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Pero un día se marchó

 Por Hugo Soriani

Mi mamá solía cantar en el patio de mi casa uno de sus temas “para grandes”. La canción se llamaba “Barco quieto” y trataba de impedir una separación con palabras tan hermosas que quien pensara en irse probablemente abandonara la idea: “No te vayas/ quedaté/ que ya estamos de vuelta de todo/ y esta casa es nuestro modo/ de ser”. Con el tiempo fui aprendiendo de memoria cada una de sus canciones y cuando ya empezaba a olvidar alguna de sus letras, Paula y Jorge se encargaron de recordármelas.

Sus libros están ordenados en los estantes de la biblioteca de casa y Laura, mi mujer, siempre se negó a deshacerse de ellos, aunque fueran ediciones gastadas por el uso, el exilio y el paso del tiempo. Cuando por fin nació Joaquín, nuestro tercer hijo, con 17 y 21 años de diferencia con sus hermanos, tuvimos nuevamente una “excusa” para renovar el rito. Viejas y nuevas ediciones se juntaron entonces en nuestra casa, ese barco quieto que resistió muchas tempestades.

Debo confesar que entre los cuatro y los nueve años de Joaquín los viajes a la costa se hicieron escuchando casi exclusivamente las canciones de María Elena. Nuestro hijo, estimulado por todos los que lo rodeaban, se copaba con ella y era imposible hacerlo escuchar otra cosa que no fueran sus “grandes éxitos”. Finalmente, como temimos acabar odiándolas, inventamos que cada canción no podía ser escuchada más de cinco veces porque se borraba del disco. Ante la duda, Joaquín prefirió no arriesgarse y se resignó a escuchar “sólo” cinco veces cada canción. Pero ni una menos.

Hoy escucha con el mismo placer AC/DC, Beatles, Metálica, Catupecu o León, pero entre uno y otro siempre encuentra un lugarcito para volver a sus canciones de la infancia y María Elena se cuela por los parlantes del auto o de casa. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre quién versiona mejor “La cigarra”, si Mercedes, la propia María Elena o León Gieco, pero al menos sí acordamos con que ese tema eriza la piel en cualquiera de sus versiones y que es quizá la canción más bella que se haya escrito sobre la resistencia a la dictadura.

Tuve el privilegio de tratarla durante los últimos quince años, cuando este diario empezó a publicar muchas de sus mejores obras. La primera vez fue la enciclopedia Veo Veo, cuatro tomos que en el formato fascículos hizo que se agotaran las ediciones de Página/12 los días miércoles. Luego vinieron los discos con sus inolvidables canciones y los famosos Cuentopos. A María Elena le encantaron los dibujos que acompañaron los CD, algunos de los cuales acompañan la nota principal de la edición de hoy. Los hizo la ilustradora Alina Cazes, que tenía poco más de veinte años y con ellos empezó su trabajo en el diario. Alina también adoraba a María Elena y en sus dibujos, además de su talento, demostró la admiración que sentía por ella.

Nos vimos por última vez en la presentación que la editorial Alfaguara hizo de las reediciones de Doña Disparate y Bambuco y de sus Canciones para mirar, con ilustraciones espléndidas de Carolina, Florencia y Mariana Lancman. Fue en el Círculo Italiano y logré “colar” a Joaquín, para envidia de muchos colegas presentes, que prefirieron respetar la prohibición sobre la asistencia de niños. La editorial y la propia María Elena así lo habían decidido, para evitar que los mocosos hicieran imposible un acto que no estaba preparado para ellos.

El maestro de ceremonias fue Carlos Ulanovsky, y María Elena, sonriente y majestuosa, entró en su silla de ruedas ayudada por Ida Suárez, por muchos años su secretaria y asistente personal. Ulanovsky reseñó su trayectoria, tan vasta que no terminaba nunca, y luego Jairo, antes de entonarla, contó la historia del tema que cantaría después: “El valle y el volcán”. Y yo, que creía saberlo todo acerca de ella, tuve una pequeña decepción. Acababa de enterarme de que esa canción, que tantas veces silbé sin darme cuenta, también le pertenecía, en coautoría con él.

Dijo Jairo que estaba en España, recién llegado, sin saber muy bien cómo hacer para darse a conocer allí. Y que deambulaba por las calles de Madrid con la letra de una canción en el bolsillo a la que no le terminaba de encontrar la melodía adecuada. Finalmente se decidió y fue a tocar el timbre del departamento donde María Elena vivía su autoexilio. Subió, le dio la letra y ella le dijo que volviera en unas horas. Así lo hizo Jairo que, cuando regresó a casa de María Elena y ella le tarareó la música que había compuesto, supo que tenía un hit entre sus manos. “Para decirle al dolor/ que ya no vuelva más/ somos dos, somos dos”, dice el estribillo que recorrió el mundo y que le abrió a Jairo las puertas de España.

Después hubo un brindis y ahí Joaquín obtuvo uno de sus trofeos más preciados. A falta de una, dos fotos con ella. Como en la primera María Elena tenía los anteojos negros puestos, y no le gustó, me pidió que les tomara otra. Se sacó los anteojos y su sonrisa, junto a la de Joaquín, hoy iluminan la pared de corcho de su cuarto.

Estoy seguro de que este “país del no me acuerdo” no la olvidará jamás.

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