EL MUNDO › OPINION

Sabremos cumplir

 Por Pablo Rafael Bonaparte

(El 19 de abril se creó el Museo de la Memoria en Montevideo, Uruguay.)

¿Qué vas a hacer hoy? Si tenés ganas, venite al lanzamiento del Museo de la Memoria”, me dice mi anfitrión uruguayo Carlos Alcoba. Yo estaba en Montevideo terminando de asistir al Foro Iberoamericano de Artesanías y debía ir ese día a participar en la reunión del WCC (World Council Craft). Pero el día anterior había tenido que escuchar a un artesano de Argentina decir que con todo el dolor del mundo en el “proceso” los artesanos habían vivido mejor y que desde hacía mucho los artesanos estaban “desaparecidos” en el país.

“Vamos.” –le dije a Carlos– “¿Es lejos?”

“No, acá nomás a dos cuadras por Avenida de las Instrucciones y hacia allí partimos...”

Llegamos temprano a una quinta grande. La quinta del Dictador Santos del siglo XIX.

El casco principal es el museo y tiene además un invernadero, un castillito rosado, una casita de muñecas, de dos pisos de material donde jugaban sus niñas, y los restos de un zoológico personal. Mientras la recorremos se nos acopla Eduardo Lapaitis, amigo de la infancia de Carlos. “¿Te acordás cuando nos metíamos por los túneles de desagüe desde el bulevar Propios para venir a robar naranjas acá?”

“Acá, hasta antes de la dictadura veníamos a estudiar entre la arboleda. Había muchos más árboles.” Así el cuerpo, además del paisaje, recuerda las formas de la infancia: la mandíbula caída, los ojos bien abiertos ante el comentario. “Aquí a los leones los alimentaban con negros”... Y entonces entramos al Museo.

Delante nuestro, colgando del techo, un mameluco gris con dos trozos de tela de colores cocidos sobre el corazón. Enfrente, en la pared, una serie de fotos de las celdas de Libertad (así es como llaman a su principal cárcel los uruguayos). Carlos hace de guía improvisado: “Este es el mameluco que usábamos...los negativos de esas fotos se guardaron dentro de una zapatilla y los sacó afuera el primer compañero que salió, las fotos fueron sacadas a escondidas por compañeros que trabajaban en el laboratorio fotográfico, les sacaban a los milicos y también a nosotros, cada dos o tres años los milicos nos hacían sacar nuevas fotos...mirá, –señala dos boletas alargadas por el Sí y por el NO–, éstas son las boletas de un plebiscito que hizo la dictadura para reformar la Constitución en 1980... todos los medios eran de ellos, se debía votar por el Sí pero ganó el No sólo con el boca a boca”.

Salimos afuera, Carlos comienza a saludar a viejos compañeros y voy viendo venir por un largo camino custodiado por enormes pinos a mujeres y hombres mayores que habían usado aquellos mamelucos. Carlos me explica que Uruguay tiene pocos desaparecidos comparado con otros países como el nuestro, claro, porque cuando bajó la orden de la “solución final” ellos ya habían sido derrotados y estaban casi todos presos de manera oficial.

Quizá me aparté un poco de la multitud, quizá lloré detrás de un árbol. Lo cierto es que cuando comenzaron los discursos yo andaba sólo por atrás de la gente. Un sol de verano en pleno otoño. Todos buscaron escuchar desde cualquier reparo que diera sombra. En el alféizar de la casona, el responsable de Cultura de la intendencia, una representante del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el intendente de Montevideo y el ministro de Cultura fueron uno a uno cumpliendo con el protocolo, sincera y sentidamente. Y llegó la música. El cuarteto de guitarras que supo acompañar a Zitarrosa comenzó la melodía introductoria que tantas veces escuché, “milonga de pelo largo”. Pero Zitarrosa no estaba. Y no sé por qué me vi en la obligación de cantar. La voz correcta para esa canción ya no estaba. Sólo quedan nuestras voces para que no gane el silencio.

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