EL MUNDO › ESCENARIO

Resignación

 Por Santiago O’Donnell

Primero vino el horror. Esa foto de la estación de subte Park Kultury de Moscú con cadáveres desmembrados en la puerta de un vagón. El mismo escenario, horas después, cubierto de flores, velas y caras tristes.

Después vino el miedo. La inseguridad. La sensación de que algo había cambiado en esa inmensa, moderna y cosmopolita ciudad que es Moscú, y en ese inmenso, orgulloso y ascendente país que es Rusia. Un país que es potencia mundial, segundo exportador de petróleo detrás de Arabia Saudita y primero de gas natural, del cual depende gran parte de Europa para pasar el invierno. Un país que vivió el colapso y desmembramiento de la Unión Soviética como un trauma y recuerda la década de los ’90, la de la transición democrática, como una de sus peores, un cóctel de libremercadismo, burocracia estatal y corrupción que lo dejó arrodillado ante Occidente, con jubilaciones irrisorias que no siempre se pagaban, con un presidente con fama de borracho como Boris Yeltsin como símbolo de su patética debilidad. Tan patética como sobreactuada. En 1994, para demostrarle al Kremlin y al mundo que el oso ruso había despertado, Yeltsin mandó al ejército ruso a invadir Chechenia, una república en los Cáucasos de mayoría islámica que había declarado su independencia el año anterior. Ese ejército entrenado para combatir tropas de la OTAN entró con sus tanques a Grozny, la capital chechena, y la destruyó. Más de 60.000 personas, casi todos civiles, murieron durante la invasión y miles más perdieron sus casas y se desperdigaron por toda la federación rusa. Prácticamente no quedó nada. Mejor dicho, quedó la insurgencia y la sed de venganza y dos años más tarde las tropas rusas se retiraban derrotadas y humilladas. Ahora el nuevo líder de la resistencia chechena, heredero de esas luchas, dice que él mandó a volar las estaciones de subte en Moscú, nervios de un sistema que es el orgullo nacional en Rusia, como las Torres Gemelas eran orgullo nacional en Estados Unidos.

Después vino el enojo. Todavía no habían enterrado a las víctimas cuando Vladimir Putin, el hombre fuerte de Rusia, apareció en la televisión. Se lo veía lívido, casi desencajado. Dijo que iba a sacar a los terroristas de las cloacas, que iba a aniquilarlos, que iba a exterminarlos. En 1999, cuando era primer ministro, Putin mandó al ejército ruso de vuelta a Chechenia, para terminar el trabajo que Yeltsin había dejado inconcluso. Meses después Putin asumía la presidencia rusa con la promesa de limpiar Chechenia de terroristas. Tras dos años más de tanques y bombardeos, en 2002 Putin pactó una tregua con el líder separatista Akhmad Kadyrov, quien al año siguiente fue elegido presidente de Chechenia. En 2004 una bomba mató a Akhmad Kadyrov. En 2006 asumió la presidencia chechena su hijo, Ramzan Kadyrov, un notorio violador de derechos humanos al servicio del Kremlin que lanzó escuadrones de la muerte de la policía secreta rusa contra los insurgentes y sus familiares. Según Human Rights Watch, desde 2002 unos 5000 chechenos, en su mayoría jóvenes, fueron “desaparecidos” por las fuerzas de seguridad rusas y chechenas. A poco de asumir Akhmad Kadyrov, Putin proclamó orgulloso que había terminado con el terrorismo y replegó sus tropas del Cáucaso. “Recibimos la noticia con satisfacción —le contestó el presidente checheno—. Chechenia es hoy un territorio pacífico y en desarrollo. La cancelación de la operación antiterrorista sólo servirá para promover el crecimiento económico en la república.” Pero la guerra no había terminado. Había mutado. Ya no era tan sólo un conflicto separatista. Aunque nunca se comprobaron los vínculos con la red Al Qaida, los grupos islamistas del Cáucaso habían adoptado el lenguaje, la ideología y las tácticas de los yihadistas de Medio Oriente y Afganistán. Así empezó el reclutamiento de “viudas negras” para llevar adelante atentados suicidas. Mientras Putin comparaba a los terroristas chechenos con los seguidores de Bin Laden, toda Rusia empezó a llamarlos el Emirato. En los últimos años el Emirato había trasladado sus operaciones a las vecinas Igusetia, Daguestán y zonas aledañas, en vez de dar pelea franca en Chechenia o llevarla a Moscú. Algo parecido había hecho Al Qaida en la península arábiga, cuando trasladó sus operaciones al caótico Yemen para escaparle al estado policial de Arabia Saudita. Todo terrorismo es brutal, pero el salvajismo del Emirato es legendario. En septiembre de 2004, un comando del Emirato asaltó una escuela de Beslan, en Osetia del Norte. Tomó 1500 rehenes y empezó a tirar cadáveres por la ventana hasta que las fuerzas de seguridad retomaron el edificio a sangre y fuego. La batalla dejó un saldo de más de 300 muertos, incluyendo 171 niños, casi todos baleados por la espalda mientras intentaban huir. Al día siguiente, cuando un grupo de periodistas occidentales le preguntó a Putin si no había llegado la hora de negociar con los separatistas chechenos, el hombre fuerte de Rusia respondió con sarcasmo: “¿Y por qué no se reúnen con Bin Laden? Invítenlo a Bruselas o a la Casa Blanca, abran negociaciones, pregúntenle qué quiere y dénselo así los deja en paz”.

Después vino la negación. En Moscú se vivía una falsa sensación de seguridad porque habían pasado seis años desde el último atentado. Putin aseguraba que el terrorismo se había terminado y la red federal de televisión es la principal fuente de información para millones de moscovitas. Bajo un férreo control del Kremlin, sus programas evitaban reflejar lo que estaba pasando en el Cáucaso. Pero desde 2009 hubo al menos 15 atentados suicidas en el sur de Rusia, según estimó The New York Times. El último verano ruso fue de los más violentos que se recuerden en la zona del conflicto. En agosto pasado un camión-bomba se estrelló contra una comisaría en Igusetia, matando a veinte personas e hiriendo a 138. Después de las víctimas, el principal perjudicado fue Yunus-Bek Yevkurov, el presidente, populista, de ese país, que había sido elegido el año anterior con una plataforma de negociación con las fuerzas separatistas. Yekurov había sido herido en un ataque al convoy en que viajaba en junio del año pasado y ya había perdido a un par de ministros en ataques terroristas desde su asunción cuando ocurrió lo del camión-bomba. Pero el Kremlin no fue compasivo. “Sugiero que esto no es sólo el resultado de problemas relacionados con el terrorismo, sino que también es el resultado de un trabajo insatisfactorio de las agencias de seguridad en la república”, dijo en un comunicado el presidente Dimitri Medvedev, el delfín de Putin, para concluir: “Este ataque terrorista pudo haberse prevenido”. Debilitado, Yekurov debió aceptar que su brutal colega checheno mande a sus comandantes a Igusetia para llevar adelante acciones contraterroristas. Pero no sólo había fracasado la postura dialoguista de Yekurov en Igusetia. El terrorismo de Estado del carnicero Kadyrov tampoco había funcionado en Chechenia. Además de convertirse en una fábrica de terroristas para Igusetia y Daguistán, Kadyrov ni siquiera conseguía pacificar a su propia república. Una semana después de la voladura del camión en Igusetia, cuatro altos jefes policiales morían en un ataque suicida en Grozny. Todo eso pasó el verano boreal pasado. Ahora empieza otro verano, otra temporada de terrorismo que arranca con un atentado en Moscú, como viene sucediendo periódicamente desde la invasión de Yeltsin. En los últimos veinte años terroristas chechenos destruyeron edificios enteros, tomaron un teatro lleno de rehenes y mataron a políticos y policías en la capital rusa. En 2004 dos mujeres chechenas se habían inmolado en el subte de Moscú, matando a cincuenta personas. Esta semana una adolescente de Daguestán de diecisiete años y una joven de veinte, también del Cáucaso norte, repitieron el logro. Según anticipó el líder del Emirato de los Cáucasos al adjudicarse los últimos atentados, va a ser un verano movido. Putin contestó que iba a destruir a los terroristas, repitiendo casi palabra por palabra lo que prometió en 1999 cuando llegó a la presidencia. Pero esta vez sus palabras sonaron huecas.

Después vino la resignación. Putin sigue siendo por lejos el político más popular de su país. Un duro, un orgullo. En Rusia hay muñequitos Putin, personajes de historieta Putin, hasta escarbadientes marca Putin hay. Los jueces le responden. Maneja la Legislatura como si fuera la Duna soviética. Medvedev le cuida la presidencia hasta la próxima elección, y sólo está donde está porque Putin no podía presentarse. Los empresarios que lo enfrentaron están muertos, presos o exiliados. La oposición no junta más de 200 personas cuando consigue permiso para reunirse, y cuando se juntan deben soportar los insultos y las escupidas de los cuadros juveniles pro-Kremlin que armó Putin para hostigarlos. Putin se formó en la KGB, sus principales colaboradores provienen de la agencia de espionaje soviética y hoy esa élite controla a la policía secreta FSB, que es una de las instituciones más importantes de Rusia, cumpliendo funciones parecidas a las de la KGB en los tiempos soviéticos. El terrorismo es enemigo de la democracia. En cambio, a los dictadores y a los líderes autoritarios les calza muy bien. En el 2004, después de una serie de atentados, Putin aprovechó para eliminar por decreto las elecciones para gobernadores regionales, y desde entonces los designa el Kremlin. Con los atentados del subte de esta semana largó la campaña para reinstalar la pena de muerte en Rusia. Con el 9/11 llegaron los secuestros, las torturas y las cárceles secretas de Bush. En Colombia, cada vez que aparecen las FARC, ya sea para atacar, ya sea para devolver rehenes, se fortalecen Uribe y su política de mano dura, y se debilita la oposición democrática. Israel responde a los cohetes lanzados desde Gaza con bombardeos masivos. Cuando mueren civiles al voleo, no importa la causa, los gobernantes blandos se vuelven duros y los duros echan mano al terrorismo de Estado. Pasó acá, pasa allá, sigue pasando en todo el mundo. Entonces el horror se convierte en miedo, y el miedo en enojo, y el enojo en negación, y la negación en resignación.

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Imagen: EFE
 
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