EL MUNDO › OPINIóN

El infierno de Kaláshnikov

 Por Robert Fisk *

Siempre he tenido una debilidad por el viejo Mikhaíl Kaláshnikov Timoféyevich, que murió poco antes de Navidad. Cuando me encontré con él, sus ojos siberianos estaban tan alertas como los de un lobo. Era impetuoso, duro, desvergonzado. Supongo que tenía que ser así. Por haber dado su nombre al más famoso rifle en el mundo –que yo mismo había visto en el Líbano, Siria, Irak, Egipto, Palestina, Libia, Argelia, Armenia, Azerbaiyán, Bosnia, Serbia, Yemen– debía tener la respuesta a la pregunta obvia. ¿Cómo podría Kaláshnikov justificar toda esta sangre que brota de los seres humanos, cortesía de su diabólica invención?

“Ves”, dijo el anciano lobo, “todos estos sentimientos se producen porque una parte de nosotros quiere liberarse con las armas, pero en mi opinión sería bueno que la otra parte prevalezca. Será después de mi muerte, pero llegará el momento en que mis armas no serán más utilizadas o necesarias”. Ahora, aquel hombre –una pequeña figura encorvada con el pelo canoso y peinado y unos cuantos dientes de oro, cuando lo conocí hace doce años– se ha ido al cielo de los armeros, después de haber pasado algunos de sus últimos días en la fábrica de armas en la que aún trabajaba –a la increíble edad de 94– en la ciudad rusa de Izhevsk. Y al día siguiente, estaban los rebeldes de la República Centroafricana en nuestras pantallas de televisión, blandiendo, bueno, sus rifles automáticos Kaláshnikov AK- 47.

“AK” por Automat Kaláshnikova, “47” por 1947, la fecha en que se fabricó por primera vez. La historia de Kaláshnikov es bien conocida. Herido en la batalla de Bryansk en 1941 –un proyectil alemán impactó contra su tanque y parte del blindaje del vehículo se clavó en su cuerpo–, reflexionó en su cama de hospital sobre una pregunta que le formuló un compañero. “Un soldado en la cama de al lado me preguntó: ‘¿Por qué nuestros soldados tienen sólo un rifle para dos o tres hombres cuando los alemanes tienen automáticos?, Así que diseñé uno. Yo era un soldado y creé una ametralladora para un soldado.”

Mikhaíl Kaláshnikov era muy consciente de la condición mítica de su arma. “Cuando me reuní con el ministro de Defensa de Mozambique”, me contó, “él me recibió con la bandera nacional de su país que lleva la imagen de una Kaláshnikov. Y me dijo que cuando los soldados que luchaban por la liberación volvieron a sus pueblos, llamaron ‘Kalash’ a sus hijos. Creo que esto es un honor, no sólo un éxito militar. Es un éxito en la vida cuando las personas llevan mi nombre, Mikhaíl Kaláshnikov”. No mencioné que Hezbolá también incorporó esta miserable arma en su insignia, y que el rifle forma la “l” de “Alá” en el alfabeto árabe en su bandera amarilla y verde. No tuvo mucho sentido, recordé en ese momento preguntar a sus hijos qué pensaban de él. Su hijo Viktor era un diseñador de armas pequeñas. Viktor había traído a su papá a la feria de armas de Abu Dhabi, donde me encontré con él, un triste accesorio de moda para la campaña de exportación de la antigua Unión Soviética.

Sin embargo, Mikhaíl Kaláshnikov, obviamente había pensado mucho acerca de su papel en el mundo –y sobre la muerte– y él quería, pensé, una especie de absolución. “No es mi culpa que el Kaláshnikov se volviera tan conocido en el mundo”, dijo, “que se utilizara en muchos lugares conflictivos. Pienso que las políticas de estos países tienen la culpa, no los diseñadores de armas. El hombre nace para proteger a su familia, a sus hijos, a su mujer. Pero quiero que sepan que, aparte de las armas, he escrito tres libros en los que trato de educar a nuestros jóvenes para que respeten a sus familias, a las personas mayores, a la historia...”

El viejo muchacho produjo una edición en inglés de su libro, una lectura bastante buena, con un montón de patriotismo autocrítico –y lo firmó con un crayón azul–. “Yo vivía en una época en que todos queríamos ser útiles para nuestro Estado (soviético)”, dijo. “Hasta cierto punto, el Estado se hizo cargo de sus héroes y sus diseñadores. En el pueblo donde nací, de acuerdo con un decreto especial, se erigió un monumento en mi honor, dos veces más alto que mi estatura. En la ciudad de Izhevsk, donde vivo, hay ahora un museo Kaláshnikov con una parte dedicada a mi vida. ¡Y esto fue hecho mientras estoy con vida!”

El no era rico, tenía poco dinero, o al menos eso me dijo. “Yo habría hecho un buen uso de ese dinero si lo tuviera. Pero hay algunas cuestiones que pueden ser más importantes. El presidente Putin me llamó por mi cumpleaños el otro día. Ningún otro presidente llamaría por teléfono a un diseñador de armas. Y estas cosas son muy importantes para mí.” Pero ¿qué pasa con Dios?, le pregunté. Kaláshnikov, que todavía llevaba sus dos medallas de Héroe del Trabajo Socialista, me contó una historia extraña. Un mayor del ejército saudí, una vez le había preguntado, según contó, si se le había ocurrido cambiar su fe. “Para los estándares cristianos, usted es un gran pecador. Usted es responsable de miles, incluso decenas de miles, de muertes en todo el mundo. Ellos le han preparado un lugar en el infierno.” Pero Kaláshnikov fue un verdadero musulmán, insistió, no obstante, el militar saudí. Cuando el tiempo de su existencia terrenal termine, Alá le dará la bienvenida como a un héroe, porque “la misericordia de Dios es infinita”.

¿Entonces, está Mikhaíl Kaláshnikov ahora en el cielo o en el infierno? Por supuesto, le pregunté en ese entonces lo que Dios diría realmente de él cuando muriera. “Nosotros fuimos educados de una manera tal que probablemente yo sea un ateo”, respondió. “Pero existe algo...”

* De The Independent, de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Patricio Porta.

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