EL MUNDO › OPINIóN

La guerra sin fin

 Por Robert Fisk *

De vuelta en Afganistán, la mente se ocupa del insignificante tema del salvajismo. No la rutinaria crueldad de la guerra, sino la inhumanidad deliberada con que nos comportamos. La tortura y el asesinato de prisioneros en este penoso lugar –al estilo estadounidense en Bagram y al estilo talibán en Helmand–, es una rutina de la historia. Existe siempre la intención de volver más dolorosa hasta una ejecución. Un cuchillo es más terrible que una bala.

El culto del atacante suicida en Medio Oriente comenzó sus días en Líbano, se mudó a Palestina, llegó a Irak, se coló a través de la frontera hasta aquí, Afganistán, y atravesó sin esfuerzo el paso de Jiber hacia Pakistán. Y Nueva York. Y Washington. Y Londres...

¿Acaso los seres humanos en guerra –en cualquier guerra– están destinados por definición a cometer atrocidades? El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) trató de responder a esta pregunta en un reporte publicado hace cuatro años. ¿Ignoran los combatientes las leyes humanitarias internacionales? Me parece poco probable.

Simplemente no les importa. La Cruz Roja entrevistó a cientos de combatientes en Colombia, Bosnia, Georgia –aquí al parecer el comité advirtió un presagio– y Congo, y sugirió que aquellos que cometieron actos execrables se ven como las víctimas y se convencen de que ello les da el derecho de actuar como salvajes con sus adversarios. Desde luego esto es aplicable en el conflicto palestino-israelí, definitivamente ocurrió con los serbios de Bosnia –en lo referente a Georgia no estoy seguro– y por supuesto así se sienten los talibán (sobre todo desde que bombardeamos cada vez más bodas).

La crueldad es a menudo defendida por lo que constituye un verdadero guardaespaldas idiomático que consta de frases hechas: “operación policial”, “limpieza”, “barrido”, “ataques con precisión quirúrgica”, sobre todo cuando se puede matar a control remoto y en especial cuando los medios no están presentes para mostrar la realidad del conflicto.

Este es evidentemente el caso en la actualidad, cuando ningún periodista se atreve a merodear por las calles de los poblados de Helmand, o las calles de Baquba en Irak o, para el caso, las aldeas en la frontera paquistaní. La guerra, al parecer, nunca ha recibido peor cobertura. Y esto complace tanto a los buenos como a los malos; prefieren regodearse en su brutalidad sin ser vistos.

No hay nada nuevo en esto. De la Batalla de Omdurman –en la que los británicos ejecutaron a todos los árabes que quedaron heridos– el joven Winston Churchill describió una escena que ahora es cotidiana en la tierra que entonces se conocía como Mesopotamia y otra que ya entonces se llamaba Afganistán.

El habló de “espeluznantes apariciones”, de “caballos vomitando sangre, tratando de caminar con tres patas, hombres cojeando, hombres sangrando de heridas terribles, que parecían arponeados, otros tenían los brazos y los rostros hechos pedazos, las entrañas saliéndose. Hombres que gemían, lloraban, caían, expiraban...”. A estos hombres podemos sumar las niñas en edad de escolar víctimas de un atentado suicida con bomba, esta misma semana, en Bagdad.

Durante una anterior campaña militar en la frontera noroeste, Churchill pudo apreciar cómo los ancestros de los talibán lidiaban con un militar británico herido: el líder de “media docena de pashtunes armados con espadas que se lanzaron sobre la figura postrada y cada uno le dio tres o cuatro tajos con su espada. En ese momento olvidé todo excepto mi deseo de asesinar a este hombre. Llevaba mi larga espada de batalla bien afilada... El salvaje me vio aproximarme a él...”. Bueno, he aquí algo como para poner a pensar al CICR.

Asimismo, vale recordar que las guerras afganas siempre han sido espantosas. Sir Mortimer Durand –el mismo que creó la Línea Durand, que finge ser la frontera afgano-paquistaní, y que es cruzada impunemente por estadounidenses y talibán con el fin de asesinarse mutuamente–, fue testigo de primera mano de la crueldad de la guerra en Afganistán.

“Durante la misión en el valle de Chardeh, el 12 de diciembre de 1879 –escribió–, dos escuadrones de la novena división de lanceros recibió órdenes de atacar a los afganos con la esperanza de ahorrar munición. La embestida fracasó, y más tarde hallamos a algunos de nuestros muertos horriblemente mutilados por los cuchillos de los afganos... yo lo vi todo...”

Sin embargo, el mismo Durand se opuso profundamente a lo dicho por el general Frederick Roberts –que debe su fama a Kandahar– tras el asesinato de una misión de diplomáticos británicos en Kabul. Describió estas muertes como “un crimen traicionero y cobarde, que ha de causar indeleble vergüenza al pueblo afgano... Todas las personas que resulten detenidas y acusadas de estar involucradas (en los asesinatos) sufrirán la inclemencia propia de los desiertos de estas tierras”.

Durand se opuso a Roberts por esta versión victoriana de la amenaza que George W. Bush lanzaría contra los afganos 122 años más tarde.

“Me pareció sumamente erróneo tanto en tono como en contenido –escribió más tarde Durand–, al grado en que estoy decidido a hacer todo lo posible para contrarrestarlo. Usar ese lenguaje retorcido, y la absurda afectación con la que predica moralidad histórica a los afganos, cuando todos nuestros problemas con ellos comenzaron por nuestra propia abominable injusticia. Esto me pareció sumamente peligroso para la reputación del general.”

Desde luego, esto a Roberts no le hizo ni cosquillas. En esta época de las tácticas de “shock y pavor”, cuando un general canadiense puede llamar “escorias” a sus adversarios talibán, los funcionarios de la OTAN permanecen inmutables.

Deberían estudiar más. Montgomery nunca insultó a Rommel; además, llevaba consigo en su caravana una fotografía del comandante del Deutsche Afrika Korps (N de la T: la fuerza militar alemana enviada al norte de Africa en 1941.) para recordar al hombre a quien combatía.

Al mismo tiempo, Montgomery no combatió en la era del Holocausto, de las matanzas industriales, de los bombardeos sobre Hamburgo y Dresden. Las convenciones de Ginebra del 12 de agosto de 1949 supuestamente pondrían fin a la destrucción masiva de la vida humana. Y el presidente Bush las hizo trizas.

Sé que es fácil ridiculizar a la Cruz Roja. Hay algo pontificante en todas las convenciones posguerra. Sin embargo, aparte de algunos precedentes de ley internacional, es lo único que tenemos. Quizás haya que repartir un millón de ejemplares de la Convención de Ginebra en idioma pashtu a los talibán y sus seguidores, así como a los combatientes de la OTAN, que ganarán la guerra en Afganistán, según cree absurdamente Barack Obama.

Dudo de que eso resolviera algo. La condición de víctima se asienta cómodamente en los hombros de todos. Si Osama Bin Laden tiene conciencia, ésta quedará tranquila gracias la destrucción del último califato, la ocupación colonial del mundo musulmán, la muerte de millones de árabes. Y si nosotros tenemos conciencia, ¿qué es lo que hacemos? Decir “acuérdense del 9-11”. Y así seguimos incesantemente.

* De La Jornada de México. Especial para PáginaI12.

Traducción: Gabriela Fonseca.

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