EL PAíS › OPINION

Epocas

 Por Ricardo Forster

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Hay épocas que habilitan de un modo insospechado la discusión y el debate de sus propios fundamentos. Son épocas extrañas y desconcertantes en las que lo habitual y lo aceptado entran en un cono de sombras o sufren la corrosión de lo que se va añejando. Epocas, algunas, atravesadas por la pasión revolucionaria que parece no dejar nada en pie mientras el viento huracanado que descarga construye un gigantesco montón de escombros con aquello que era aceptado como bueno y verdadero y que ahora, en la hoguera del cambio histórico, es arrojado, en el mejor de los casos, a la vitrina del museo. También hay otras épocas que logran perpetuarse con intensidad disimulada una vez que fueron relegadas al pasado o, más inquietante, aquellas otras que nacidas de la vorágine revolucionaria terminan por restaurar lo que supuestamente vinieron a derribar. Cada época guarda sus sortilegios y sus enigmas y, todas, nunca anulan la diversidad y la multiplicidad de sentidos y posibilidades que se acumulan en su interior. Suponer que la historia es unilineal y que los acontecimientos por venir ya están escritos en el gran libro de las certezas constituye otra de las paradojas de la marcha zigzagueante y huidiza de las sociedades.

En el año del Bicentenario tenemos la oportunidad, rara, de redescubrir las distintas metamorfosis del país, el entrecruzamiento de épocas disímiles que adquirieron cada una de las fisonomías que mencionaba líneas arriba. Epocas de cambios prodigiosos seguidas de épocas de apaciguamiento y modorra. Tiempos de virulencias y debates que acabaron en regresiones autoritarias y otros tiempos de supuesta calma que inauguraron días de una intensidad inusitada. Encrucijadas en las que se jugó el destino de décadas y desvíos que hicieron descarriar el tren de la transformación para arrojarnos al pantano de la decadencia. Distintas interpretaciones y lecturas que acompañarán cada una de esas encrucijadas y que seguirán disputando por la “verdad” de sus conclusiones. Ninguna esfera de la historia permanece ajena al litigio; todas ellas son sometidas, una y otra vez, al conflicto de las interpretaciones que no se resuelven en la calma serena de los debates académicos, sino que suelen encarnar en sujetos de la realidad que disputan en la escena del mundo sus miradas enfrentadas y desafiantes.

Ser testigos de una época en la que muchos de sus núcleos de sentido son puestos en cuestión es un raro privilegio que no deberíamos desaprovechar. Habitar un tiempo en el que se pueden revisar las ideas que fueron hegemónicas en el pasado reciente constituye una oportunidad y un desafío, en particular allí donde la hondura de la devastación cultural y material dejó sus profundas y decisivas marcas entre nosotros. Marcas lo suficientemente hondas como para reconocer lo arduo y complejo del camino que nos queda por recorrer a la hora de intentar avanzar sobre perspectivas reparadoras que a su vez posibiliten la profundización de los cambios indispensables para dejar atrás las peores consecuencias de ese pasado que sigue acechando nuestro presente bajo la forma de la restauración y el sentido común emanado de la naturalización de los valores neoliberales. Nada más difícil a la hora de iniciar procesos de transformación que la dureza con la que se resisten los núcleos duros de ese mismo sentido común.

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La década del noventa constituyó una época de mutaciones decisivas que atravesaron casi todas las esferas de la vida social, económica, política y cultural. Fueron años en los que la cotidianidad fue sacudida por un cúmulo de transformaciones estructurales que dejarían sus huellas imborrables en el cuerpo social. Una Argentina que ya venía siendo desmontada con especial virulencia desde marzo del ’76 entró en una etapa en la que nada de lo antiguo parecía sostenerse a la luz de los nuevos paradigmas surgidos de las usinas ideológicas del neoliberalismo. El menemismo, forma prostibularia del peronismo, encarnó, en una sorprendente voltereta histórica, los valores y las políticas de este nuevo tiempo del capitalismo especulativo-financiero que vendría a culminar aquello que afloró bajo la siniestra batuta de Martínez de Hoz. Pero la gran diferencia fue que la acción desplegada por Menem y sus acólitos caló hondo en un sentido común disponible para ser penetrado por la nueva sensibilidad y tuvo un contundente apoyo electoral. El terreno de su preparación hay que ir a buscarlo en las heridas decisivas que sufrió el cuerpo argentino desde los años dictatoriales, pasando por la desilusión alfonsinista y la caída en abismo de la hiperinflación que habilitó la entrada triunfal de la nueva y rutilante receta de un neoliberalismo planetariamente triunfante. El menemismo surgió de una sociedad dañada en su intimidad y de una cultura popular desconcertada y desgarrada por décadas de descomposición, violencia, horror y envilecimiento de los supuestos portadores de las tradiciones nacionales. Del horror de la dictadura a la desilusión de finales de los ochenta, a partir de sus consecuencias imborrables, es que se fue montando el proyecto desplegado con saña y crudeza por la derecha liberal-conservadora travestida en su versión menemista y que hoy reaparece incluso bajo los ropajes de una retórica progresista como la que escuchamos en el Congreso durante el debate del 82 por ciento móvil para los jubilados. La Alianza, fallida ilusión republicano-progresista, agudizó la bancarrota y aceleró el día del derrumbe. Por esas extrañas vicisitudes argentinas vemos de qué modo el radicalismo, responsable principal del desastre que culminó en diciembre de 2001, vuelve a encontrar cierto predicamento a través de la figura de Alfonsín hijo o del pequeño señor Cobos.

La desilusión emergente de la frustración de Semana Santa y de la subordinación a las demandas de las corporaciones económicas se entrelazó con la pérdida de las referencias y con la traición de una parte no menor de la dirigencia peronista y de sus estructuras sindicales, que se asoció a un clima de época en el que la hegemonía del hiperindividualismo y las seducciones deslumbrantes de las nuevas formas del consumo y de la industria del espectáculo echaron las bases para un giro radical en los imaginarios sociales y en las estructuras de la subjetividad.

El menemismo caló muy hondo en las conciencias, dejó entre nosotros una madeja muy difícil de desanudar que se proyectó sobre prácticas y actitudes. El avance de los paradigmas privatizadores se hizo al precio de horadar una larga historia que, casi de la noche a la mañana, quedó desprestigiada. Durante años la hegemonía arrasadora del neoliberalismo dejó en estado de intemperie las ideas y las tradiciones emancipatorias, vaciando y desvirtuando lo que había sido parte fundamental de las vicisitudes argentinas. Siempre es difícil recomponer lo que fue desgarrado y más difícil es desmontar un sentido común colonizado y conciencias que perdieron sus orientaciones para caer en la seducción de la sociedad del espectáculo y de los fervores consumistas. A lo largo de una década una parte no menor de la sociedad se dejó tentar y seducir por la fiesta primermundista, por los viajes a Miami y la ficción escandalosa del uno a uno que hipotecó el futuro en nombre de un presente prostibulario, cualunquista y frívolo. Las marcas están allí, siguen insistiendo en la cotidianidad de amplios sectores de las clases medias configurando el mapa de su visceral rechazo a lo inaugurado en mayo del 2003. Nada peor que mirarse en el espejo de la propia infamia cuando uno se cree portador de todas las virtudes. Nuestra clase media hace mucho tiempo que cuando se siente algo manchada se arroja a las aguas puras de la virtud republicana para luego salir limpia de toda responsabilidad. Así lo hicieron al final de la dictadura y así lo volvieron a hacer al final de la década del noventa una vez que la última extensión del menemismo, que fue el gobierno de la Alianza, cayó en el descrédito y la bancarrota.

3Hoy, sin embargo, nos encontramos en otra coyuntura histórica. Nada de lo que parecía eterno sigue sosteniéndose y, de un modo extraordinario y elocuente, vemos que desde hace unos años todo vuelve a discutirse en el seno de nuestra sociedad. El conflicto desatado por la Resolución 125 fue el punto de partida para el vértigo de una época en la que algunos prejuicios van cayendo al mismo tiempo que viejas perspectivas son retomadas en el interior de nuevos desafíos. Los argentinos hemos discutido, y lo seguimos haciendo, la cuestión clave de la renta agraria; regresan palabras olvidadas o saqueadas por el oportunismo, como lo son la “igualdad”, el “Estado”, la “distribución de la riqueza”, lo “popular” y su sustantivo “el pueblo”; se volvieron a abrir los expedientes del genocidio militar y regresan las discusiones sobre la problemática de la memoria; el núcleo de la reparación social regresa a través de la asignación universal y de la recuperación del sistema estatal de jubilación que supone mucho más que una reapropiación de los recursos de los trabajadores para extenderse hacia la dimensión cultural simbólica de aquello que fue desvirtuado por la ideología neoliberal. Recorrió la sociedad el debate fundamental que culminó en la ley de servicios audiovisuales y hemos sido también testigos de la aprobación de la ley de matrimonio civil igualitario que logró desplazar el prejuicio y la violencia jurídica y simbólica que recaía sobre una parte de nuestros conciudadanos. Ahora vemos que busca encontrar su lugar otro debate, el de la despenalización del aborto, postergado y ninguneado desde los grandes medios en contubernio con la Iglesia Católica.

Nada permanece fuera de la agenda pública en un tiempo político-cultural en el que nos atrevemos, como sociedad, a discutirnos, a revisar críticamente nuestra travesía histórica y a recuperar la capacidad para reparar el profundo daño que dejó en nosotros un modelo de destrucción no sólo del aparato productivo, sino que logró interiorizarse en los intersticios de nuestras prácticas y de nuestra sensibilidad. Saludables, entonces, las épocas en las que caen los tabúes y en las que se va logrando sacar de la invisibilidad vidas e ideas sobre las que se ejerció una extraordinaria violencia tanto material como simbólica. Intensa y decisiva una coyuntura en la que volvemos a recuperar legados y tradiciones bajo la condición de su inevitable actualización. Pujante y renovador un tiempo en el que la democracia se muestra como un territorio en el que se sigue expresando el litigio por la igualdad, madre, seguramente, de todos los otros litigios.

Una época, entonces, atravesada por viejos y nuevos desafíos, de esos que nos exigen pensar con intensidad crítica legados y tradiciones para ver qué ha quedado en pie después del vendaval de una historia impiadosa. Una época para forjar aquellas palabras que disloquen un sentido común atrapado en las redes de la dominación y que logren internarse por un territorio en el que se vuelve imprescindible guiarse con otros recursos y con otras palabras que siguen a la espera de su apropiación por aquellos sobre los que continúa recayendo la posibilidad de hacer algo con las injusticias y las desigualdades del presente. Una época que carece de garantías allí donde las amenazas de la restauración conservadora se visten con las ropas de un seudoprogresismo que no se sonroja al estrechar filas con la derecha en nombre, supuestamente, de los intereses populares (allí está la aprobación del 82 por ciento móvil en conjunto con los mismos que destruyeron el sistema jubilatorio y luego lo privatizaron quebrando la lógica de la solidaridad y anclándolo a los intereses de la especulación financiera de un capitalismo depredador). Una época de riesgo en la que se abre ya no sólo la posibilidad de reparar lo dañado reconstituyendo vida social y cultural, sino que nos devuelve lo que parecía clausurado: la invención de una política de la transformación capaz de reincidir en la interminable querella por la igualdad, la justicia y la libertad.

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