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Los mitos de la inflación

 Por Alejandro López Accotto, Carlos Martínez y Martín Mangas *

Cada vez más en Argentina se le adjudica a la inflación ser la fuente de todos los males. Los economistas ortodoxos, en general neoliberales, han copado los medios presentando un futuro apocalíptico para nuestra economía. Para ellos la inflación sigue siendo un fenómeno monetario, desconociendo los importantes aportes teóricos hechos por la escuela estructuralista latinoamericana en la década del ’60 y, en especial, por Julio H. Olivera, quien formalizó admirablemente el concepto de inflación estructural.

Más allá de la más que interesante discusión teórica, a veces es bueno acudir a los datos empíricos que deberían ser la fuente primordial o el elemento de validación de tales teorías. Los economistas del establishment que inundan los medios acostumbran a comparar las tasas de inflación de nuestro país con las de países vecinos o de los países desarrollados. Pero veamos qué pasa si comparamos las tasas de inflación actuales del país con nuestras propias tasas de inflación históricas.

Esta información refuerza la hipótesis de que la inflación argentina tiene un carácter estructural. Sobre todo si se tiene en cuenta que entre 1943 y 2012 las políticas monetarias han sido diversas, aunque los resultados no han variado significativamente. Curiosamente, el período de gobierno kirchnerista es, después de la década de la convertibilidad, la que presenta el menor guarismo en términos de inflación.

La historia económica argentina permite observar cuatro décadas con inflación de dos dígitos, dos décadas con inflación de tres dígitos y sólo una con inflación de un dígito (ver cuadro aparte). Esto indicaría que la inflación existente tiene más que ver con comportamientos estructurales de la economía argentina (algunos de los cuales se originan en variables y comportamientos que la economía sola no podría explicar) que con los desaciertos de una determinada política económica.

La otra reflexión posible es la de, aceptando esta situación, sostener que la inflación es la causa de todos los males argentinos. El hecho de que sea perdurable en la historia no invalidaría su carácter maléfico. Entonces, analicemos la relación entre inflación y crecimiento. Es aquí donde la teoría ortodoxa resulta más endeble, ya que la evidencia indica que las décadas de menor crecimiento han sido obviamente aquellas con inflación desbocada de tres dígitos, y también, aquella en la que prácticamente no hubo inflación. En las otras cuatro décadas analizadas, la inflación fluctuó entre el 15 y el 30 por ciento anual y, de esas cuatro décadas, la de menor inflación fue la que corresponde al actual modelo económico. Además fue la de mayor crecimiento medio de la economía.

¿Esto significa que está todo bien y que nos podemos quedar tranquilos? No, de ninguna manera. Lo que es evidente es que los problemas que puede tener nuestra economía no son los que le atribuyen los economistas y académicos del neoliberalismo. No estamos diciendo que la inflación es buena. Simplemente que no es la fuente de todos nuestros males y que las explicaciones acerca de su origen que privilegian o sólo se remiten a la política monetaria son claramente insuficientes, cuando no erróneas.

Es en los desequilibrios de la estructura productiva y en los comportamientos de empresarios, consumidores, inversores, exportadores y actores del sistema financiero, además de la política económica del Gobierno, donde se deberán buscar las razones de este fenómeno.

Tal vez podría servir como método explicativo un camino distinto. En vez de buscar las causas de la inflación en toda la historia argentina de los últimos setenta años pensemos en los elementos estructurales de la Convertibilidad que la diferenciaron del resto. Si encontramos las causas de la “no inflación” de la década del ’90 tal vez podamos echar luz sobre las causas de la inflación en los otros sesenta años.

En primer lugar se ató nuestra moneda al dólar y se compensaron los déficit fiscales con endeudamiento. Las diferencias de productividad entre nuestra economía y la de la moneda utilizada como referencia generaron una situación de aliento a las importaciones y desincentivación o falta de competitividad de nuestras exportaciones, lo que fue generando un creciente cese de actividades económicas y desempleo. En términos de ingreso, la redistribución regresiva durante ese período fue notoria. Tampoco hubo puja salarial. Con la combinación de desempleo y flexibilización laboral las posibilidades de discusión de los salarios de los trabajadores se redujeron drásticamente. Las principales circunstancias que acompañaron a ese período de “no inflación” fueron: déficit comercial, desempleo, concentración del ingreso, endeudamiento, consumos de superlujo para los sectores concentrados, especulación y superganancias financieras, patrón de gasto público con creciente peso del pago de intereses en contra de los sectores sociales y una estructura tributaria regresiva.

La inflación corroe el poder adquisitivo de los consumidores y en especial de los asalariados de ingresos fijos (pero también de los rentistas financieros y acreedores en general, aspecto que no suele resaltarse tan habitualmente) y genera incertidumbre. Pero no es un dato de este programa, sino un fenómeno estructural de la economía argentina. Sin dudas, las recetas ortodoxas para combatirla se han manifestado, para los sectores populares, como mucho más perjudiciales que la inflación misma. Es hora de que empecemos a discutir con profundidad las causas y consecuencias estructurales de la inflación y de las políticas antiinflacionarias, dejando de lado el simplismo de los monetaristas.

* Investigadores de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

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Imagen: Lucia Baragli
 
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