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¿Cuál es el consenso que hay que restablecer?

“En nombre del consenso pueden crearse situaciones de asfixia de la deliberación pública y de reinado del pensamiento único.” Con esa idea de fondo, conviene repasar qué “consensos” conviene repasar para “reconstruir una mayoría social que aprobó y respaldó la redistribución de ingresos y la renovación política”.

 Por Edgardo Mocca

La cuestión del consenso político se ha vuelto un tema central del debate político, o por lo menos un lugar común predominante en la retórica de la oposición mediático-política. A tal punto que el vicepresidente Cobos ha logrado elevar bruscamente su notoriedad política, sobre la base de presentarse como “el hombre de los consensos”. En su caso, la ironía es que realizó una vertiginosa carrera hacia la fama, sobre la base de producir un hecho inéditamente conflictivo, el de desempatar una decisiva votación en el Senado en contra de la posición del gobierno que integra.

En cierto sentido, hay razones para demandar actitudes de consenso en una política que, como la nuestra, tiene la marca histórica de la facciosidad y la intolerancia. Los grandes partidos populares han nacido con la explícita pretensión de representar al todo nacional y bajo la afirmación de que quienes los enfrentaban eran la expresión del “régimen” o de la “antipatria”, a los que, como tales, no les correspondía lugar alguno en el sistema político. La demanda del mutuo reconocimiento de legitimidades y de aceptación del juego de la competencia y la alternancia política tiene un innegable sentido para nuestra práctica política.

No está claro, sin embargo, por qué esa demanda debe significar necesariamente consenso. ¿Cuáles son las cuestiones sobre las que una democracia exige consenso? Son ante todo las que tienen que ver con el respeto del pluralismo, la observancia de los derechos individuales y colectivos, tal como están formulados en la Constitución. Pueden sumarse acuerdos sustantivos, conseguidos a través del diálogo político, a través de los que se diseñen determinadas “políticas de Estado”, es decir líneas de acción que adquieran permanencia más allá de los cambios circunstanciales de signo político en el gobierno. En ningún caso, estas pretensiones consensualistas deberían ir demasiado lejos, porque de hacerlo pondrían en riesgo otra clave de la democracia que es la existencia de alternativas reales en cuanto al rumbo. En nombre del consenso pueden crearse de este modo situaciones de asfixia de la deliberación pública y de reinado del pensamiento único. La democracia no se resiente solamente de las maneras intolerantes de procesar las diferencias, sino también de la incapacidad del sistema político para expresar las diferencias y la pluralidad que toda sociedad tiene en su interior. En nuestra región hemos asistido a la experiencia de sistemas de partidos políticos proclives a la mutua acomodación de intereses, como los de Bolivia y Venezuela que en épocas recientes estallaron por el aire arrastrados por los conflictos sociales, étnicos, distributivos y autonómicos que esos partidos habían escondido prolijamente bajo la alfombra del “pluralismo moderado”?

Podría decirse que en la agenda inmediata de la presidenta Cristina Kirchner hay consensos de diferente naturaleza. Por ejemplo, el señor Miguens ha dicho en la inauguración de la Sociedad Rural, que esa corporación rechaza por confiscatorio el régimen de retenciones a las exportaciones. Es un retorno a su registro tradicional: la misma demanda se había formulado en la tradicional convocatoria rural de agosto de 2007. Las circunstancias del último conflicto aconsejaron a los dirigentes del agro el reemplazo de esa radicalidad de la demanda por el mucho más televisivo planteo de De Angeli: “Estábamos tan bien antes del 11 de marzo...”

Si lo que se exige es que el Gobierno acuerde con esta demanda corporativa o con los planteos genéricos de terminar con la “interferencia” del Estado en el mercado, estamos ante un tipo de “consenso” que simplemente expresa las clásicas razones del establishment. No habría nada de qué alegrarse por el hecho de que se alcanzara ese acuerdo. No sería más que la reproducción de un patrón también muy añejo de nuestra vida política: los poderes fácticos extorsionan al gobierno legítimo y lo vacían de legitimidad democrática. En el siglo XX la saga solía terminar lisa y llanamente con el golpe de Estado.

Pero hay otros consensos, de muy diferente naturaleza cuya reconstrucción parece impostergable para el Gobierno. La “batalla cultural” de estos meses desembocó en un duro contraste, que no se agota en el resultado de una votación sino que arrastró un debilitamiento de los apoyos sociales de la gestión. No alcanza la denuncia de las artes de las que se valieron los adversarios para conseguir ese resultado; los que enfrentan cierto tipo de políticas siguen siendo los mismos y nada aconseja esperar que sus métodos cambien después de haber alcanzado un importante éxito. Quedan dos caminos: renunciar a un rumbo que desafía poderosos intereses y aceptar el “consenso” que estos sectores pretenden imponer, o modificar el propio dispositivo táctico, hacerse de nuevos recursos y ganar espacio.

¿Cambiar significa claudicar? Depende de cuáles sean los cambios. ¿Ratificar todo lo que se hizo significa audacia y decisión política? ¿En qué punto, por ejemplo, generar iniciativas para devolver credibilidad al sistema de estadísticas sobre los precios estaría fortaleciendo a los intereses que se pretende combatir? Más bien parece lo contrario: la obsesión de “perseverar en su ser” no haría sino profundizar los problemas y favorecer la estrategia de quienes quieren debilitar al gobierno.

El consenso a reconstruir es el de una mayoría social que aprobó y respaldó al grupo actualmente gobernante desde su asunción en 2003. Es un consenso que puede formularse como favorable a la redistribución de los recursos –sobre la base de un proyecto productivo diversificado—, la renovación política y la afirmación de la soberanía en el contexto del compromiso con la integración regional. Ese respaldo está debilitado. Y eso se expresa también en la coalición política que sustentó el triunfo electoral del año pasado. Parece claro que esa coalición no puede reconstruirse en los mismos términos. Pero la idea de una efectiva concertación plural aparece hoy más central que nunca. Hay una parte de sus actuales componentes que ya emprendió una aparentemente irreversible retirada. Pero hay otros actores que pueden ser recuperados y otros incorporados.

Claro que lo fundamental es la apertura del gobierno en ese sentido. Una construcción política efectivamente plural, en la que se escuchen opiniones diferentes y voces críticas no es compatible con el ejercicio de un poder de censura que distribuye premios y castigos y que tiene siempre a mano un libro de historia –interesadamente parcial– para descalificar a los que sustenten opiniones diferentes. Coalición no es cooptación. Es necesario ayudar a que los aliados construyan sus propios espacios, se desarrollen con autonomía y puedan expresar una ampliación de la fuerza de gobierno hacia sectores sociales históricamente refractarios al peronismo. ¿Cambios de personal? En sí mismo no son solución a ningún problema. Si no indican y no se acompañan con cambios de estilo en la dirección de una mayor apertura y una ampliación de la base social de apoyo pueden no tener mayor significado. Pero si simbolizan la disposición a poner distancia con partes de lo razonablemente menos prestigioso de la política pueden ser muy importantes.

Hay hechos que parecen indicar una tendencia en esta dirección. La reunión del nuevo secretario de Agricultura con la Mesa de Enlace de la protesta agraria y una larga e intensa conferencia de prensa son indicadores menores pero significativos. Puede entenderse también que los cambios se desarrollen de modo gradual y sin estridencias que puedan ser leídas como signos de debilidad. Pero el tiempo del que se dispone no es tanto. Está marcado por la decisiva convocatoria electoral parlamentaria de 2009.

En esa instancia se juega buena parte de la suerte de esta experiencia de gobierno. De su resultado dependerá que la emergencia, en 2003, de un elenco transformador –triunfante electoralmente entonces por una combinación casual de circunstancias– trace una huella de avance en la democracia argentina y no quede en el tiempo como un fugaz malentendido político.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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