EL MUNDO › OPINION

¿Siria se avecina?

 Por Claudio Uriarte

La conquista estadounidense de Irak no se había completado cuando la administración Bush empezó a sugerir que Siria podría ser el próximo objetivo. Usando distintos registros, pero con una unanimidad de sentido muy rara en una administración tan policéntrica, la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Pentágono empezaron a acusar al régimen de Damasco de cosas muy feas, desde albergar a dignatarios del régimen depuesto de Saddam Hussein hasta guardar las armas de destrucción masiva que los norteamericanos tienen dificultades en encontrar en Irak, o bien de poseer Siria misma armas de destrucción masiva. A esta altura es imposible determinar si las palabras de EE.UU son un mero subrayamiento de poder o si Siria será efectivamente el próximo dominó en caer dentro de una ofensiva destinada a rediseñar a Oriente Medio. Aún así, algunas preguntas sobre el tema pueden responderse ya.
1) ¿Puede EE.UU. invadir a Siria?
Podría hacerlo, y tendría lógica dentro de un esquema de rediseño imperial, pero no es seguro que lo haga, y, en todo caso, tal invasión no es posible de forma inminente. Podría hacerlo, porque, con la ocupación de Irak, las líneas logísticas se han acortado vertiginosamente: las divisiones estadounidenses ya no están a miles de kilómetros de Damasco, sino sólo a decenas. Y también porque las Fuerzas Armadas sirias son una reliquia oxidada de su época de (poca) gloria: la guerra de Yom Kippur de 1973, cuando a pesar de contar con ayuda militar de la entonces pujante Unión Soviética Siria terminó aplastada por Israel tras varios errores estratégicos graves. Vale decir, Siria es un enemigo aún más débil que el Irak de Saddam Hussein, que contó con ayuda militar importante por lo menos hasta 1990, y que pudo pagar por sus armas con un petróleo del que Siria nunca dispuso (vive, de hecho, del tráfico de armas y heroína). Tampoco debe ser un régimen demasiado amado, habiendo masacrado en 1982 una ciudad entera de 2000 habitantes (la de Hama) para contener una sublevación. Pero, por un lado, la decisión política de apoderarse de Siria no ha sido tomada, y, por otro, la invasión no es técnicamente inminente, porque los estadounidenses aún no se han asegurado Irak. Necesitarían más tropas, y más poder de fuego, para lanzarse con seguridad a una segunda invasión. Y eso llevaría varias semanas de transporte.
2) ¿Por qué invadir Siria tendría lógica para los halcones de EE.UU.?
Porque sería una carambola estratégica que les permitiría matar varios pájaros de un solo tiro. Siria, acérrimo enemigo de Israel, por un lado, vale por dos en el conflicto árabe israelí, ya que el Líbano, segundo de los tres frentes con que Jerusalén no ha concretado la paz, es un protectorado militar de Damasco. Dentro del Líbano, además –y precisamente en el sur, donde Siria tiene apostada una división que se calcula entre 20.000 y 40.000 tropas– opera la guerrilla integrista de Hezbolá, a la que Siria protege, de la que Irán es su principal patrocinante armamentista y económico –así como su mentor ideológico–, que hostiga a las poblaciones del norte israelí, y posiblemente ayude a la Intifada palestina. Que Siria se convirtiera en el Estado número 52 de EE.UU. –después de ese novísimo Estado 51, al que por convención todavía seguimos llamando Irak– llevaría, por tanto, a la semiadquisición de un “Estado libre asociado” número 53 –el Líbano– y al aislamiento de los principales focos de desestabilización en la zona: Irán y la Organización para la Liberación de Palestina.
3) ¿Cómo influiría la toma de Siria en las estancadas negociaciones de paz de Israel con el mundo árabe?
Decisivamente. Durante el anterior gobierno israelí del halcónlaborista-devenido-en-paloma Ehud Barak, gran parte del debate inicial consistió en decidir con quién se encaraba la paz primero. Se trataba de decidir si la paz con Siria –y, por ende, Líbano– llevaría a los palestinos al aislamiento, y por lo tanto a la aceptación de las condiciones israelíes, o si lo contrario era verdad. Barak, de quien nadiealegará que su mayor virtud era la capacidad de hacer dos cosas a un tiempo, eligió a Siria. Eso era saber convencional puro en Israel, donde siempre fue un axioma que “cuando Hafez Al Assad (el difunto líder sirio) hace un compromiso, lo mantiene”. En realidad, ésa era una proyección de las negociaciones de separación de fuerzas dirigidas por Henry Kissinger después de la guerra de 1973. Pero se olvidaba, entre otras cosas, que esas negociaciones habían sido dirigidas por Kissinger –con todo el respaldo del gobierno de EE.UU.– y, segundo, que, como casi todas las negociaciones dirigidas por Kissinger, ésta se había limitado a consagrar con frases pomposas y egolatría romántica una realidad que ya estaba dada en el terreno: las alturas del Golán ya habían sido ocupadas por Israel, y Siria iba a ser incapaz de recuperarlas militarmente. Mantenerse fiel a una impotencia no es gran mérito. Cuando Barak intentó negociar con Assad, encontró una realidad bien diferente a la “ventana de oportunidad” que imaginaba. Assad reclamaba la devolución de las alturas del Golán –una posición estratégica desde la que se lanzaron todas las guerras contra Israel– pero no estaba dispuesto a ninguna de las concesiones que Israel reclamaba para entregarlas: estaciones de radar y de alerta temprana a ambos lados de la frontera, por ejemplo, y relaciones diplomáticas plenas entre ambos países. Entonces, Barak giró su cabeza hacia los palestinos, con resultados similares. Assad murió en 2000, y lo sucedió su hijo Bashar, un inofensivo oftalmólogo educado en Londres. Pero a medida que el inexperto oftalmólogo tuvo que hacerse cargo del poder en un esquema controlado por los alawitas –el 10 por ciento de la población–, tomó refugio en el camino más seguro: escalar hasta la estridencia el tono antiisraelí y antisemita del mundo árabe. Eso traiciona debilidad estructural: si Hafez no pudo hacer la paz, Bashar jamás lo logrará. Por el contrario, una Siria americana desbloquearía el camino hacia la paz de Israel con Damasco y Beirut, y dejaría aislados a Arafat e Irán. Y no debe olvidarse que, si Washington considera a Irán el principal patrocinador del terrorismo, Siria es un socio menor, que alberga en su territorio a distintas facciones palestinas radicalizadas.
4) ¿Qué inconvenientes presentaría a EE.UU. una invasión a Siria?
En principio, nadie apoyaría esta invasión, ni siquiera los exiguos acompañantes internacionales de la llamada “Operación Libertad Iraquí”: Gran Bretaña se apresuró a decir que Siria no estaba en ninguna lista negra, y España a afirmar que se trataba de “un país amigo”. De los otros miembros del Consejo de Seguridad, Francia –ex potencia colonial en Siria– y Rusia –su principal proveedor de armas en los años 70– jamás apoyarían semejante incursión. Tampoco China, que vehiculizó ventas de armas a Saddam Hussein vía Damasco. Pero esto –pese a ser incongruente con la presentación del caso por Negroponte ante la ONU– no tiene la menor importancia: en Irak, EE.UU. usó a Gran Bretaña, España y Australia como taparrabos, y va a recompensarlos con parte del negocio del petróleo iraquí: ahora, Washington puede avanzar solo. El verdadero problema es el costo económico y político de mantener una lejana colonia compuesta de distintas etnias, confesiones y tribus que se detestan entre sí. Es, de hecho, el mismo problema al que se enfrenta en Irak. Y no es seguro –al menos por el momento– que George W. quiera duplicar su apuesta.

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