EL PAíS › EL DELICIOSO MISTERIO DE CANCIONES QUE NO RECONOCEN FRONTERAS TEMPORALES

Viaje de ida y vuelta a la infancia

De padres a hijos, de hijos a padres, la obra de María Elena habita desde siempre el inconsciente colectivo. Canciones que descubren la complejidad de lo aparentemente simple y que remiten a una identidad que escapa a las formas anquilosadas del folklore.

 Por Karina Micheletto

Ya la Luna baja
en camisón
a bañarse en un charquito
con jabón....

Quien la pesque
con una cañita de bambú,
se la lleva
a Siu Kiu.

Entre las marcas poderosas que deja el territorio de la infancia, las de la música son, qué duda cabe, de las más indelebles. Cuánto de anterior a la cultura hay en la magia de la combinación de los sonidos, es algo que ningún estudio antropológico puede explicar tan bien como la simple observación de las reacciones de un niño cuando se enfrenta a los primeros estímulos de este mundo, cuando la música aparece sin buscarla, para acunar, calmar, acariciar, acompañar en el viaje más espectacular del recién llegado, el primero. Descubrirse mamá o papá repitiendo aquellas simples nanas que habían quedado guardadas quién sabe dónde, ahora cantadas desde este lado, es también uno de los viajes transformadores que puede emprender un ser humano.

Descubrir más tarde que las canciones de la infancia propia pueden ser también las de la infancia de los hijos, es otro viaje alucinante. No son muchas las canciones que gozan de este privilegio, y las primeras que aparecen son las de María Elena, ya sin apellido, ya una parienta más de tantas familias argentinas de clase media urbana. Esta nueva escucha, desde este lado, descubre además la complejidad que habita lo aparentemente simple –como suele ocurrir en el arte–, la tremenda ternura que cruza su poesía, profundizada con convenientes dosis de humor y picardía, las metáforas contundentes que imponen canciones como la de “Manuelita”, la locura de otras como el “Twist del Mono Liso” –ésta de chica me parecía perfectamente lógica, al escucharla de grande imagino alguna aventura cannábica de la autora–. Y, también, el profundo conocimiento de la música argentina que se necesita sintetizar en una chacarera como la de los gatos, aquellos tres morrongos elegantes que se largan a Tucumán, tras el dato del concurso para gato; o en una baguala como la de Juan Poquito, el grillo que llora a su novia la chicharra.

Este conocimiento es un acervo que María Elena fue a buscar expresamente junto a Leda Valladares, con quien primero empezó a cantar canciones folklóricas en París, y con quien luego emprendió un viaje por el Noroeste en busca de la tradición oral de esas regiones. Eran dos mujeres desclasadas –en tanto ninguna de las dos siguió las reglas que la clase acomodada a la que pertenecían esperaba de ellas, aunque ambas crecieron en hogares donde fluía la música– rastreando aquellas canciones Entre valles y quebradas (así se llamaron los dos volúmenes que grabaron en la Argentina), más tarde investigando en el folklore español (con Canciones del tiempo de Maricastaña) o en los villancicos anónimos de Latinoamérica (con Leda y María cantan villancicos). Un recorrido que aún hoy, como las canciones que más tarde compondría María Elena, suena novedoso. Que remite –descubre, todavía hoy– a una identidad que escapa a las formas anquilosadas del folklore.

Algo más tarde, ya con este mundo recorrido, llegarían las canciones de puño y letra de María Elena. Una grabación reciente rescata el poder de estas canciones: en Aymama canta María Elena Walsh, este trío de chicas muestra hasta qué punto el material es apto para dotarlo de otras formas. Allí suenan nuevos colores y armonías para estas canciones que son para grandes y chicos, como ocurre con las buenas canciones. Enseguida aparecen algunas versiones más o menos recientes que expanden en distintos contextos a María Elena: La “Canción de bañar la luna” en las voces de Luna Monti y Juan Quintero, sólo acompañados por los sonidos que emiten con sus palmas y sus bocas. “El reino del revés”, por Botafogo, toda una apuesta. O el rescate de “Barco quieto” que hace Teresa Parodi en su último disco, Corazón de pájaro. Y vuelven también otras versiones anteriores recordadas, como el disco que grabaron a principios de los ’80 Liliana Vitale, Verónica Condomí y Lito Vitale (María Elena de nosotros), y El Cuarteto Zupay canta a María Elena, de la misma época. Vuelve también la versión de Tita Merello de “Los ejecutivos”. La de Sandro de “Como la cigarra”, con la que abría un espectáculo a mediados de los ’90. Y, claro, Mercedes Sosa asumiendo este himno como propio, entre tantas otras.

Las de la propia María Elena (editadas por este diario en tres CD en el año 2000) siguen sonando tan frescas como entonces. Ya en sus primeros discos solistas, como Canciones para mirar o Canciones para mí, de 1964 –tenía entonces 24 años– están muchas de esas melodías de María Elena que hoy son marcas indelebles para miles: La de Manuelita, la de bañar la luna, la de tomar el té, la del gato que pesca, la del último tranvía, la chacarera de los gatos, la del Mono Liso. “Ojalá estas canciones sirvan para que los chicos se den la mano, y eventualmente arrastren en su viaje a algunos grandes un poco cansados de ser siempre grandes. Y ojalá también –nena o chiquilín que te asomas a esta casita– puedas decir: ‘Son canciones para mí’. Para ti las hizo y las canta cuantas veces quieras, María Elena Walsh”, había escrito la autora en la contratapa de aquel long play. En eso andamos, los grandes y los chicos, todavía acunados por el poder musical del territorio de la infancia. En eso seguirá andando esta mujer huraña en público, tantas veces antipática en sus declaraciones, tremendamente dulce en la privada cotidianidad de miles. En la luna en camisón que descubre mi hija de dos años por la ventana de un micro, y que la ayuda a enfrentar en media lengua su primer viaje largo : Mamá, mirá la luna, ya baja en camisón. Yo la traigo acá en mi mano y viene con nosotras. Mirá mamá, tiene una cañita de bambú. Me voy a dormir con esta luna...

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Imagen: Sara Facio
 
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