EL MUNDO › OPINION

Felipe II, consejero secreto de Donald Trump

 Por Ariel Dorfman *

Acá en Chile existe una larga y honorable tradición de prácticas espiritistas, así que me pareció atrayente solicitar a una adivina, cuyos contactos con la ultratumba suelen ser veraces y fiables, una opinión acerca de la confusa campaña presidencial norteamericana. Sorprendentemente, esta médium interceptó un mensaje nada menos que del rey español Felipe II para Donald Trump, palabras que paso enseguida a duplicar en forma fehaciente y, hay que admitirlo, con algo de pasmo:

“Yo, Felipe II, el más poderoso de los soberanos de mi época, Rey de Castilla y Aragón y muchas otras comarcas en el gran orbe, he venido acechando, excelentísimo Sr. Trump, la cruzada suya por salvar a vuestra nación de los males que la aquejan.

Tales trastornos no son disímiles de aquellos que enfrenté yo, así como lo ficieron mi padre Carlos V y mi hijo, Felipe III en nuestros propios dominios. Una economía malherida, plétoras de pobres y pícaros exigiendo que el Estado los alimente en forma gratuita, especulación y corrupción entre los estratos más pudientes de la sociedad, la Cristiandad asediada por sodomitas y mujeres de costumbres sueltas, los valores tradicionales carcomidos por intelectuales sumisos a influencias foráneas, enemigos distantes que incesantemente os desafían desde otras latitudes mientras, en vuestra casa y heredad, terroristas musulmanes rábidos fingen ser ciudadanos pacíficos –todas estas dolencias sociales son, para mí, tristemente reconocibles.

Es por eso que, aunque no soy ya de este mundo desde 1598, me he preguntado si acaso no sería provechoso enviarle desde el más allá algunos remedios que mostraron su validez cuando España era el reino más ingente del globo terráqueo.

Tal como me sucedió a mí, la prioridad más apremiante para su gobierno la constituyen, sin duda, las múltiples potencias extranjeras que amenazan vuestra hegemonía. Debe abstenerse, creo yo, de negociar con aquellos jerarcas, ya que cualquier signo de blandura solo servirá para abrir su apetito expansivo y cebar su desfachatez. Uds. son, como lo fuimos nosotros, más fornidos que sus adversarios y tienen a vuestro alcance armas más letales, con bases en todos los continentes e invencibles armadas zarpando por todos los mares. Sería aconsejable, por tanto, que llevaran la guerra al territorio del contrincante, diezmando sus ciudades y campos y, sobre todo, sus sistemas de comunicación. Que él y sus vástagos tiemblen ante la trompeta de vuestro nombre.

Antes, sin embargo, urge ocuparse del enemigo interno. Ya habéis propuesto registrar a la población musulmana, algo que nosotros pudimos realizar con severa eficacia, forzando a los que profesaban la fe de Mahoma a que portasen insignias y dejasen de practicar su religión falaz. Tales medidas resultaron, por mala fortuna, insuficientes para resolver nuestro problema, una lección que vale la pena que Uds. aprendan. Estos inmigrantes, que se reproducen como conejos y rechazan toda asimilación a los usos y costumbres de la patria, deben ser expulsados –o, si prefiere otra palabra– deportados. No escuchéis a quienes declaran que esta política ha de acarrear la ruina económica y la ignominia a vuestra estirpe. Ni tampoco atienda a quienes anuncian que tal tarea no es factible. En escasos dos años –de 1609 a 1611– mi hijo, con el favor de milicias locales fuertemente apertrechadas (ojo con impedir que la buena gente se arme), logró deshacernos de esta escoria tozuda, purificando España como a vosotros os incumbe purgar a América.

Y mientras hablamos de medidas extremas de seguridad, ¿por qué detenerse con los seguidores del Islam? ¿Por qué no registrar también a los pobres, como un indispensable ejercicio inicial que resguarde la paz social, salvaguardando que de veras merecen la caridad que tan liberalmente se les prodiga? Comencé yo con los mendigos –nubarradas de pordioseros atascando calles y caminos–, decretando en 1558 que únicamente aquellos comprobadamente inválidos podían solicitar limosna. El diluvio de los demás, los que simulan ser víctimas de la injusticia, ¡fueron forzados a trabajar! ¿Cómo logramos tal hazaña? Por medio de cédulas de identidad que concedían clérigos locales y ratificaban los jueces, renovables cada año en Semana Santa, cuando los fieles se sumergen en la comunión y se confiesan. De esa manera logramos que dejaran de sorber y consumir nuestros recursos los trúhanes así como las familias sin techo que no adolecían de otro mal que la pereza. Si sectores de vuestro clero se resisten a estos procedimientos –en mi opinión, tales grupo liberales se muestran excesivamente indulgentes hacia renegados y apóstatas–, Uds. poseen, por fortuna, sistemas de vigilancia y servicios secretos que pueden realizar esta tarea, una red de espionaje con que hasta la mía, envidiada como la más sofisticada del mundo, no podría competir. Hay que mantener a raya a estos nativos holgazanes y sus defensores afeminados. Uno nunca sabe cuándo van a sublevarse, algunos pretextando hambre, falta de libertad los otros.

No debe prohibirse, empero, toda mendicidad. Como los estudiantes de mi España, los vuestros han acumulado obligaciones financieras desastrosas. Nuestra solución será fácil de imitar: licenciar a los pupilos menesterosos, con la venia de los directores de sus establecimientos educacionales, para que imploren asistencia en la vía pública. Además de alegrar a los vecinos con el buen humor y chanzas de aquellos estudiantes donosos, esta disposición permitiría a las organizaciones de caridad privadas aliviar al Estado de enormes déficit presupuestarios, liberando fondos que podrían, entonces, destinarse a expediciones militares.

Y ya que entramos al tema de la educación, ¿por qué no introducir como texto obligatorio en las escuelas, La Perfecta Casada, un popular manual de mi época que dispendió consejos a las jóvenes para que tuvieran un comportamiento probo y casto, asegurando que agacharan la cabeza y obedecieran a sus maridos, por muy abusivos, beodos, crueles o irritables que resultasen? Semejante adiestramiento ayudaría a traer de vuelta la edad de oro cuando la familia era el cimiento fundamental de la existencia social y los abortos quedaban desterrados a los oscuros callejones de cada localidad. Para combatir la degeneración desenfrenada que os agobia hay que restaurar la natural jerarquía que Dios ha creado entre las especies y los sexos. Es necesario, sobre todo, perseguir sin misericordia a los sodomitas, esa plaga.

En cuanto a los que se opondrían descaradamente a vuestros decretos, tan indispensables para la salud y bienaventuranza de la república, sería conveniente que vuestra merced considerase la posibilidad de resucitar a la Santa Hermandad de la Inquisición. Aunque el sistema penitenciario norteamericano es mucho más colosal que el de cualquier otro país del planeta, nada proporciona más protección a una nación azorada que una buena dosis de Autos de Fe. Si el espectáculo de tales fogatas es criticado por expertos y periódicos influyentes, será hora de aplicar el torniquete de la censura y la presión financiera del Estado. Y asegúrese que la espada de la justicia caiga sobre los inculpados en forma expedita, de manera que la pena de muerte no pierda su efecto disuasivo con tanta litigación dilatoria.

En lo que atañe a las variaciones violentas del clima, no prestéis oídos a quienes le exigen una intervención perentoria. En nuestro siglo nos asoló una cuota formidable de estragos, sequías, tormentas y calores fastidiosos. Ignoramos tales azotes, comprendiendo que la Natura es el mayordomo de Dios y El nos está poniendo a prueba con estos trabajos, sopesando nuestras convicciones y constancia. En vez de pretender desinfectar la Tierra (tanta cháchara incomprensible acerca de las capas de ozono y las emisiones de gas), mejor sería dirigir los esfuerzos a sanear nuestros cuerpos y almas. Si quedamos limpios de pecado, el Señor verá el modo de resolver los transitorios problemas del medio ambiente, compensándonos con agua fresca y aire prístino.

Una última recomendación. Durante mi reinado, consideré a los judíos como una raza maldita, devotos del lucro y la usura, y siempre agradecí a mis abuelos que expulsaran de España en 1492 a esos adoradores de Satanás. Pero debo admitir que hay una política de sus descendientes en la Tierra Santa que admiro más que mi amado Escorial y que sugiero que vuestra merced imite a destajo: Construid murallas, muchas, muchas murallas.

Con los mejores deseos para Usted, sus correligionarios y sus futuros súbditos, Felipe II, el Rey Prudente.”

* Ariel Dorfman es el autor de la novela Allegro. Vive con su mujer, Angélica, en Chile y en los Estados Unidos.

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