EL MUNDO › UN RELATO DE PRIMERA MANO DE LA MODERNIZACION EN CHINA

Veinticuatro horas sobre veinticuatro horas

Es la economía que más crece en el mundo y pasa por fenómenos de cambio social de una escala difícil de imaginar. Este diálogo de un sociólogo con una obrera en Beijing muestra el lado duro del milagro económico, que acerca la capital china al Londres que pintó Dickens.

 Por Denis Merklen *

Wang Jinfeng llegó a Beijing hace cuatro años, con 19 cumplidos. Antes vivía con sus padres en el campo, en la provincia de Shan Dong. Cultivaban ajo en una pequeña propiedad, con métodos manuales, en una economía rural que apenas permite hablar de sobrevivencia y que ofrece, en el mejor de los casos, como único horizonte la tierra. Inclinarse de por vida hacia la tierra para arrancarle siempre las mismas cabezas de ajo. Y en el peor de los casos, la simple desaparición de ese modo de vida, lo que ocurrirá cuando el gobierno termine de abrir las puertas a la modernización de la agricultura. La campiña china se convertirá entonces en algo así como el campo argentino: grandes extensiones despobladas de hombres y labradas por la alta rentabilidad de la moderna tecnología agrícola. Así están las cosas para los 800 millones de campesinos chinos, condenados a la miseria o a la migración.

No es difícil entonces imaginarse la decisión de Wang cuando una empresa automotriz pegó afiches en el pueblo ofreciendo trabajo en su planta de los suburbios de Beijing. Se vino sin más, y allí trabajó dos años en la línea de montaje, fabricando e instalando los parabrisas de los autos. Le pagaban 1000 yuanes, 100 euros, 400 pesos. ¿Mucho o poco? En China no hay salario mínimo, pero es escandalosamente poco si se compara con lo que ganan los cientos de miles de jóvenes “nuevos ricos” que se pavonean por Beijing, Shanghai y las otras grandes ciudades de la costa. Pero es extraordinariamente mucho si se lo compara con lo que tal vez ganan sus padres con su producción de ajo: el ingreso medio de un campesino en China es de 500 yuanes por año. Wang gana en un mes lo que un paisano en veinticuatro.

Durante dos largos años, Wang trabajó de obrera automotriz, y envió sin falta los 24 salarios enteritos a sus padres. “¡Qué bendición esta hija!”, pensarían. Durante ese tiempo, la chica vivía en la fábrica y no necesitaba dinero para vivir. Le daban cama y comida. Allí lo tenía todo, ¿qué más podía pedir? Durante casi todo el día trabajaba montando los parabrisas y cuando no trabajaba, dormía. En la fábrica, dormía. En unos dormitorios colectivos llenos de cuchetas. ¿Y la comida? No le hice esa pregunta a Wang porque vi a otros muchos trabajadores en fábricas, talleres, edificios en construcción: llega el reparto de la comida en unas bolsas con bandejitas de un menú elemental, que cada quien come acuclillado al lado del puesto de trabajo. Diez minutos y vuelta a la tarea. En dos años Wang no tuvo francos ni vacaciones. Como en los inicios de la industrialización europea, a comienzos del siglo XIX, su trabajo se organizaba en el día a día, según los requerimientos que la demanda le imponía a la fábrica. Así se producen los autos en los que andamos, los juguetes con los que jugamos, la ropa con la que nos vestimos.

“¿Cuántas horas por día trabajabas, Wang?”, pregunté.

“Veinticuatro”, tradujo la intérprete.

“¡No puede ser! Pregunte de nuevo.”

Y Wang se explicó: “De ordinario trabajábamos 17 o 18 horas, pero muchas veces trabajamos 24 horas de corrido. Y otras veces, cuando no había trabajo, nos quedábamos ahí, sin hacer nada, esperando que hubiera trabajo.”

“¿Y no era muy duro?”

“No –contestó con la misma calma que hasta ahora, sin angustia ni rebeldía, pero ya sin sonrisa–. Lo que no me gustaba era que me lastimaba las manos.”

“¿Te lastimabas las manos?”

“Si, todo el tiempo, hasta que me cansé.”

Un día Wang decidió no enviar el salario a sus padres. Simplemente lo metió en su bolso y se fue a la gran ciudad. Tenía un plan. Alquiló una pieza y se anotó en unos cursos de manicura, cuidado de la piel, pintado de uñas. “Así –pensaba–, cuando sepa bien podré montar mi propio salón de belleza.” Puedo imaginar ese día a Wang Jinfeng con su cabello atado, su andar alegre y sus 21 años caminando entre los edificios modernos, paseando sus sueños en el tránsito ruidoso de Beijing.

Pero cuando terminó el curso y debía empezar a trabajar, ya no tenía dinero. El dueño de la academia ofreció emplearla, pero ella debería comprar el instrumental, una túnica y varios materiales e implementos. No podía y no aceptó. Así llegó al Club de Inmigrantes y gracias al club consiguió trabajo de empleada doméstica. Desde hace un año limpia, cocina y cuida niños. Gana 900 yuanes. También fabrica, en su tiempo libre, unos animalitos que construye con unas cuentas de plástico enhebradas con tanza. Espera venderlos en Internet. Entretanto le compré un conejito blanco, como habría hecho en otro tiempo un antropólogo viajero. Pero mi conejo nunca terminará en museo, es para mi hijo, el más chico.

Pases y temores

Wang Jinfeng es una gota en el inmenso aguacero de la inmigración rural que atraviesa el país desde el campo hacia las ciudades y de Oeste a Este. Según muchas estimaciones (las de la Chinese Academy of Social Sciences, por ejemplo), 350 millones de trabajadores llegarán a las ciudades de aquí a 2020. China deberá dar trabajo, educación, agua potable, urbanización, vivienda y comida a diez Argentinas. Es el equivalente de veinte aglomeraciones como San Pablo que el país deberá construir en un puñado de años. Las ciudades corren el riesgo de ser literalmente arrasadas, y los expertos con los que trabajamos no nos ocultaron los temores al caos social que merodean las élites de todo pelo. El gobierno, el Estado y la sociedad chinos necesitan tiempo para absorber tamaño maremoto.

Por eso es que sigue vigente el famoso huko, esa institución creada por Mao en 1958 que impide a los residentes rurales trasladarse a las ciudades, como en la Unión Soviética. Los campesinos chinos siguen atados a la tierra y necesitan un permiso de residencia para mudarse a las ciudades. El huko tuvo unas cuantas reformas en los últimos años, lo que terminó moderándolo. Pero aún determina que quienes migran para trabajar en las ciudades, como Wang, carecen de toda protección social: les resulta muy difícil mandar a los hijos a la escuela (por lo que hay semiclandestinas “escuelas de migrantes”), no se pueden casar ni anotar a los hijos sin regresar al campo. Actualmente pueden obtenerse permisos temporarios de residencia, pero la permanente sigue trasmitiéndose de modo hereditario, de madres a hijos. El único modo de poder cambiar el huko (la tarjeta de residencia) de rural a urbana es convertirse en propietario.

–Wang, ¿no te trae problemas no tener un huko urbano?

–No, nunca lo necesité para nada.

Y es cierto, joven, soltera y sin hijos, aún no se ha visto confrontada al accidente, la enfermedad, la maternidad.

“¿Qué es lo peor que podría pasarte? –pregunté hacia el final–. ¿Qué es aquello a lo que más temes?”

“Tener que volver a casa de mis padres. Porque ellos me casarían enseguida con algún muchacho del lugar.” Y allí quedaría ella, atada a la tierra para siempre, doblando el alma y dándole la espalda al cielo.

Y así va China. Logra mantener su cohesión social frente al ritmo vertiginoso de reformas que el capitalismo voraz le impone porque mantiene una tasa de crecimiento económico sin par. Y porque el Partido Comunista y el Estado constituyen formidables aparatos de represión y de control social. Pero también porque quienes llegan a las ciudades desde el fondo del atraso entran en contacto directo con la modernidad más destellante. La esperanza del progreso y de un destino mejor brillaba en la mirada de Wang ahora sí con una sonrisa que le empozaba las dos mejillas. “¿Lo que yo quiero? Trabajar en cosmética y encontrarme un muchacho con quien vivir.”

* Sociólogo. Nacido en Uruguay y formado en Argentina, trabaja en La Sorbona y es especialista en temas sociales.

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