ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO

Argentinidad al palo

 Por Alfredo Zaiat

Avellaneda, a mediados de la década del ’60, era una calle empedrada, donde los chicos jugaban con libertad, interrumpida cada tanto por el colectivo 99 o algún automovilista desorientado. A lo largo de esa avenida, relegada a una arteria secundaria por la siempre respetable Gaona, de la que está separada por pocas cuadras, se sucedían casas bajas, una tras otras. Había muy pocos comercios, los necesarios para un barrio tranquilo donde convivían en armonía las colectividades de inmigrantes judíos y árabes, experiencia que merecería ser estudiada. La transformación acelerada comenzó en la década del ’90. Antes había empezado a desarrollarse un pequeño centro comercial, pero de escasa relevancia, nunca pensado como competencia del Once. En los años de la convertibilidad, las viviendas de esa avenida se convirtieron sin pausa en locales, que se alquilaban a valores elevados en dólares. Pero la revolución comercial de Avellaneda, ya bastante convulsionada por esos cambios, empezó a vislumbrarse a fines de los ’90, para estallar con la devaluación. El rubro textil renació con un dólar alto que frenó las importaciones, y el área de demolición de casas, chalet y viejos almacenes y quioscos se extendió a las calles aledañas (la tradicional Confitería El Globo fue uno de los últimos en capitular por casi 1,5 millón de dólares). Sobre esos lotes se construyen locales con talleres incluidos en las plantas superiores. Y del mismo modo que en el Once, se instalaron comerciantes de la comunidad coreana y también boliviana. Los precios que se pagan por el terreno de las viviendas para destruir, los valores de venta de los locales, así como también los que se fijan por la llave y el alquiler mensual, son tan desproporcionados en dólares como la desmesura de la explotación de los trabajadores. Así se entiende que por un local normal, por ejemplo, se desembolse 200 mil dólares por un contrato de tres años de alquiler (llave más mensualidad), porque la mercadería se hace en talleres propios o tercerizados, pagando al costurero pocas monedas por cada prenda.

El drama del taller de Caballito –donde murieron seis personas– revela una forma de producción, más allá de cuestiones morales. Se trata de la adaptación del toyotismo a un grupo de trabajadores vulnerables por su condición de inmigrante. Lo esencial del toyotismo, según afirma Satoshi Kamata en su libro Japan in the Passing Lane –un reportaje clásico sobre Toyota–, es lo que él mismo caracterizó como “la fábrica de la desesperación”. Esto significa que el objetivo es reducir el “desperdicio”, que traducido en lenguaje llano implica que si el trabajador respiraba y en cuanto respiraba durante algunos momentos no producía, lo urgente entonces era encontrar el modo de que pudiera producir respirando y respirar produciendo. Pero nunca respirar sin producir. Basándose en ese modelo, Toyota consiguió reducir en un 33 por ciento el “tiempo ocioso” o el “desperdicio” en sus procesos de fabricación. De ese modo, la industria automovilística japonesa, que era casi inexistente en 1955, superó a la de Estados Unidos 20 años después. “La industria japonesa había hallado el modo de llevar la productividad hasta la cima”, explica el docente en Sociología del Trabajo de la Universidad de Campinas, el brasileño Ricardo Altuness.

El toyotismo no es una creación original japonesa. Satoshi Kamata admite que se inspiró en el modelo de los supermercados y en el de la industria textil: niveles alarmantes de explotación del trabajador, de intensificación del tiempo y del ritmo de trabajo. Esas condiciones de ultraflexibilidad laboral se ha expandido –ya sin las normas formales de una planta productiva– en las últimas dos décadas a los países periféricos, ante la necesidad de las multinacionales de incrementar su productividad y, por lo tanto, mantener su tasa de ganancia frente a la competencia. Predomina, entonces, una clase de operario en condiciones de precariedad, como los empleados-niños de Nike o Adidas en Indonesia, los bolivianos en los talleres de Caballito y Floresta o los chinos en la propia China, que trabajan todo el día por la cama, la comida y monedas. Los empresarios de Avellaneda –judíos, coreanos y también bolivianos– argumentan en charlas informales que es la única forma de competir con la importación china. Es la misma lógica de producción implementada por Toyota para competir y desplazar del liderazgo del mercado a los autos estadounidenses.

Esa forma de explotación provoca la indignación mediática y la reacción oportunista de las autoridades porque murieron seis personas. Pero hace pocos meses hubo una protesta de trabajadores bolivianos (de la firma Montagne) por las mismas condiciones de trabajo por las que hoy se clausuran talleres sin generar repercusión oficial ni cierre de locales. La red de corrupción que rodea a ese circuito económico es muy amplio. Y la vista gorda del Estado, desde inspectores y policías, forma parte inseparable de esta historia. Nadie puede hoy sorprenderse por las formas de organización con marcada informalidad del sector textil. El Mercado Central a comienzos de los ’90 y las grandes ferias del Conurbano, con La Salada como centro emblemático, que venden indumentaria de marca falsificada a bajísimos precios, son grandes productores de mercadería en negro. El sector textil siempre se caracterizó por su elevada informalidad. Y como en tantas otras cosas, esa industria empezó a imitar a gran escala las formas de producción de esos centros de marginalidad. Avellaneda ha empezado a competir con, por ejemplo, La Salada. Por eso se produjo una migración de talleres y trabajadores bolivianos de ese gran mercado concentrador de lo trucho hacia Avellaneda. Basta con recorrer el barrio los días de semana y ver las decenas de ómnibus del interior que traen comerciantes del interior a comprar mercadería. Antes iban a La Salada.

Los trabajadores inmigrantes de países limítrofes no desplazan a los nativos, porque éstos no realizarían las tareas en esas condiciones. Ellos vienen a ocupar el lugar en el sistema laboral-productivo que en su momento tuvieron los migrantes del interior del país, los cabecitas negras. Igualmente aparece en el imaginario colectivo la idea de la usurpación de los escasos puestos de trabajo y el usufructo de la riqueza nacional. Pero eso no es así. Resulta irrelevante, por lo tanto, plantear una encuesta o dar crédito a oyentes de la radio sobre qué se debería hacer con los trabajadores bolivianos. Así sólo se alimenta la xenofobia y el racismo, al emerger ese rostro perverso de la discriminación que algunos estudiosos del tema denominan “psicosis de inmigración”. Uno de ellos, Susana Novick, sostiene que indicar a los inmigrantes como los responsables de los males internos, “despertando oleadas xenófobas en críticos momentos históricos”, forma parte de una asociación “de larga data y gran circulación en el seno del discurso político y en la legislación del Estado”.

La Argentina ya no tiene el modelo integrador del inmigrante como el de 1880, que postulaba hacer de cada extranjero un argentino. Hoy el inmigrante es rechazado. Sufre una doble exclusión, como precisa la especialista Adriana Rizzo, en El caso del inmigrante en la Argentina en los tiempos de la globalización: sus huellas en los discursos mediáticos, porque “el otro” extranjero “sin derechos aparece como que viene a robar al argentino lo poco que tiene. Y, además, sufre la exclusión social marcada por la resignación a aceptar trabajos informales, la sobreexplotación, la falta de derechos y protección social”. Por ese motivo no es insignificante cuál es el discurso político y mediático ante la situación de los trabajadores bolivianos, puesto que el que predominó en la década pasada activó el racismo y la xenofobia latente como respuesta socialmente aceptable en una situación de crisis.

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