psiquiatra y militante del FLN en la guerra de liberación de Argelia), en Los condenados de la tierra, refiere haber tratado a torturadores e incluye casos clínicos. La hipótesis del torturador como sujeto no tratable, “maligno”, ¿no conlleva el riesgo de dejar en segundo plano la función política de la tortura?

–No corresponde montar una exculpación del torturador; lo que le corresponde son los estrados de la Justicia. Yo empecé a trabajar la cuestión de la crueldad a partir de un peritaje para Abuelas de Plaza de Mayo, en un caso judicial. La pregunta que se nos formulaba a los peritos era: ¿qué consecuencias sufre un bebé cuya madre fue torturada con picana eléctrica cuando él estaba en su vientre, mantenida con vida hasta el parto y luego asesinada? Esa pregunta trazaba el paradigma de todas las crueldades. En rigor, la vera crueldad, la de estos personajes malignos, en realidad es una mentira, porque es mentira el saber cruel: el saber cruel es el que rechaza lo que aparezca como contrario a la propia ideología o pensamiento sobre cómo debe ser el otro; rechaza lo distinto, lo odia, lo discrimina o lisa y llanamente lo elimina. Entonces, podría simplemente decir que tengo demasiado trabajo con las víctimas como para ocuparme del victimario. Podría aducir, y es verdad, mi repugnancia. Pero además, insisto, mal puede un torturador aceptar las leyes que muestran cómo fueron los hechos.

–Otra área de su práctica es la atención de pacientes privados, y algunos de éstos empresarios, incluso importantes, que pertenecen a un sector social al cual sirvieron aquellos torturadores. En estos tratamientos, ¿se hace presente lo político? Y si es así, ¿de qué manera?

–Para que haya psicoanálisis, debe haber un deseo de escuchar a alguien y también es necesario que alguien demande ser escuchado por ese psicoanalista. El psicoanalista pone en juego la ética del deseo, balanceada por la ética del compromiso: si sólo pone en juego la ética del deseo, va al muere, termina frito como Edipo; pero si sólo trabaja por la ética del compromiso, si no hay deseo, se muere por aburrimiento. Uno de mis pacientes era un empresario bastante exitoso, buena persona, dedicado a causas gremiales en su área, que era amigo de un sindicalista en ascenso. El empresario me pagaba un honorario respetable, el más alto que yo cobraba en ese momento. Yo tengo un honorario que llamo “del Conicet”: si viene un becario del Conicet, paga 60 pesos, aunque yo puedo cobrar cuatro veces más. Bueno, me vino a ver ese sindicalista. Al terminar la entrevista, le digo: “Bueno, hablemos de los honorarios...”. Y él: “... Pero yo sé cuáles son sus honorarios: a mí me manda Fulano, yo sé lo que él paga”. Ingenuamente exclamé: “Pero usted es sindicalista”. “Me cagó”, contestó el tipo. Nos despedimos y nunca más volvió. Fue como si yo, inesperadamente, hubiera planteado cuál era su problema: no todo era santo en él.

–Desde principios de los ’60, Ulloa estuvo ligado a la Carrera de Psicología de la UBA.

–Cuando me propusieron dar un seminario sobre grupos operativos, la carrera todavía funcionaba en el rectorado de la UBA. Se anotaron 80 personas. Teníamos reuniones plenarias y yo promovía que, en determinados momentos, nos quedáramos en silencio, pensando en algo que había sido particularmente interesante. En una situación así, entra Risieri Frondizi, el rector de la Universidad: nos ve, todos callados; no había hojas en los pupitres, no estaban dando examen escrito: “¿Qué está haciendo, profesor?”. “Estamos pensando”, le contesto. El, al irse, irónicamente dice: “¿...En la universidad?”. Después me ofrecieron la cátedra de Clínica de Adultos. Renuncié en 1966, después de la Noche de los Bastones Largos, y volví a principios de los ’70. Advertí que había muchos diversos pequeños fraudes por parte de los alumnos: gente que se presentaba con el documento de otro para dar examen, esas cosas. Y decidí hacer asambleas clínicas: no quería una actitud policial, sino un debate público sobre qué quiere decir, en una carrera universitaria como Psicología, el fraude. En esas asambleas, además de enfrentarse la cuestión del fraude, se empezó a poner a punto lo que hoy llamo la numerosidad social. Eran centenares de alumnos, en el Aula Mayor, desde las dos de la tarde hasta la noche. Aprendían clínica de adultos porque ellos mismos eran objeto de la clínica; se observaban como comunidad. Yo les decía: “Vengo del hospital, para preparar gente que le interese trabajar en instituciones públicas”. De allí salieron muchos que fueron a trabajar a hospitales, venían familiares, era casi una fiesta.

–Pero si las fiestas se fundan en la transgresión, las de esa época estaban bajo vigilancia.

–En la asamblea clínica había un tipo, el marido de una alumna, que tenía algo raro: “¿Dónde trabajás?”, le pregunté. “Soy funcionario público.” Estábamos en 1972. Vi que la mujer le hacía un gesto. Al terminar la reunión, él se acercó. “Soy cana”, confesó. Lo mandaban para observar lo que hacíamos. “Pero nunca dije nada en contra suyo...” Yo le agradecí su franqueza pero le dije que iba a plantear en la asamblea clínica lo que me había contado. No volvió más. Después vino la dictadura, yo me exilié en Brasil, volvió la democracia, volví del exilio y un día, frente a una embajada, escucho: “¡Tordo! ¡Tordo!, ¿se acuerda de mí?”. “¿Qué hacés acá?” “Mi mujer me dejó y yo salí de la cana, ahora trabajo como custodio.” “Estás en la misma...” “Es que me hice alcohólico. Tiene que darme una mano para salir de esto.” “Sí, claro.” Después de varias entrevistas lo encaminé a un grupo de Alcohólicos Anónimos. Superó el alcohol y cambió de trabajo: se hizo taxista. Cada tanto me ve por la calle y me saluda: “¡Tordo, tordo...!”.

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Imagen: Sandra Cartasso
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