EL PAíS › OPINIóN

Las cosas del poder

 Por Eduardo Aliverti

La inflación, bien que con el único componente mediático de hacer pasar todo el asunto por si se va o se queda Guillermo Moreno, es claramente el factor número uno en las preocupaciones del conjunto más grueso de la sociedad.

A veces, según las encuestas, le hace sombra la “inseguridad”. Pero eso es cuando baja la temperatura de las noticias políticas, los medios tienen que espectacularizar la “realidad” acumulando robos y asesinatos de un día para otro y, si los muestreos se hicieron justo durante esas jornadas (siempre y sólo en Capital y Gran Buenos Aires), la “gente” contesta que el delito figura a la cabeza de sus inquietudes. Sin ir más lejos, bien vale subrayar que durante los cuatro meses del conflicto con los gauchócratas la inseguridad desapareció de los titulares y coberturas de la prensa, de los mensajes de oyentes y de los discursos de los taxistas porteños. Excepto lo circunstancial, entonces, es la inflación –ya con carácter de tema consolidado y de incertidumbre hacia corto y mediano plazo– lo que comanda el nerviosismo social, con toda lógica: de allí deriva la percepción respecto de los ingresos personales, las expectativas sobre actitudes de las empresas, los rumores recurrentes con el dólar, el vocerío acerca de la salud fiscal y el oteo en torno de cuándo el Gobierno tomará decisiones de algún tipo, en lugar de esta letanía capaz de sugerir que el problema no le preocupa en lo más mínimo. Hasta Hugo Moyano, nada menos que tras el dato escenográfico de reunirse con la Presidenta, se permitió avisar que la baja en el impuesto a las Ganancias es “insuficiente” para el bolsillo de los trabajadores. La indefinición o las dosis de autismo que se perciben al mirar los desplazamientos gubernativos, con la inflación en primer lugar y encima azuzada por riesgos colaterales (entre ellos la probable vuelta a la carga de los campestres), son el olor a sangre alrededor del cual se producen el reacomodamiento y las operaciones de muertos vivos como Duhalde.

Al margen de características y bochornos especiales, al estilo de la hecatombe que generaron en el Indec, los procesos inflacionarios son fenómenos muy complejos. Ni en Argentina ni en lugar alguno se conocen recetas universales para combatirlos, y los pasos a seguir son diametralmente opuestos según los especialistas que se consulten. Si es que puede hablarse de expertos en una problemática como ésta: al menos por estos pagos, el seleccionado intocable de presuntos entendidos en el tema, siempre provenientes de las usinas neoliberales y requeridos por la gran prensa como si carecieran de todo antecedente, fue la sustentación retórica de lo que desembocó en estallidos sociales e hiperinflacionarios. En cualquier momento resucita Alsogaray. Además, por si fuera poco se agregan complicaciones novedosas de alcances mundiales. Tal el caso de la simbiosis entre inflación y materias primas agrícolas (agflation), motorizada por la demanda de los grandes países emergentes y las maniobras especulativas de los infernales jugadores del sector. Estados Unidos y Europa no tendrán un Indec tan desprestigiado como el nuestro, pero no les hace falta porque sufren un debate análogo al de acá a propósito de cómo controlar la inflación. Cualquiera que se tome el trabajo, ya en franca decadencia, de leer siquiera algunos titulares de los diarios, comprobará que –diferentes escalas mediante– lo embarazoso de la inflación es un hecho de la aldea global.

Hay dos cosas, sí, de las que se puede estar seguro. La primera es que el Estado es sólo uno de los actores que intervienen en la formación de precios y tarifas, a través de las disposiciones de política monetaria, los recursos fiscales, los mecanismos de control y las empresas bajo su órbita. El gran resto corre por cuenta de los privados, y ni qué hablar en un país donde el grado de concentración oligopólica de la economía es espeluznante. Sin mayor difusión, naturalmente, el viernes pasado se conoció el respaldo judicial a la multa por más de 100 millones de dólares contra cinco cementeras que cartelizaron negocios para repartirse el mercado en diferentes localidades y zonas. Cinco nenes que fijaron el precio del portland como se les ocurrió, por afuera de cualquier situación de mercado. Uno de los muy pocos registros de intervención estatal en las cadenas que estructuran los precios, por aquello de que a los “monopolios amigos” no se los toca. Y según viene apreciándose, son amigos la gran mayoría. Hace poco, la Presidenta aludió a esa verdad perogrullesca de la actuación de los particulares en el andamiaje inflacionario y preguntó si acaso no tenían nada que decir sobre sus responsabilidades. Muy bien dicho, pero su dedo interpelante no se corrobora con el accionar del oficialismo en la materia. Ni con la ausencia de una reforma impositiva, que cancele el escándalo de contar con uno de los sistemas tributarios más regresivos del mundo y la aplicación indiscriminada del IVA. Es infinitamente más fácil recaer en la figura de Guillermo Moreno que hablar de estas cosas. Y en eso tampoco hay inocencia de los medios –aunque estúpidos jamás faltan y los hay sin más ni más que portar esa condición–- ni de sus socios corporativos del manejo económico ultraconcentrado. La segunda seguridad es complementaria de la primera, por lo tanto, porque se trata de que es la política lo que conduce la economía y no al revés. Debería ser. A quién se le saca, cómo y cuándo, para distribuir entre quiénes, cómo y cuándo.

Mientras semejante complejidad se asienta como el gran desasosiego de la mayoría, porque nadie parece saber muy bien para dónde agarrar o la manera de hacerlo, los argentinos fuimos de nuevo un ejemplo internacional con las condenas a perpetua para Bussi y Menéndez. El gran ejemplo. Los mejores del mundo, de veras. Más allá de la sensación que produce haber juzgado y sentenciado a esos dos espectros en particular, como imágenes pornográficas del mal absoluto, aquí y sólo aquí hay la justicia contra ellos. Todos miran absortos, vergonzosos, pusilánimes, admirados, la capacidad argentina o, muchísimo mejor dicho, la lucha y la eficiencia de los argentinos imprescindibles para mandar a la cárcel a sus bestias históricas. Caigamos en una obviedad: ¿qué pasaría si apenas una pizca de tan conmovedor volumen resolutivo alcanzara a las áreas estratégicas de un proyecto de desarrollo? ¿Estaríamos hablando de un país tan inseguro a la hora de saber o intuir cómo le irá a la economía, a la inflación, a la distribución del ingreso?

Debe ser que no se quiere. Porque, monumentalidad de la obra de justicia aparte, no es lo mismo actuar contra un poder vencido que contra el Poder.

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