EL PAíS › DOS REFLEXIONES SOBRE LO QUE DEJO LA PRESENTACION DE VARGAS LLOSA

Las lecciones del discurso liberal

Marcelo Arias *

Una voz desafinada

Si visitara este planeta un extraterrestre con inquietudes, hay dos preguntas que podría responderle sin decir una palabra. Si el amigo quisiera saber “¿qué es el fútbol?”, lo sentaría frente al video donde conservo el partido que jugaron Francia y Brasil en el Mundial de 1986. Porque “eso” es el fútbol. Y si luego, ya que vino hasta acá, preguntara “¿qué es una novela?”, seguramente depositaría sobre sus manos (pongamos que tiene manos) alguna edición de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Evitaría entrar en detalles para no fatigarlo. Pero también le podría describir la fascinación que me provocó, durante mi adolescencia, la lectura de Conversación en La Catedral. Le reconocería que no sé muy bien en qué consiste “la plenitud del goce estético”, pero que lo que sentí leyendo La tía Julia y el escribidor no debe andar muy lejos. Me costaría no aludir a la destreza narrativa desplegada en Pantaleón y las visitadoras, ni reivindicar la injustamente relegada Historia de Mayta. Trataría de no ponerme patético, y evitaría confesarle que mi temprana lectura de esas novelas de Vargas Llosa gravitó considerablemente en mi decisión de dedicar mis estudios, mi actual profesión y buena parte de mi vida al ámbito de las Letras.

Por eso valoro que su palabra haya nutrido de prestigio nuestra Feria del Libro. Sin embargo, entiendo que no hay prestigio que redima del cinismo. Resulta muy legítimo que Vargas Llosa se autoproclame liberal de pura cepa, irredento defensor de las libertades individuales. Pero cuando enfatiza una y otra vez su compromiso irrestricto con la democracia, su tenaz oposición a todo tipo de atropello, totalitarismo o dictadura, no logro impedir asquearme. Porque, más allá de haber leído copiosamente sus novelas, cada tanto leo lo que escribe en La Nación. Y tengo muy presente el artículo suyo que, bajo el título “El golpe de las burlas”, fue publicado en ese diario el 25/07/09, a propósito del golpe de Estado sufrido en Honduras en junio de ese año. Allí leemos: “Tal vez más que la acción realizada, a los militares hondureños haya que reprocharles el haber erigido a Zelaya en paladín de la democracia”. Tal vez más que la acción realizada... Ajá. Bueno, no seamos maliciosos: es una simple ironía. Continuemos leyendo: “Si el comandante Hugo Chávez (...) se arroga el rol de defensor del Estado de Derecho hondureño (...) comprobamos una evidencia: que algo debía de andar podrido antes de este golpe en ese pequeño país latinoamericano”. Así que algo andaba podrido “antes”. Bien. ¿Esto reduce, entonces, el carácter nocivo de un golpe de Estado? ¿No es de lamentar el daño que se hace a lo que ya estaba dañado (o “podrido”)? En fin. Mejor prosigamos: “Honduras estaba a punto de caer, tras de Bolivia, Nicaragua y Ecuador, en la órbita de Hugo Chávez cuando sobrevino la intervención militar”. Caramba. ¿La maliciosa es mi lectura? ¿O en esta última interpretación de los hechos asoma ya una mirada un poquito condescendiente para con el golpe? ¿A Honduras le estaba por pasar algo “peor”, digamos? ¿El golpe, por lo tanto, al país lo salvó de “eso”?

En cualquier caso, no encontramos en absoluto la postura de quien condena de plano la intolerancia, los atropellos, las dictaduras. De hecho, la aquiescencia que en el autor despierta el accionar militar tiene concluyente manifestación en las palabras que cierran el artículo, en las que se traza un paralelismo un tanto inquietante: “La anómala situación que vive Honduras por culpa tanto de los militares que asaltaron la presidencia con nocturnidad como de las arteras maniobras de Mel Zelaya y su gurú ideológico, Hugo Chávez”. Listo, gracias. Ya entendí. Evidentemente, no era yo. ¡Por culpa tanto de unos como de otros! Una delicia de argumento. Qué sutil reflexión. ¿Por culpa tanto de los militares golpistas como del presidente constitucional? ¿No será mucho?

Más allá de los debates suscitados por su presencia, de las confrontaciones más bien ociosas, celebro muy genuinamente que el Premio Nobel Mario Vargas Llosa se haya presentado en Buenos Aires. Cuanto más se amplifique el canto de su prédica pretendidamente liberal, más audible se ofrecerá también su voz desafinada, más elocuente será el confuso ruido que, toda vez que intenta aclararla, oscurece su garganta.

* Licenciado en Letras, docente de Semiología y Comunicación en la UNLZ, UNM y UBA.

Matías Landau *

Liberalismo y desinterés por la sociedad

La presencia de Vargas Llosa en nuestro país abrió un interesante debate que puso al liberalismo en el centro de la discusión. Variadas e interesantes respuestas al escritor peruano han puesto el foco en el liberalismo como ideología económica, marcando sus implicancias sobre la realidad argentina y latinoamericana. En estas líneas, quisiera trazar un camino más amplio. Como señalara oportunamente Michel Foucault, el liberalismo debe ser considerado, más que como una teoría o una ideología, como un principio y método de racionalización de las prácticas de gobierno. El gobierno liberal está atravesado por una paradoja, en tanto que postula la necesidad de la no injerencia del Estado en la vida civil de los ciudadanos. En consecuencia, como recordaba el filósofo francés, para el liberalismo “siempre se gobierna demasiado”.

La racionalidad de gobierno liberal tiene una larga historia. Sus orígenes se remontan al siglo XVIII, en momentos en que Europa era gobernada por los Estados administrativos, que desplegaban el poder del monarca bajo la forma de un “Estado de policía”, que hacía que todo el espacio del reino estuviera atravesado por infinitas reglamentaciones que regulaban la vida de los individuos. Frente a un poder jurídico-político estatal concebido como desmedido, el liberalismo construirá el relato de la preexistencia de una realidad “natural”, la “sociedad civil” en tanto “mercado”, cuyo funcionamiento debe ser garantizado por el Estado. Gobernar en términos liberales será asegurar la libertad en términos civiles: libertad de prensa, de culto, de comercio, etcétera.

Pero más temprano que tarde, el liberalismo entró en crisis. La “naturalidad” de los intercambios de la sociedad civil llevó a un acrecentamiento de las desigualdades en las condiciones de vida de los individuos, haciendo estallar la “cuestión social”. En nuestro país, eso sucedió entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras de XX, en momentos en que la población inmigrante llegada de Europa se encontró con una situación de vida paupérrima. Es en ese primer Centenario, en el que Vargas Llosa situó al paraíso perdido de la Argentina, cuando el liberalismo se muestra incapaz de hacer “sociedad”, esto es, de generar los mecanismos que permitan la integración de los sectores más pobres de la población, a través de un ideal de “solidaridad” cuyo significado es el de la responsabilidad colectiva frente a las penurias individuales.

Para hacer frente a la “cuestión social”, las funciones del Estado se modificarán. Para el liberalismo, las instituciones estatales debían tener simplemente una función de administración o de regulación de las relaciones civiles, y actuar sólo en casos puntuales. Desde que emerge la necesidad de “hacer sociedad” se generarán las primeras medidas “positivas” del Estado, en tanto que operan como medio para construir y asegurar la integración social: jubilaciones, seguros de trabajo, sistemas de salud y educación públicas, etc. Ello es lo que ocurrió en nuestro país, desde el gobierno de Yrigoyen en adelante, aunque como sabemos no sin variados sobresaltos. Para ello fue preciso desarrollar políticas que privilegien el interés de la “sociedad” por sobre el de algún individuo o grupo en particular. Estas políticas, a las que Vargas Llosa describiría como “debilidades colectivistas”, fueron las que permitieron, bajo diversas modalidades según los casos nacionales, la construcción de las sociedades más igualitarias que conociera el capitalismo.

Desde los ’70, el liberalismo volvió con fuerza, en su versión neoliberal, aunque hay una diferencia sustancial respecto del liberalismo clásico. En el primer liberalismo, el Estado no tenía ninguna función de mitigación de las desigualdades, ya que su única referencia eran las libertades civiles en términos individuales. Pero ahora sí, y el neoliberalismo se planteó la utilización de los resortes del Estado como medio de desintegración de la sociedad, o más precisamente la construcción de una sociedad basada en la individualización del riesgo y la incorporación de la racionalidad de mercado a todas las esferas de la vida cotidiana. Y, como sabemos, en nuestro país lo logró con creces. Durante los ’90, el discurso de la reforma del Estado era la Biblia de los neoliberales. Y ahí lo teníamos a Vargas Llosa hablando maravillas de la reforma del Estado de Menem. Una vez consumada la reforma, el liberalismo se mostró otra vez incapaz de administrar el conflicto que generó. Y entonces, en lugar de asumir sus propios fracasos, comenzó a echarle la culpa a la “corrupción”. Curiosamente, Vargas Llosa nos dice hoy que Menem no era liberal, porque era “corrupto”.

Para eludir su compromiso con las reformas neoliberales en la región, Vargas Llosa agrega que él es un liberal en el sentido clásico, y que postula la necesidad de fortalecer la “sociedad civil”, para lograr “consensos” a través del “diálogo” que fortalezca la “democracia”. Su argumento no es original, porque detrás de los mismos términos se esconden variadas figuras de la derecha vernácula. Si la sociedad civil fue el gran invento del liberalismo clásico, y el de la reforma de Estado el del neoliberalismo de los ’90, el “diálogo” y el “consenso” son las nuevas ropas de un metamorfoseado liberalismo. En nuestra región, en la actualidad, los cruzados del liberalismo no se enfrentan a los Estados administrativos de la Vieja Europa ni a los Estados sociales del siglo XX, sino a diversos intentos que, con suerte dispar, se proponen recuperar los mecanismos estatales que permitan una mayor igualdad de sus ciudadanos. Conocer y difundir las ideas liberales permite estar más atento, y en ese sentido, el paso de Vargas Llosa por nuestro país puede haber llegado a tener un efecto pedagógico, pero en el sentido contrario al que el escritor y los medios masivos de comunicación quisieron construir.

* Sociólogo, investigador del Conicet.

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