EL MUNDO › OPINION

La guerra contra la guerra de Vietnam

 Por Claudio Uriarte

Durante la última conferencia de prensa de George W. Bush antes del lanzamiento de su invasión a Irak, una periodista le preguntó cómo contestaría a los norteamericanos que temen que la Operación Libertad Iraquí derive en un nuevo Vietnam. “¡Excelente pregunta!”, repuso Bush de manera radiante, como si hubiera estado esperándola (o, de hecho, como si él mismo la hubiera “plantado” entre sus interrogadores para tener la oportunidad de hablar del tema sin tener que sacarlo él). El presidente estableció entonces la diferencia principal: que esta guerra tiene objetivos claros y simples y que no puede ser perdida.
Desde luego, Bush tenía razón: Vietnam fue un conflicto poscolonial de baja intensidad que se desorbitó de su escala por incoherencias políticas de Washington y por falta de un objetivo claro; Irak, en cambio, tiene el claro objetivo de derrocar a Saddam Hussein, en un país geográficamente menos complejo y en un terreno donde la abrumadora superioridad norteamericana no admite frenos. Pero hay una fractura más estructural: la guerra de Vietnam era una guerra conservadora, de contención, movilizada por la paranoia norteamericana de la desestabilización del Sudeste Asiático y de la caída de sucesivos dominós a manos de las potencias comunistas regionales; Irak, en cambio, es una guerra destinada a cambiar el mapa de la región, a impulsar activamente la desestabilización de regímenes vecinos hostiles o ambivalentes como Arabia Saudita, Irán y Siria, instalando un símil de la Constitución estadounidense como versión ultramoderna iraquí del Código Napoleónico, e impulsando la caída de los dominós, pero al revés: sería Estados Unidos, con el respaldo de sus divisiones blindadas, el que se treparía a la cresta de la ola de la desestabilización que ya se viene, colocando a Estados Unidos y sus FF.AA. en las fronteras de esos países hostiles.
Pero estas son sólo las salientes macroestructurales más salientes de la operación. En su microfísica, las metamorfosis son tanto o más significativas, y de más largo alcance. Después de la derrota en Vietnam, una alergia a la guerra se propagó tan rápida como profundamente en toda la sociedad estadounidense. La novedad empalmaba con una corriente subterránea profunda que siempre atravesó la historia: el aislacionismo, la renuencia al involucramiento en guerras extranjeras, y el rechazo de los inmigrantes a las sordideces, corrupciones y complejidades de la “Vieja Europa”. No obstante, y tras Vietnam, el alcance de la repulsa a la guerra fue tan grande que llegó a pasar por alto la supresión del motivo fundamental que había originado las campañas de protestas: el reclutamiento militar obligatorio, donde negros, latinos y otras minorías servían de carne de cañón. La constitución de un Ejército profesional, políticamente casi correcto e integrado exclusivamente por voluntarios pagos, debía calmar la aversión antibélica. Por lo menos, eso se suponía. Pero el cambio no se verificó: el pánico a la llegada de las bolsas de cadáveres siguió como siempre, como si se hubiera pensado que el rol de los nuevos soldados profesionalizados iba a limitarse a hacer maniobras y ejercicios en Fort Bragg, Camp Pendletton y poco más. El nuevo clima de época, que cubrió con su manto de repudio todo lo relacionado con las suciedades de la guerra, impacto también severamente a la CIA, que fue notoriamente restringida en sus poderes operativos extralegales (como el asesinato), con el resultado de que sus grupos de acción en el exterior y de fuerzas especiales son una minoría frente a la enorme burocracia de administrativos, asesores legales y analistas en Langley.
Pero el cambio más profundo se dio en las Fuerzas Armadas. Con gobiernos cada vez más temerosos de emprender guerras importantes, y un generalato apoltronado cuyo primer orden del día era la prioridad de progresar en el escalafón y cuidarse las espaldas, se lanzaron varias doctrinas que eran,en realidad, eufemismos para la inacción. El general Colin Powell, por ejemplo, propagó la doctrina de que Estados Unidos sólo debía entrar en una guerra con fuerzas masivas descomunalmente superiores a las del enemigo, y con una clara estrategia de salida. A primera vista era una buena idea, hasta que se comprobaba que son pocas las guerras que puedan cumplir esas condiciones. Otra doctrina de los años Clinton fue la de “cero baja”. Naturalmente, a ningún ejército le convienen las bajas, pero postular ese objetivo como condición sine qua non para librar una guerra deriva, como puede entenderse, en una dualidad mutuamente cancelante: si el objetivo es cero baja, el resultado es cero guerra. Una tercera doctrina establecía que EE.UU. estaba sobreextendido y no debía embarcarse en dos guerras importantes al mismo tiempo. El general Wesley Clark, comandante de la OTAN durante la guerra de Kosovo, defendió ardientemente ante el general Henry Shelton, por ese entonces jefe del Estado Mayor estadounidense, el envío de tropas de tierra para doblegar al régimen de Slobodan Milosevic. Sus intercambios pueden describirse como sigue.
Shelton: –No podemos mandar tropas de tierra, porque no podemos librar dos guerras importantes al mismo tiempo.
Clark: –No hay ninguna guerra importante aparte de que Kosovo.
Shelton: –¿Y si estalla una?. En el Estrecho de Taiwán, por ejemplo,
Como consecuencia, el conflicto duró unos 80 días, a cargo de bombardeo de elevada altitud, que indudablemente dejaron cero baja entre los pilotos, pero causaron daños innecesarios y horrendos a la infraestructura civil, muertos y heridos.
¿Puede discernirse un patrón de conducta de las guerras estadounidenses después de la Guerra de Vietnam? En 1980, la fallida operación heliportuaria de rescate de rehenes en Irán no puede computarse como una guerra. Los conflictos centroamericanos de los años 80 fueron en realidad guerras de baja intensidad, con los norteamericanos limitados al papel de asesores y entrenadores. La invasión de la pequeña isla caribeña de Granada en 1984 se pareció más bien a una batida policial. En 1985, Ronald Reagan mandó al Líbano a 4000 soldados como fuerza de interposición entre israelíes, sirios, palestinos, drusos y cristianos maronitas, pero bastó el estallido de una poderosa bomba en su cuartel general para que el primer cowboy nuclear (el segundo es George W.) los evacuara discretamente a casa. En 1989, la invasión de Panamá fue prácticamente una redundancia: EE.UU. ya tenía su Comando Sur en Panamá, y la captura y traslado a EE,UU, del dictador Manuel Antonio Noriega se logró mediante la propalación día y noche de música de rock estruendosa frente al edificio de la Nunciatura Apostólica en que se refugiaba. En 1989 fue la primera Guerra del Golfo, pero la mayor parte transcurrió en cómodos bombardeos desde el aire, y las unidades de Saddam Hussein se desbandaron poco después de batallas terrestres aisladas. En 1998, el bombardeo de Irak por Clinton fue una operación aeronaval con misiles Tomahawk lanzados a distancia, como lo fueron las represalias contra Afganistán y Sudan en represalia por la voladura por Al-Qaida de las embajadas estadounidenses en Kenya y Tanzania. En 1999, y en Kosovo, todo volvió a pasar desde el aire. Finalmente, en Afganistán y en 2001, Donald Rumsfeld descansó en una heterodoxa combinación de fuerzas especiales, Fuerza Aérea, aeronaves espías no tripuladas, sistemas de posicionamiento global y una desharrapada “infantería” ad hoc de milicianos afganos antitalibanes de la Alianza del Norte, que no tenían idea de cómo marchar pero sí la experiencia de largos años de combate con los talibanes y su conocimiento de un tortuoso terreno de montañas; la Infantería norteamericana actuó, pero en papeles secundarios, y solamente tuvo un rol importante en la Operación Anaconda del año siguiente, que de todos modos desembocó en un fiasco. En otras palabras, el hilo conductor del comportamiento militar estadounidense desde 1975 hasta ahora es la evitación horrorizada de laposibilidad del empleo de la Infantería y de otras tropas de tierra: como son las más expuestas a la fricción con el enemigo, se trata de las fuerzas proclives a sufrir el mayor número de bajas, y la evitación de bajas, como hemos visto, es la regla número uno del manual de la guerra norteamericana. (O lo era).
A tales doctrinas, tales generales. Las Fuerzas Armadas se aburguesaron; el Estado Mayor Conjunto se convirtió en un mero foro de negociaciones para la repartija de los fondos de los nuevos presupuestos militares. El “complejo militar-industrial” existe, pero con una connotación menos siniestra y más corrupta que la que le atribuyen sus críticos de izquierda. Consiste en una compleja red integrada por los jefes de las Fuerzas Armadas, las industrias militares y aeroespaciales, y los senadores y representantes provenientes de los Estados donde operan esas industrias militares y aeroespaciales. Un ejemplo grueso: un almirante puede querer comprar un portaaviones de poco sentido estratégico, pero que le servirá para aumentar la participación de su fuerza en el reparto de la torta presupuestaria; y naturalmente, el congresista del Estado donde se construye el portaaviones se desvivirá por lograr su aprobación parlamentaria, seguro de que el fabricante del portaaviones no se olvidará de él a la hora de la recolección de fondos para su próxima reelección, y que los votantes lo recompensarán por la apertura de una nueva fuente de trabajo. Estrictamente, no hay nada ilegal en esto, pero tampoco nada relacionado a las necesidades militares reales del país.
Hasta la llegada del agresivo Donald Rumsfeld al Pentágono, el papel del secretario de Defensa se reducía a poner su firma en el paquete de repartija previamente arreglado por la cúpula de generales de Ejército, Marines y Fuerza Aérea, y almirantes de la Marina. Rumsfeld cambió todo esto a las patadas, y confrontó al complejo militar-industrial en dos de sus frentes: los militares, y el Congreso, Por eso, y por su resolución de hierro a restablecer el poder civil en el Pentágono, la mayoría de los altos jefes militares –incluyendo el mediocre general Tommy Franks, jefe del Comando Central, o Centcom, a cargo de este show– lo detestan. Sus aliados visibles se cuentan con los dedos de una mano: el general Richard Myers, jefe del Estado Mayor Conjunto, y su segundo, el general Peter Pace, de los Marines, una fuerza que ha adquirido un gran protagonismo en la Operación Libertad Iraquí.
Pero la decisión que encapsula con mayor nitidez el conjunto de estos cambios es el despliegue masivo de fuerzas de infantería en el peligroso terreno de Irak. Rumsfeld, en cierto modo, mandó a los militares –y a todos los militares, desde el general de cuatro estrellas hasta el soldado raso– a hacer el servicio militar. Y un servicio militar con sangre, dolor, amputados, terror, soledad, incertidumbre y violencia. Si había que reformar a las FF.AA. norteamericanas, nada mejor que hacerlo bajo fuego real. Incluso los problemas surgidos por la resistencia inesperada del sur y el desflecamiento de la línea de suministros representan una obligada mejora en la experiencia y la capacidad de combate de las tropas profesionales. Al privilegiar el uso de fuerzas más pequeñas, Rumsfeld abre tanto el abanico de guerras posibles (que, para su doctrina, no se limitan a dos), como endurece la moral y la capacidad de combate, y afila la capacidad de improvisación y de maniobra, de unos soldados que vivieron décadas arrulladas por disparates estratégicos como la fuerza abrumadora, el límite de las dos guerras simultáneas, y el despropósito de la doctrina de “cero baja”.
La revolución de Rumsfeld es para escalar la capacidad y la moral de combate de la superpotencia única. Y, en este sentido, su guerra contra Irak es, en su nivel más profundo, una guerra contra la guerra de Vietnam, y de las limitaciones que se derivaron de ella.

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