EL PAíS

La búsqueda del poeta

La orden del juez Garzón para que se busquen e identifiquen los restos de Federico García Lorca completa un largo trabajo por la memoria en Granada, donde hay por lo menos 12.000 cuerpos en fosas comunes. Todo está listo para comenzar el trabajo.

 Por Jesús Ruiz Mantillo *

Cada ciudad tiene su propio vía crucis. En el caso de Granada, se trata de un camino sinuoso e inquietante: el que va desde la calle de la Duquesa hacia los alrededores de Alfacar. Fue allí donde se produjo, el 18 de agosto de 1936, el martirio del poeta Federico García Lorca junto a tres hombres más: el maestro Dióscoro Galindo y los toreros anarquistas Joaquín Arcollas Cabezas y Francisco Galadí.

Entre la sede del Gobierno Civil, de donde Lorca partió en coche sin saber a dónde, y la fosa en que acabaron los cuatro, despojados de su vida y su dignidad, las estrechas curvas siguen sorteando todos los misterios de aquellas muertes. Pero desde que el juez Baltasar Garzón iniciara a principios de septiembre en la Audiencia Nacional un proceso tan ambicioso judicialmente como controvertido, la historia de ese asesinato puede quedar aclarada con la exhumación de todos los restos.

Todo está ya preparado para actuar. Un equipo de la Universidad de Granada, organizado en colaboración con la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de la ciudad, espera simplemente una orden. Está compuesto de arqueólogos, expertos en geofísica, antropología física y en ADN, y dispuesto para recibir una llamada del juez. Será un trabajo corto: dos meses desde su inicio. Si se comparan con los 72 años que han pasado desde el asesinato, se quedan en nada.

Todo dio un giro hace apenas unos días. Los familiares de Dióscoro Galindo y Francisco Galadí presentaron el viernes 12 de septiembre una petición para recuperar los cadáveres de sus familiares. El mayor obstáculo hasta el momento había sido el deseo de la familia de García Lorca de no remover el lugar. Pero la decisión de Laura García Lorca –sobrina del poeta, presidenta de la fundación que lleva su nombre y portavoz de los familiares– de no impedir en nada el proceso cambió de manera radical las expectativas: “Abrir la fosa no cierra nuestras heridas. No nos gustaría que se hiciera, pero respetamos los deseos de las otras familias”, dijo.

La reacción supone una clara luz verde. Por los barrancos de Víznar, donde puede haber entre 2500 y 2700 muertos según la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Granada, los habitantes de los pueblos cercanos hacen footing y pasean a sus hijos tranquilamente en cochecitos. El paisaje es semidesértico y hosco, pero tiene sus reliquias. La fuente de Aynadamar (la de las Lágrimas), cuyo manantial riega la zona desde el siglo XI, confundió muchas veces, en los siniestros años de la guerra, el rumor del agua con el eco de la sangre.

Un día el hispanista Gerald Brenan se presentó por allí, como todo un pionero de la justicia histórica, en busca del poeta. Lo contó en un más que emocionante capítulo de su libro La faz de España, una memoria limpia y fascinante de su regreso al país de sus amores en los años cincuenta. Al llegar a Granada, Brenan fue donde todo hombre de bien hubiese ido a preguntar por los muertos. Directo al cementerio. Lo recuerda Juan Antonio Díez López, granadino experto en la obra del inglés: “Le dijeron que ese señor no estaba allí, claro”.

Muchos han emulado a Brenan, que se encontró un país roto, una tierra huérfana profanada por la barbarie y el jirón de los derrotados. Entre ellos, Ian Gibson. El biógrafo irlandés de Lorca investigó a fondo la muerte del poeta en los años sesenta y publicó un libro que, obviamente, Franco prohibió, y que se ha convertido en la referencia de aquellos hechos. Se titulaba La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca y en él llegó a marcar el lugar exacto donde, según sus pesquisas, se encuentra la fosa en la que todos fueron enterrados.

Allí le llevó Manuel Castilla Blanco, que la madrugada del 18 de agosto de 1936 cavó el agujero. Hoy, un parque con el nombre del poeta recuerda un lugar que ha pasado a ser sagrado. Aun así, la sombra de la especulación también lo acecha. “Ahí, junto al pinar donde está la fosa que señala Gibson, bajo esos chalets que han construido, calculamos que hay 40 fosas”, asegura Francisco González, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Granada.

Preservar ahí los restos para protegerlos de la especulación era una de las razones que esgrimían los García Lorca para no agredir el lugar. Pero no son las únicas tumbas del entorno. Ni de la provincia. La ARMH granadina tiene localizadas 120 fosas, aunque saben que la que guarda un enorme valor simbólico es la de Lorca y los otros tres represaliados.

Sin embargo, existen dudas más que razonables sobre el emplazamiento. La familia del poeta, pese a admitir que el trabajo de Gibson es de referencia, también las tiene. “Una de las razones que nos impulsaron a no querer remover el terreno es que no hay seguridad absoluta sobre la ubicación”, aseguran. Francisco González, por su parte, cree que también pueden estar 400 metros antes en el camino entre Víznar y Alfacar. Se lo dijo un habitante de la zona, Valentín Huete García. Según este hombre, el lugar oficialmente reconocido puede no ser exacto. “El me lo indicó desde aquí”, comenta González, situado en el sitio donde se encontraba el emplazamiento conocido como Las Colonias, el último peaje hacia la muerte de los represaliados. “Me señaló exactamente allí enfrente, y me dijo: ‘En los olivillos aquellos que hay delante del Caracolar’.”

Es un sitio que previamente habían indicado otros dos investigadores, Agustín Penón y Eduardo Molina Fajardo. “Quienes nunca han perdido la visión del paisaje, la gente de la zona, indica también este lugar”, afirma Francisco González. Lo dice después de señalar una piedra contundente y aislada de otras similares que se encuentran a unos cien metros. “Los enterradores marcaban las fosas con una piedra. Era la manera de indicar que no se removiera el terreno”, comenta el presidente de la asociación granadina. Y añade: “En el otro lugar no hay ninguna que lo señale, aunque puede ser una excepción”.

El miedo también confunde. “Los que no conocían la zona, como era el caso de Manuel Castilla Blanco, alias Manolillo el Comunista, y regresaron años después, podían equivocarse. Los dos lugares son muy similares. Además iban muy nerviosos; hay que tener en cuenta que en aquella época todavía se la jugaban.”

En vista de que el proceso va hacia adelante, sería conveniente no confundir mucho. Pero hoy existe tecnología más que fiable para saber dónde se encuentran las fosas. Con georradares bastaría ver en cuál de los dos sitios se ha removido terreno.

Por eso todo está más que preparado. Y los impulsores de la acción, listos para actuar. De ordenar el juez Garzón la exhumación, la asociación tiene perfilado su plan de acción junto a la Universidad de Granada para llevarlo a cabo con todas las garantías científicas. Por un lado, la excavación la haría un equipo de arqueólogos dependiente del departamento de prehistoria y coordinado por Francisco Carrión. Los georradares con los que se exploraría el lugar dependen del Instituto de Geofísica de la universidad. El análisis de los restos correría a cargo del Instituto de Antropología Física que lleva Miguel Botella, un experimentado investigador que ha realizado trabajos con las víctimas de Ciudad Juárez, en México, o con desaparecidos en la dictadura chilena de Pinochet. La operación duraría, según Botella, dos meses. Los pasos están claros: “Identificar las fosas, excavar y estudiar los restos in situ, sin sacar de allí, para identificarlos”, comenta el científico. Después se trasladarían a la universidad para un análisis minucioso que se presenta a cinco expertos internacionales. Cada familia hará con los restos lo que estime oportuno.

Los García Lorca quieren, en principio, mantenerlos allí. Nieves Galindo, nieta de Dióscoro, los llevaría a Puliana. Aquel hombre marcó al pueblo. Era el maestro, y su alcalde, Rafael Gil, del PSOE, ha ofrecido a la familia enterrarlo en el lugar donde enseñó hasta que se le cruzó la muerte en el camino. Nieves está esperanzada. El proceso abierto por Garzón le ha levantado una moral rota en su familia desde la noche en que desapareció. “Toda esa cantidad de fosas con gente enterrada sin nombres ni apellidos es como tener animales en las cunetas: un atropello y un abandono total. Ahora nos toca recuperar la memoria a nosotros, nuestras heridas están abiertas. No se han cerrado”, comenta.

Dióscoro, que tenía 60 años cuando fueron por él, había cometido un crimen recurrente en su vida: ser ateo y ejercer la enseñanza basada en principios laicos. Los falangistas del pueblo lo habían catalogado como el maestro rojo. Cometió el atrevimiento de defender al Frente Popular en las mesas electorales para preservar las elecciones de cacicadas. No fue difícil para los asesinos ponerle una cruz. Una cruz que pesó después en la vida de su hijo Antonio, el padre de Nieves. “Hasta que él murió no quisimos hacer nada. Tuvo miedo toda su vida”, asegura ella. Antonio tenía 25 años cuando mataron a su padre. Estudiaba cuarto de medicina y tuvo que interrumpirlo. La carrera en los quirófanos quedó echada a perder y tuvo que buscarse la vida en los andamios, de repartidor o de chofer para una marquesa. “Una buena mujer que intentó devolverlo a la facultad”, comenta Nieves. Fue inútil. “No quiso volver. Temía que le identificaran y le metieran en la cárcel.”

La sombra quedó para los hijos. Marcó a todos, como a los descendientes de Francisco Galadí. Aunque es un misterio lo que ocurrió con los más cercanos a Joaquín Arcollas Cabezas, el otro torero, a quien nadie ha reclamado. Los dos fueron, además de toreros, insurrectos miembros de la CNT y la FAI, en el alzamiento del Albaicín, además de armarse como piquetes en huelgas y altercados. Los encargados de la represión les tenían ganas. Si Dióscoro Galindo fue detenido en su casa, donde pensaba que nada podía ocurrirle, Arcollas y Galadí cayeron mientras huían.

Los tres pasaron a engrosar la lista negra en la que el número uno era otro. Federico García Lorca, el poeta. Un hombre se empeñó en su detención. El derechista Ramón Ruiz Alonso, que lo encontró en el domicilio de Luis Rosales, donde Lorca se escondía confiado en que nadie se atrevería a buscarlo en casa de un significativo falangista. Lo detuvieron el 16 de agosto y el 18 de madrugada comenzó su camino al calvario desde el Gobierno Civil junto a Dióscoro Galindo. Los dos banderilleros se les unieron más tarde, en una de sus escalas del camino hacia la muerte.

Todos fueron víctimas de una represión que acabó con 12.500 desaparecidos en Granada. Si en Víznar se encuentran cerca de 3000, en el cementerio –-otro agujero negro símbolo de la muerte en la ciudad– hay otros tantos asesinados junto a las tapias. Varios fueron amontonados en una fosa que no se cerró. “Una fosa en la que se acumulaban los restos y que tuvieron que cerrar en 1971”, comenta Francisco González. Fue un alcalde, Manuel Pérez-Sarrabona y Sanz, quien lo hizo. Pero no porque aquello le pareciera un oprobio, “sino porque había que aumentar los nichos sobre esos terrenos”, añade el presidente de la ARMH granadina. “¿Sabes lo que hizo con los cadáveres? Los echó a un vertedero.”

La sombra de la represión ha pesado como una losa siempre sobre Granada. Es una asignatura más que pendiente. Desde que los pioneros de la ARMH comenzaron a trabajar, hacia 1997, poco han conseguido de las autoridades. Tampoco los granadinos se han mostrado colaboradores. “Existe una apatía muy alarmante en la ciudad”, asegura Francisco Vigueras, periodista, miembro de la asociación y autor de Los paseados con Lorca.

Las acciones del juez Garzón han dado todo un sentido a sus trabajos. “Hasta la fecha, así como en otras provincias se han exhumado muchas fosas, en Granada no se ha recuperado ninguna.” Y eso que llevan un censo riguroso y que han presentado ante la Audiencia Nacional un total de 6376 casos documentados sobre gente que sufrió represión sólo en la ciudad, sin contar con la provincia. A la iniciativa de Garzón se suma la nueva postura de la familia García Lorca. De hecho, la posición de ellos no ha cambiado, pero el hecho de que hayan anunciado que no impedirán la exhumación es un paso gigantesco. “Lo valoramos muy positivamente y estamos agradecidos”, aseguraba González, presidente de la ARMH.

La privacidad de la operación está garantizada. “Nuestra intención es proteger los trabajos con un recinto cerrado y contratar seguridad 24 horas al día para que nadie pueda acceder”, dice.

Laura García Lorca recalca que ése es un asunto prioritario para ellos, además del desgarro que para su familia supone ese paso. “Abrir una fosa es espantoso para todos. A algunos les puede resultar un consuelo, una tranquilidad; pero a mí, personalmente, me genera inquietud, sobre todo si no lo has solicitado.” El asunto tiene que ver con el término abrir y cerrar heridas, que para ella es confuso y se presta a manipulación. “Ante todo permanece el sentimiento propio, el más íntimo. En mi caso, cavar esa fosa no supone cerrar ninguna herida. Puede que la abra de nuevo.”

Son terrenos tan personales como resbaladizos. Como el hecho de considerar la exhumación un acto progresista y lo contrario, conservador: “Eso es algo que se insinúa, que flota y que simplemente no es cierto. No es algo que tenga que ver con la ideología, sino con el sentimiento íntimo, porque nuestra ideología es la que es. Creemos que ése es ya un lugar sagrado y que debe quedar como está. Es nuestra impresión. Sencillamente queremos que se nos escuche y se nos comprenda, aunque no vamos a entorpecer nada”.

Estén donde estén los restos, resulta imposible escapar a aquel recuerdo del espanto. Quienes habían visto a Federico García Lorca en su etapa de la Residencia de Estudiantes representar en la mullida cama de su habitación la imagen y el momento de su muerte, sabían lo que le horrorizaba en aquel momento. Todo aquel vía crucis debió de hacerlo con un látigo en el alma y una corona de espinas rasgándole las entrañas. La mirada perdida, ensimismada, junto a Dióscoro Galindo, dentro del coche por la calle de la Duquesa hacia San Jerónimo y San Juan de Dios. Después, por los empedrados de la cuesta del Hospicio y el paseo de la Cartuja hacia la carretera polvorienta de Víznar. Tras la parada en el palacio del Obispo Moscoso para un control, a Las Colonias. Después, en la oscuridad, cavando su propia tumba, tal como recordaba Gerald Brenan. Una fosa que ahora reclama su definitivo halo de luz. Como si no resultara suficiente humillación para estos cuatro mártires el simple y helado hecho de su muerte.

* De El País Semanal. Especial para Página/12.

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